Juntos venceremos
sábado 02 de noviembre de 2024

El amor en los tiempos de cólera (y otras enfermedades de la panza)

Enlace Judío México.- Cómo han cambiado los tiempos. Con frecuencia, mi mamá y yo platicamos sobre lo que fueron y son las relaciones de pareja, y nos divierte –pero sólo porque tomamos el asunto con filosofía– corroborar cómo se ha transformado la sociedad en general, y aún una sociedad tan tradicional como la judía, en particular.

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Por supuesto, el punto de partida siempre es el hecho de que a mis 47 años de edad sigo soltero, algo que en sus tiempos habría sido inimaginable. Las primeras veces que hablábamos del tema (hace ya muchos años, cuando todavía estaba lejos de los 47), la postura de mi mamá era un tanto de reclamo. Porque los judíos nos tenemos que casar.

Pero poco a poco fue admitiendo que mi situación es un fenómeno cada vez más frecuente. Ya sea porque nunca hubo boda o por divorcio, la extraña realidad es que hoy en día es muy elevado el porcentaje de judíos (y también de no judíos, claro está) que estamos solteros.

Sin ser sociólogo especializado en dinámicas familiares, coincido con mi mamá en que esto es consecuencia del discurso sobre la realización personal. Es decir: antes, la gente ya tenía claro a qué se tenía que dedicar. Pero desde los años 60’s empezó a hablarse, de una u otra forma, o con enfoques diferentes, del asunto de la realización personal.

Tuvo su lado bueno. Mucha gente logró superar esa mentalidad según la cual los hombres se tenían que dedicar sólo a ganar dinero y las mujeres a sólo cuidar de los hijos y del hogar.

Pero tuvo una desventaja: había que inventar, literalmente, todas las posibilidades de realización.

Esto afectó por igual a hombres y mujeres. En el caso de las mujeres –y me van a perdonar mis lectores o lectoras feministas o simpatizantes del feminismo– el asunto fue más sencillo desde cierto enfoque. Me refiero a que las mujeres estaban más que listas para irrumpir masivamente en los espacios laborales que antes habían sido casi exclusivos de los hombres. La ventaja para ellas fue que tenían enfrente un mundo de opciones claramente definidas. Bien conocidas. Las habían estado contemplando desde mucho tiempo atrás, y ahora las puertas empezaban a abrirse.

Para los hombres fue más difícil respecto a ese sentido: no había nada que explorar. Las opciones seguían siendo exactamente las mismas de siempre. Sólo que ahora teníamos que descubrir en cuál realmente nos podíamos “realizar” (sin siquiera entender qué rayos podía significar eso).

Pongámoslo en ejemplos claros: hasta bien entrado el siglo XX, lo más normal era que los oficios se heredaran. ¿Padre comerciante? Hijo comerciante. ¿Padre sastre? Hijo sastre. ¿Padre dueño de una fábrica de zapatos? Hijo dueño de una fábrica de zapatos. No había misterios respecto al sentido de la vida: aprender el oficio del padre o tutor, y luego dedicarte a ejercerlo.

Para las mujeres otra vez era más “sencillo” (y lo pongo entrecomillado porque en esta ocasión me refiero a algo sencillo, pero en su sentido negativo): hogar e hijos. Y aunque para mediados del siglo XX ya se habían logrado muchos éxitos por parte de la primera y segunda ola del feminismo (que dotaron a las mujeres del derecho a voto y les abrieron nuevos espacios laborales), la realidad es que la abrumadora mayoría de las niñas crecidas en hogares que pudieran definirse como “normales”, tenían como única expectativa en la vida casarse y cuidar a los hijos.

Así había sido durante milenios. Obviamente, eso no iba a cambiar en apenas unos pocos años.

Por eso era más fácil estabilizarte con tu pareja. A los 20 años de edad, un joven judío seguramente ya estaba involucrado en la actividad que seguiría realizando durante los siguientes 40 o 50 años (las expectativas de vida no le garantizaban más), y por ello las bodas podían darse a eso de los 22, 23. Todavía hoy estamos viendo a las últimas parejas que celebrarán 60 o 70 años de casados. Creo que ese privilegio no lo va a tener nadie, absolutamente nadie de mi generación.

Por su parte, las mujeres de 16 o 17 años ya estaban perfectamente entrenadas para encargarse de las labores del hogar. Y con creces. Mi abuela materna, por ejemplo, no sólo sabía cómo llevar el control de la casa y los hijos, sino que además tocaba piano, preparaba licores, tejía cualquier cosa con estambre y sus dos omnipotentes agujas, confeccionaba sombreros (simples o de moda), y tenía un repertorio de repostería que tampoco parecía agotarse. Sus manos eran mágicas. Eran mujeres que, por lo mismo, a los 18 o 19 años ya tenían la mente puesta en casarse.

Mis papás fueron de la generación que empezó a retrasar un poco esa fecha. Mi papá se casó de 26, mi mamá de 22. Cuando se casaron, muchos de sus amigos ya estaban casados.

Y entonces llegó la universidad, y lo arruinó todo.

Con su amplísima oferta de carreras, los hijos dejaron de pensar en heredar el negocio o el oficio del papá. Dice el viejo chiste que la diferencia entre un sastre y un psicoanalista es, simplemente, una generación.

Mucha gente no percibió los cambios que eso podía provocar. Pero con el tiempo, se vio cómo muchas empresas familiares tuvieron que cerrar, o tuvieron que venderse y acabaron en otras manos, otros dueños, otras familias.

Los cambios llegaron a otro nivel: los hombres antes empezábamos a aprender el oficio familiar a veces desde los 13 años. Saliendo de tu fiesta de Bar Mitzvá, empezabas a heredar los secretos familiares para ejercer el negocio familiar. Ahora no. Si ya habías decidido ser ingeniero o contador, los secretos del oficio los aprenderías en un salón de clases, y eso a partir de los 18 años. Luego entonces, apenas a los 22 o 23 empezabas a desarrollar tu vida profesional, cosa que antes hacías desde los 16 o 17.

Para las mujeres fue todavía más extremo el cambio. Lo primero que se sintió fue el impacto de la desigualdad, porque la costumbre de mandar a las hijas a la universidad no fue algo generalizado desde un principio. Había sectores o familias cuyas muchachas comenzaban a estudiar alguna carrera, y ambientes más tradicionalistas donde eso era impensable.

Los descontroles siguieron en aumento: repentinamente, muchas jóvenes judías empezaron a descubrir un universo totalmente extraño. El de los muchachos no judíos. Antes de la universidad, el contacto con jóvenes no judíos era esporádico y reducido. A partir de la universidad, se volvió lo normal.

Y también vino lo inevitable: las mujeres empezaron a posponer su edad para casarse. Si en otras épocas lo normal era que la boda fuera a los 18 o 19, ahora empezaba a ser a los 22, 23, 25. Y eso significaba que los hombres andaban ya por los 25, 26 o 28.

Parece mentira, pero fue un cambio importante por una razón elemental: una persona es más exigente y selectiva a los 25 que a los 20. Y conforme la edad de casarse se amplió más, empezaron a aparecer nuevas estadísticas en materia de divorcio.

El resultado global lo podemos ver claramente en mi generación y las que siguen: hombres y mujeres por igual son profesionistas. Me podrían decir que todavía hay ambientes muy tradicionalistas en los que las mujeres no estudian, pero la realidad es que en esos ambientes muchos hombres tampoco estudian. Tengo amigos que abandonaron la escuela en la preparatoria porque su vocación no estaba en el aula, sino en el trabajo. Eran esos clásicos muchachos que ya desde la primaria tenían la manía de vender hasta la torta del lunch, y que no pudieron resistirse a la milenaria vocación de comerciantes. Hay casos notables, donde jóvenes a los 19 o 20 años ya tienen dos o tres tiendas propias. Y lo hacen bastante bien.

Así que es una situación pareja: la mayoría de los jóvenes judíos, hombres y mujeres, estudian carreras universitarias. Que ahora son más largas: hacen maestrías, doctorados. Y eso retrasa todavía más las edades para las bodas (lo dice la clásica frase que se le repite y repite a la hija en las familias más modernas: “Primero el Master, luego el Mister”). Aunque los sectores más religiosos siguen teniendo un promedio joven para casar a los hijos (digamos que entre los 19 y 23 las muchachas, y los 23 y los 26 los muchachos), cada vez es más frecuente que las bodas sean de personas ya alrededor de los 30.

Todo esto tiene sus ventajas y desventajas. La ventaja obvia es que algo tan trascendental como casarse ya no es una decisión tomada rápido y sólo por inercia cultural. Por el “debo casarme”. Se supone que ahora uno se lo piensa y, en consecuencia, escoge a una persona con la que realmente hay una afinidad existencial.

Pero la desventaja es que una persona de 30 años ya tiene una forma de ser definida, y compaginarla con la de la otra persona se vuelve más difícil. A los 23 años todavía puedes amoldarte con relativa facilidad a la otra persona. Construir un carácter en común. A los 30 ya no. A esa edad, el éxito depende de la capacidad que tengas para negociar, tolerar y coexistir.

Por eso, la tasa de divorcios es alta en comparación a hace un siglo. Y lo complicado es que el divorcio no nos detiene en nuestro afán de buscar una vida en pareja. El divorcio sólo es una reorganización de roles, porque de todos modos hay que cuidar a los hijos y pagarles la escuela. Y casarlos, claro está. Pero el negocio sigue: las casamenteras (ah, ese ancestral oficio que en yiddish lo llamamos “bashert”; literalmente, significa “destino”, pero se aplica tradicionalmente al trabajo de buscar pareja para todo el que se deje) ahora no sólo tienen que atender a jóvenes entre 20 y 26 años, sino a no tan jóvenes que siguen solteros entre 27 y 35 años, a divorciados que andan buscando su segundo o tercer round entre 36 y 55 años, y a uno que otro viudo o viuda que ya superaron el período de luto y van a insistir con esto de la vida familiar, desde los 56 hasta donde se pueda uno imaginar.

Es complicado. Sobre todo para uno que es soltero. Conoces a una muchacha de 30, y tienes que preguntar e investigar si está casada, soltera, divorciada o viuda. No sea –como decimos en México– que la vayas a regar.

Antes era más fácil: los jóvenes con los jóvenes, los divorciados con los divorciados, los viudos con los viudos. Ahora hay fiestas en donde la frontera entre unos y otros ya no existe.

Pero hay fiestas, eso sí. Cómo nos gusta organizar parrandas o grupos para que los solteros se conozcan. Aunque no deja de ser extraño que, como a cualquier otro joven de 25 años, hace 22 años me invitaban a ese tipo de fiestas. Generalmente, las mamás o las tías de las muchachas que tenían entre 20 y 22 y que andaban buscando novio. Porque decían “mira a Irving, buen chico, estudia Torá, canta bien…”.

Ahora, a los 47, me siguen invitando a esas fiestas. Sólo que ahora la invitación me las hacen los hijos de las muchachas de 40 o 42 que están solteras otra vez. Porque dicen “mira a Irving, es chistoso, nos hace reír, la pasamos súper en el cine con él…”.

¿Y creen que eso es todo? Oh, no! Internet ya nos complicó la vida todavía más. Ahora el mundo no tiene fronteras. Las casamenteras llegan y te dicen “Irving, tengo una lindísima niña judía –de 35, aunque a mi edad ya puedo ver a una muchacha de esa edad como una niña– perfecta para ti; guarda Shabat, cocina kosher, sabe Torá, es de buena familia. Vive en Johanesburgo…”. O de Ucrania. Hay montones de ucranianas queriendo buscar mejores condiciones de vida en América.

¿Te arriesgas o no? Curiosamente, Internet nos ha devuelto un poco a las condiciones de hace un siglo, en las que decidir casarte –algo trascendental y para el resto de tu vida– era rápido e inmediato. De repente llegabas a tu casa y encontrabas a tus papás en la sala, sentados con un rabino y con otra pareja de señores. Y por dentro decías “hasta aquí llegué…”. Luego era cosa de escuchar la noticia con la mayor calma posible: “Hijo, vamos a presentarte una muchacha…”.

Ahora es otro estilo, pero es igual de fuerte cuando la casamentera te pregunta “¿Nu? ¿Te traes a la muchacha de Ucrania?” Y hay que decir “sí” o “no”.

Es el amor en los tiempos de cólera y otras enfermedades de la panza.

Porque eso sí: no vamos a renunciar a las mariposas en el estómago ni al afán de compartir nuestros días, nuestras noches y ahora hasta nuestros hijos con alguien.

Así pues, a mis 47 y soltero, platico frecuentemente con mi hija de 15 sobre qué muchacha es buena opción para mí y cuál no.

Y mientras, sigo organizando mi agenda y mi cartera para invitar a salir a una niña maravillosa que me trae loco, pero que vive en Atlanta.

Tiempos modernos. Pero los judíos seguimos siendo los mismos.

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