Enlace Judío México.- Dicen que el amor es capaz de salvar la vida, pero pocos son aquellos que lo pueden ejemplificar reflejándose en el espejo de su propia existencia.
THELMA SANDLER ZACK PARA ENLACE JUDÍO
Esta es la historia de Yentel y Rubén, mis tíos abuelos, la cual escuché cuando era muy joven y nunca logré borrar de mi mente.
Verídica y conmovedora, como tantas otras en la historia de este siglo XX que sufrieron al enfrentar el odio, la intolerancia, el racismo, la guerra y la destrucción; resurgiendo de entre las cenizas para continuar un camino sin pasado.
Yentel y Rubén Sandler habían contraído matrimonio en su pueblo natal de Kovna (Lituania), cuando los ejércitos de Reich tomaban a la fuerza las poblaciones judías de Europa y se veían amenazadas ante la proximidad de la invasión alemana.
Como toda pareja joven, planeaban iniciar su familia y establecerse en la aldea donde habían crecido y se habían enamorado, cuando sus planes fueron abruptamente truncados por un destino aterrador y su comunidad, su familia y ellos mismos fueron deportados hacia el campo de concentración nazi en Kovna, donde permanecieron de 1940 a 1942.
En ese año, Rubén fue deportado hacia el campo de exterminio de Dachau, y Yentel fue enviada a otro campo llamado Shtudrov.
Sin saber hacia dónde se dirigían y desconociendo si volverían a verse algún día, sólo les quedó un recurso final, una promesa: “Aquel que sobreviviese -se juraron mutuamente- regresaría al lugar donde se encontraba su hogar y ahí permanecería esperando el retorno del otro. Si sobrevivían… sólo D’s podría saberlo”.
Pasaron tres años y cada uno sufría en los campos la crueldad, el hambre y la enfermedad, viendo fallecer a sus seres queridos pero aferrados siempre a aquella promesa que los mantuvo en pie: “Esperar el regreso de su pareja, que con seguridad (se repetían una y mil veces a sí mismos) estaría ahí para darse consuelo y confort”.
Yentel fue liberada por el frente ruso al ser derrotados los alemanes. En ese momento pesaba tan solo 36 kilos. El camino que le faltaba era aún demasiado largo.
En ese entonces, al conocer la noticia de que ella estaba viva, su hermano, mi abuelo Meir, que ya vivía en Monterrey, tenía la posibilidad de traerla a vivir con él a México y se lo ofreció infinidad de veces, dándole la oportunidad de iniciar una nueva vida lejos de la destrucción y del odio.
Ella se negó, tenía el anhelo de regresar al punto de partida y esperar a su esposo. Después de todo, eso era lo que había prometido. Sería leal a su promesa.
Llegó a lo que era su hogar, ya no quedaba nada, ya no quedaba nadie. Era como si el destino se hubiese perdido en un pasado que coloreó su vida de grises y marrones. Nadie sabía si Rubén estaba vivo o no, pero ella se quedó allí, luchando por un pedazo de pan e intentando una vez más sobrevivir
Pasaron algunos meses y Rubén regresó milagrosamente después de haber sido liberado por el Ejército Americano. Apenas se reconocieron, poco quedaba de aquellos jóvenes enamorados, pero en ellos el amor fue más allá que las afrentas físicas y el sufrimiento. Ambos salieron adelante y encontraron el camino hacia la vida… de nuevo.
En 1947, después de haber recobrado la salud, tuvieron dos hijas gemelas, Guita y Shifra. En esos días se les preguntó si era familiar suyo una niña que se encontraba en un orfanato y su nombre era Sarah, ya que la niña llevaba el mismo apellido. Sarah, que entonces contaba ya con 12 años de edad no tenía ningún parentesco con ellos, pero Rubén les dijo a aquellos que buscaban quien pudiera darle amor a la niña y proveerla de un destino: -“No pertenece a nuestra familia, pero desde este momento ya forma parte de ésta”- y es así como tuvieron a su tercer hija.
Ambos lograron hacer aliah junto con sus hijas, yernos y nietos en 1970, ayudados por mis padres y mi abuela que viajaron a Lituania sorpresivamente para el resto de la familia. Aún recuerdo las historias de aquel rescate, lo que estaba en juego, la libertad de la familia, de mis padres y al mismo tiempo conocí una historia de heroísmo dentro de mi propia familia, de mi propia sangre.
Sus hijas se habían casado. Jacov, su yerno, estudiaba hebreo al lado de un grupo de jóvenes sionistas que soñaban en hacer aliah y establecerse en el estado que el mundo finalmente había reconocido para los judíos. Jacov y un grupo de jóvenes llenos de ímpetu y visión hacia un lugar donde pudiesen vivir libremente y con el ansia y la valentía que solo la juventud es capaz de brindar, decidieron secuestrar un avión de carga para no dañar a ningún ser humano y salir así de Lituania (Rusia, le llamaban en aquel entonces) Viajar al lado de sus familias, establecerse, desarrollar sus facultades y el conocimiento que una vida de lucha trae consigo.
El plan fue descubierto por las autoridades comunistas. Todos fueron fusilados, pero una llamada del destino le hizo imposible a Yacov llegar a la reunión en la que el plan sería realizado. Tuvo un accidente mientras se dirigía al sitio convenido y no pudo seguir andando.
Es muy poco lo que él nos cuenta de aquel día. Sus ojos no le permiten que las palabras afloren al lado de las lágrimas, su boca no logra pronunciar palabra sin sentirse ahogado por los destellos de las imágenes que hoy son ausencias.
Sí, sus amigos, sus valientes camaradas tan llenos de ideales, truncados por un error, por una palabra de más, por una traición… imposible saberlo.
Mis padres sabían que era imperioso rescatar al único pariente que mi abuelo tenía y que él, Meir, podría por fin contar a sus nietos: -Vean, aquí está, es ella: ¡mi hermana!…tuve una familia, una madre, un padre… pero nunca sin antes recorrer el camino de las lágrimas y el recuerdo.
Haber escuchado su historia, haberlos visto proseguir por el camino de la vida en Eretz Israel sin voltear jamás la mirada a los horrores vividos en los campos, verlos asistir a nuestras alegrías, sentirlos unidos a una familia que les correspondía por derecho divino y llegar a celebrar con sinceridad y tanta felicidad esos momentos que años atrás jamás podrían haber imaginado, me enseñaron que la vida debe estar compuesta de penas y de felicidad, pero que las penas siempre, aún en casos tan tristes y tan extremos como éste, pasan a un plano lejano.
Rubén y Yentel siempre vivieron con la alegría de poseer ese amor que los mantuvo con vida, y esto me hace valorar aún más ese don sagrado que como seres humanos poseemos: la capacidad de amar y de asirnos por amor a la vida para lograr que jamás desaparezca la esperanza y encontrar un mejor futuro, un mejor presente y dejar atrás un pasado terrible.
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