Enlace Judío México.- Sacude la cabeza. Aprieta los párpados y clava las uñas en sus rodillas. Está tenso. Todavía, y parece que lo estará durante un buen rato más. No se ha recuperado del todo, y el ruido sigue retumbando en su nuca.
IRVING GATELL EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO
Algo le dice que no es la primera vez que le sucede, pero el dolor ha sido tan intenso que no puede concentrarse ni siquiera en eso. Apenas está la vaga sospecha de que le volverá a pasar y será exactamente lo mismo: un escándalo estruendoso que le taladrará los oídos y le hará sentir que su cerebro explota, y luego una migraña insoportable que se extenderá por un lapso de tiempo que parecerá una eternidad. Pero por el momento, aunque parece que el dolor empieza a ceder, el daño es tal que permanece tumbado, sin la posibilidad de moverse. El mínimo parpadeo, la más pequeña contracción de cualquier músculo, le provoca otra vez la sensación de que le están perforando el cráneo con un cincel filoso. Golpe a golpe, grito a grito.
Tiene que dejar pasar un largo rato para arriesgarse a ponerse en pie. Todavía no atina a armar ideas o impresiones en su mente, pero por lo menos se da cuenta que está en una galería. ¿Quién es? Ni siquiera lo recuerda. Su cabeza es un mar de confusión por culpa de la intensidad del dolor. ¿Por qué le pasó eso? ¿Qué lo llevó hasta ese punto? ¿Dónde estuvo el error? Porque es obvio: sólo se llega a eso como consecuencia de una equivocación. Algo que hay que evitar en lo futuro.
El martirio no ha terminado. Ya está de pie, ya ve el largo pasillo frente a él, pero aún no puede pensar en nada. Sigue concentrado en ese dolor que ciertamente disminuye, pero con demasiada lentitud.
Por fin logra fijar su vista y descubre que está en una galería llena de cuadros. Otra vez. Algo le dice que no es la primera ocasión en que se para frente a esa estancia oscura, un tanto lúgubre, cuya única luz proviene de un agujero en el techo. ¿Veinte metros, tal vez treinta? Imposible calcular la distancia que hay hacia arriba. Pero por ahí entra la única iluminación que le permite ver que en las paredes hay cuadros, muchos cuadros, enmarcados en rústicas y viejas maderas corroídas por el tiempo y acaso por la humedad. Están colocados en una fila interminable que parece no tener fin. Hacia el fondo, la luz no llega y la oscuridad no permite imaginar qué tan largo pueda ser el pasillo.
Las ideas siguen sin tomar forma en su cabeza, pero de todos modos ha logrado ponerse frente al primer cuadro. Observa, pero no ve nada. Pareciera que sólo es una tela opaca en tonos grises oscuros en la que nadie ha pintado jamás. Pero no. Sabe que no es así.
Entorna la vista, hace un esfuerzo, y por fin comienza a distinguir el rostro pintado en el cuadro.
Le resulta incomprensible. No entiende lo que ve. Es la cara de un hombre de piel blanca, mirada hirsuta con el ceño fruncido, pelo corto a los costados y rasurado por encima de las orejas, pero con un amplio fleco lacio que cae hacia el lado izquierdo de su frente. El bigote es todavía más raro. Está afeitado hacia las comisuras de los labios, y sólo cubre la parte inferior de la nariz. Tiene el brazo derecho extendido hacia adelante, como si saludara a algo o a alguien. El aspecto es de militar, pero la ropa le resulta completamente desconocida. Lo más que logra distinguir son unas extrañas cruces que la decoran con tonos negros y rojizos.
Lo observa, y aunque ni siquiera recuerda quién es él mismo debido a que el dolor sigue siendo agudo e insoportable, se pregunta quién será este enigmático personaje pintado en el cuadro. Está a punto de verbalizar su pregunta, cuando aterrado observa como el sujeto del bigote ridículo se voltea y le clava la mirada al tiempo que empieza a mover sus labios para susurrar una respuesta, apenas audible.
Hitler.
¿Qué significa eso? No sabe, no entiende. ¿Es su nombre? Algo en algún lugar de su afectada cabeza le dice que sí. Lo único que le queda claro es que al escuchar esa palabra algo se retuerce en su interior. Una profunda sensación de miedo le nace en la espalda baja, en la zona renal, y por un momento siente que se va a desmayar. Sin embargo, el todavía penetrante dolor lo mantiene en pie, aunque no logra explicarse cómo.
Cierra por un momento los ojos, y cuando los abre ha llegado frente al siguiente cuadro. Sin proponérselo. Sucede lo mismo: al principio no ve nada, sólo el lienzo opaco. Apenas después de concentrarse un poco comienza a distinguir un rostro. Ahora es un hombre calvo con el rostro cuadrado y una expresión dura. Hay algo que le rodea el cráneo, una especie de trapo desgarrado que no parece tener ninguna utilidad. Un atisbo de curiosidad le obliga al esfuerzo para sobreponerse al dolor, y se concentra en ese extraño detalle. Después de unos segundos entiende: no es tela, es su cabello. El tipo pintado en el cuadro tiene el corte más estrafalario que haya visto. Alguien le ha rasurado un círculo perfecto en la parte superior de la cabeza, dejando sólo una hilera de pelo que pasa por la frente, la parte superior de las orejas y la nuca. Los ropajes también son extraños. ¿Serán de otro país? ¿De otro tiempo? Parece una túnica rústica y áspera.
Otra vez un atisbo de curiosidad le obliga a preguntarse quién será, y justo cuando comienza a hacerlo se repite la misma situación terrorífica del cuadro anterior: el personaje pintado voltea, lo ve directo a los ojos, y mueve los labios al mismo tiempo, aunque sólo para decir otra extraña palabra apenas audible.
Torquemada.
Ese nombre –sabe que es un nombre– le rebota en cada milímetro de su cuerpo, y le causa una naúsea profunda que se mezcla con la migraña que todavía no ha desaparecido por completo. Y otra vez el miedo. Profundo, inexplicable. Pánico.
Hace el esfuerzo para no doblarse y camina hacia el frente. Llega al siguiente cuadro. El molesto proceso es el mismo: primero nada, luego el esfuerzo por enfocar algo, el rostro que empieza a aparecer, y los detalles desconcertantes. Ahora es un viejo con una nariz grotesca y los labios gruesos. Como los de los africanos. Tiene crecidos los pelos de la cara, pero no merecen considerarse una barba. Son tan pocos que sólo logran afear más el ya de por sí repugnante rostro lleno de manchas. Lleva un trapo cuadriculado en la cabeza, amarrado de tal modo que sólo cae por encima de su oreja derecha. La forma en la que está acomodado le recuerda vagamente un mapa de la polvosa provincia de Judea.
¿Judea? Por fin una idea concreta, una referencia, un dato preciso.
¿Qué tiene que ver él con Judea? ¿Por qué es lo primero que ha logrado conceptualizar desde que empezó a recuperarse del dolor? No encuentra respuestas, pero además quiere escuchar al cuadro. Sabe que será como con los dos anteriores, así que comienza a mover sus propios labios como si quisiera verbalizar una pregunta, y en ese momento el viejo del rostro horroroso voltea, lo ve, y pronuncia su nombre.
Arafat.
No entiende qué sucede, pero sigue con lo que ahora parece una rutina. Así, poco a poco y mientras la migraña todavía le taladra en medio de las sienes, va descubriendo rostros inverosímiles en ropajes desconcertantes, y nombres que no termina de comprender. Isabel de Castilla, Vicente Ferrer, Antíoco Epífanes, Martín Lutero, Henry Ford, Salvador Borrego, Faraón, Balak.
Y muchos más.
Cuando llega al último cuadro, está exhausto. Es curioso: la migraña casi ha desaparecido, pero ahora está agobiado por una sensación de asco mezclada con pánico y angustia. No entiende nada de lo que ha visto allí. Todavía no sabe cómo llegó a esa galería, y menos aún comprende por qué cada cuadro le ha susurrado un nombre.
Comienza a descubrir el último rostro, y es el que más trabajo le cuesta. La oscuridad es casi total. De hecho, no entiende cómo logra empezar a distinguir los primeros rasgos, pero lo hace. Y entonces el dolor en la zona renal lo quiebra. Cae al piso. No ha soportado ver al personaje pintado. Es un funcionario imperial. Su ropa lo delata. Pero lo más terrible ha sido su cara, porque es él mismo. Es su propio retrato. Otra vez está tirado como cuando lo agobiaba el punzante dolor de cabeza, pero esta vez lo que no quiere es escuchar el nombre. Su nombre. Se arrastra a gatas por el piso hacia donde ya no hay más cuadros, y choca con una puerta.
Se levanta, y le suplica a los dioses que no esté cerrada. La empuja, y para su sorpresa esta se abre con relativa facilidad. La cruza, esperanzado en que sea una ruta de escape, pero de pronto se halla frente a diez estacas de las que cuelgan diez cuerpos. Son diez jóvenes inertes, muertos, ahorcados.
Los recuerdos empiezan a revolverse como torbellino en su cabeza. Son una vorágine que no logra controlar, y cuando apenas empieza a ubicar qué es lo que está viendo, se aterroriza al darse cuenta que todos los rostros, los diez jóvenes, lo están observando. Todos, al mismo tiempo, mueven los labios. El rictus de la muerte sigue presente en sus ojos opacos y perdidos, en sus rostros amoratados y putrefactos, en sus pieles agusanadas. Pero aún así todos comienzan a decir algo, y lo repiten, lo repiten, lo repiten.
No quiere poner atención, pero no puede evitarlo. Porque le están hablando. Se lo dicen a él.
Maldito. Maldito. Maldito. Maldito. Maldito. Maldito. Maldito.
Y entonces los reconoce. Son sus hijos. Voltea, cruza la puerta y regresa a la galería. Tiene que huir. Tiene que escapar. Tiene que suplicarle piedad a alguien.
Pasa de nuevo frente a los cuadros, y descubre horrorizado que por primera vez está completamente lúcido. El dolor ha desaparecido, pero sólo para ser sustituido por el miedo. El terror. La angustia.
Se acerca a los retratos para volver a ver los rostros desconcertantes, pero descubre aterrorizado que no son cuadros. Son espejos. En cada uno de ellos ve su rostro agotado, sudoroso, desencajado. Uno tras otro, siempre es su cara, siempre es su pánico.
Llega al punto que está exactamente debajo del agujero por el cual entra la poca luz que hay en la galería, y se pregunta si habrá manera de subir. De escapar. Decide que necesita calmarse para pensar bien lo que va a hacer. Respira hondo, se sienta, necesita poner orden en su cabeza. Por el momento no le interesa recordar cómo llegó allí. Le basta con saber si puede salir.
Entonces escucha algo. Son voces que vienen desde arriba, desde el otro lado de ese agujero que parece ser su única posibilidad de escape. Al principio no alcanza a entender, hasta que por fin distingue algunas palabras. Es hebreo, el idioma de los odiados judíos. Una molesta sensación de angustia comienza a embargarlo, mientras por dentro suplica que no, que no sea eso, que no sea lo mismo.
Pone atención. Las palabras empiezan a tener cierto sentido. Reconoce algunos nombres, y con ellos los recuerdos empiezan a desfilar. Ajashverosh, la reina Vasti, el judío Mordejai, la reina Ester.
Su cabeza brinca, impulsada por un resorte. Se salta de la lectura hacia un recuerdo. Un banquete. Hubo un maldito banquete. Todo comenzó con un estúpido y maldito banquete.
Y entonces, escucha que desde arriba llegan las palabras, a manera de cantilena, con las que comenzará otra vez el suplicio. Porque –ahora lo recuerda con perfecta claridad– no es la primera vez que lo sufre. Lo ha padecido cientos, miles de veces, y lo seguriá sufriendo por toda la eternidad. El estruendo, el ruido que le taladra las sienes, que le hace explotar el cerebro, está a punto de comenzar porque está a punto de escuchar esas mismas palabras. En hebreo, dichas por un judío, durante una lectura, en una sinagoga.
Ajar jadvarim haele…
El pánico cobra toda su fuerza otra vez. Siente que sus riñones explotan.
…gidal hamelej Ajashverosh…
Quiere morir, pero sabe que no puede. Ya está muerto. Quiere parar el tormento, pero no tiene caso. No hay esperanza. Es para siempre.
…et Hamán ben Hamdatá et Haagagui…
Y entonces explota el sonido de miles, millones de matracas. De todos lugares y de todas las épocas. Oye las risas de los niños judíos y las palmadas que los adultos dan, golpeando la mesa o pateando el piso. El estruendo que apenas ha empezado y que durante las siguientes dos horas se acumulará en sus oídos, cada vez que el lector en la sinagoga pronuncie su nombre maldito. El escándalo que se quedará almacenado en el centro de su cerebro para atormentarlo durante todo un año, hasta el próximo 14 de Adar, cuando otra vez el dolor volverá a disminuir para concederle ese momento de lucidez que sólo le servirá para ver los cuadros de la galería, los rostros de todos aquellos que no han sido otros más que él mismo, y recordará su odio a los judíos, revivirá su propio fracaso, y volverá después al tormento infernal al que ha sido condenado por el Dios de Israel.
Corre hacia la puerta del fondo, pero esta vez la encuentra cerrada. No puede evitar su destino. La luz no llega hasta allí, pero sí los cantos, las matracas, los rezos, las risas de los niños, las voces de las mujeres felices. Pasa otra vez frente a los espejos, y vuelve a ver sus muchos rostros: Hitler, Arafat, Isabel, Ford, Antíoco, Torquemada, Vicente Ferrer. Pero ahora los ve postrados en el piso, como pronto lo estará él mismo, intentando soportar el tormento y suplicando piedad, chillando por un poco de misericordia que no llegará.
Hamán se desploma. Trata de tapar sus oídos. Se coloca en posición fetal y comienza a llorar de rabia. Como clímax de su desgracia, empiezan a desfilar una avalancha de imágenes desconcertantes, provenientes de países y épocas distintas a la suya. No las comprende. Autos de fe. Inquisición. Pogroms. Cosacos. Los Protocolos de los Sabios de Sion. Terrorismo. Campos de Concentración. Holocausto. Cámaras de gas. Y luego, con un nuevo embate del estruendo de las risas en las sinagogas, David ben Gurión, premios Nobel, el Estado de Israel, Moshé Dayán, Ariel Sharón, niños con kipot que ríen felices, niñas hermosas cantando en hebreo, kibutzim prósperos y coloridos.
El martirizante dolor de cabeza está a punto de llegar a su clímax otra vez.
Empieza a tragarse sus lágrimas, sabiendo que el momento de lucidez está a punto de terminar. Una vez que vuelva a alcanzar el máximo dolor posible, las ideas se desvanecerán. No podrá concentrarse en otra cosa que no sea el dolor y el pánico. No recordará absolutamente nada. No sabrá por qué sufre. Ni siquiera tendrá idea de quién es ni de dónde está.
Así es el infierno que él mismo se construyó.
Con sus últimas fuerzas, pone atención y se da cuenta que el rezo en las sinagogas ha terminado. La lectura ha concluido. Lo que se escucha ahora es el ruido de botellas que se destapan y copas que se llenan, preludio del grito que no quiere escuchar, porque otra vez será su sentencia definitiva al martirio.
Pero no hay modo de evitarlo. Desde arriba, se escucha en un segundo la voz de millones de judíos de todos los lugares y todas las épocas, con las dos palabras que son su canto triunfal.
¡Le Jaim!
Y entonces el mundo entero desaparece detrás del dolor insoportable. Hamán vuelve a perder la conciencia y todo para él es infierno, martirio, pánico, y risas y matracas destrozándole el cerebro hasta el próximo Purim.
El universo está en equilibrio otra vez. Mientras él se hunde en su condena, un pueblo se vuelve a unir para celebrar la vida, el amor, la dicha.
Lo han derrotado.
Desde siempre, y para siempre.
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