La persecución silenciada

Enlace Judío México.- La periodista y escritora Pilar Rahola, columnista de ‘La Vanguardia’, explica crudamente cómo, desde la época de las catacumbas, nunca había habido un intento tan masivo, organizado e impune para acabar con comunidades cristianas. Todas las familias del cristianismo, coptos, asirios, siriacos, ortodoxos de varias liturgias y también católicos y protestantes sufren, hoy, el estigma de la cruz. Una sangría que parece no tener fin. Rahola lo explica con testimonios y datos en su nuevo libro, ‘S.O.S cristians’ (Columna).

PREÁMBULO

Este libro no tiene nada que ver con la fe religiosa. Obviamente, tampoco está en contra de ninguna fe religiosa, pero su óptica parte de la mirada de los derechos fundamentales, y no de la trascendencia espiritual. Es decir, no es un libro sobre la moral de un colectivo religioso, sino sobre la ética de toda la humanidad. Por eso, no habla de los cristianos por su condición religiosa, sino por su condición de víctimas. Y es en este punto donde el libro adquiere un compromiso solidario, una voluntad de quitar el velo que hace invisible el sufrimiento de centenares de miles de personas, perseguidas, violentadas y asesinadas en pleno siglo XXI por el solo hecho de seguir a Cristo.

(…)

¿Si acordamos, pues, que son muchos los colectivos que sufren represión y violencia en el mundo, por qué motivo hay que poner el foco en las víctimas cristianas? ¿O incluso, son de verdad víctimas por su fe, o están en el peor lugar, en el peor momento y, en consecuencia, son víctimas aleatorias? Esta es la intención del libro, responder a estas preguntas y, con la respuesta, demostrar un hecho insólito y terrible: los cristianos vuelven a ser perseguidos justamente porque creen en Cristo. Son, pues, víctimas escogidas, colocados en el centro de la diana con intención minuciosa y precisión letal. Nunca, desde la época de las catacumbas, había habido un intento tan masivo, organizado e impune para acabar con comunidades cristianas enteras, y lo más grave es que los represores están consiguiendo un éxito preocupante. Lo dijo el mismo papa Francisco en una entrevista a La Vanguardia, el verano del 2014:

…“estoy convencido de que la persecución actual contra los cristianos es más fuerte que la que se sufrió en los primeros siglos de la Iglesia”…

…y los hechos violentos corroboran la convicción del Santo Padre.

Los datos que este libro aportará –y que se suman a otros de notables personalidades que han levantado la voz– son trágicos y representan la alerta roja de una sangría que, de momento, no parece tener fin. Desde el aterrador y conmovedor testimonio del historiador Andrea Riccardi, que en su libro El siglo de los mártires dio voz al martirio de los cristianos en el siglo XX, las denuncias se han acumulado sin haber conseguido, sin embargo, romper el muro de silencio. Coptos, asirios, siriacos y ortodoxos de varias liturgias, y también católicos y protestantes, todas las familias del cristianismo sufren, hoy, el estigma de la cruz. La práctica desaparición de comunidades antiquísimas, arraigadas en sus tierras desde hace casi dos mil años, es un hecho contrastable. Para poner un ejemplo aterrador, los fieles de la Iglesia ortodoxa siriaca, que se remonta al siglo I, y que hablan una variante del arameo, eran en torno a medio millón en el Kurdistán turco, a principios del siglo XX. Hoy se calcula que no pasan de los dos mil, y la fila de monasterios, iglesias y poblados abandonados que decoran dramáticamente el paisaje dan testimonio de su brutal desaparición.

Si la violencia sistémica ataca las comunidades cristianas, también lo hacen las leyes discriminatorias de estados homologados internacionalmente y que, sin embargo, persiguen a los cristianos de manera implacable. Y allí donde hay ­democracia, la violencia y la represión son sustituidas por el desprecio y la demonización, especialmente por ideologías de izquierdas que convierten la laicidad en un instrumento de segregación sobre todo en países católicos, probablemente porque muchos de estos movimientos ideológicos, más que laicos, son furibundamente anticatólicos.

Se produce, pues, el triángulo del horror: allí donde impera la violencia, son asesinados; allí donde reinan los tiranos, son reprimidos y segregados, y allí donde imperan las libertades, son despreciados.

“RESERVA DE INDIOS”

Atravieso la vieja puerta de Jaffa que une los bíblicos caminos de la ciudad de Hebrón y el mítico puerto de Jaffa. A la derecha, la Torre de David, a la izquierda, un pequeño camino que me conduce a mi destino: la sede del Patriarcado ­Latino, donde me espera monseñor Pierbattista Pizzaballa, actual administrador pontificio de Jerusalén.

El día parece tranquilo y las calles muestran el trasiego intenso y colorido de este trozo de mundo, donde se entremezclan tres grandes dioses. Pero el ambiente está cargado: el presidente Trump acaba de anunciar su decisión de trasladar la embajada norteamericana de Tel Aviv a Jerusalén, y los musulmanes amenazan con días de furia. Y será así: pocas horas después de mi encuentro con Pizzaballa, el clamor cotidiano del conflicto árabe-israelí estallará sin remedio, justo cuando se acabe la plegaria del viernes en la mezquita. Pero hoy es jueves y, aunque la atmósfera es pesada, la ciudad vieja de Jerusalén respira una paz ancestral, casi vaporosa, como si, a pesar de los esfuerzos destructivos de los hombres, estuviera dotada del don de la inmortalidad.

De puertas afuera, el edificio del Patriarcado Latino es imponente, casi arisco, investido de una solemnidad que no invita a entrar. De puertas adentro, la sensación de ser un intruso en un espacio dedicado al silencio todavía es más fuerte. Molestan incluso los pasos, y los cuadros de los diferentes ­patriarcas que acompañan el largo pasillo parecen molestos, como si les hubiéramos estorbado. Pero ­todo cambia cuando el rostro amable de Pierbattista Pizzaballa acompaña el saludo con una amplia sonrisa, y un té caliente suaviza la tarde.

“¿Dentro de veinte años, quedarán cristianos en Tierra Santa?”, le espeto casi de entrada y la respuesta es serena, pero implacable: “No, no quedarán. Seremos muy pocos, una reserva de indios”.

Tierra Santa no es una geografía física, sino simbólica, tal como me lo especifica Pizzaballa: Tierra Santa no existe en los mapas geográficos políticos. Es Israel y es Palestina, que son dos realidades diversas. Es una expresión religiosa. Para nosotros es la tierra de los santos, la tierra del testimonio de la liberación y la salvación para los que somos creyentes. Es el pensamiento cristiano que ha acompañado este nombre durante siglos, generaciones de creyentes, pero no existe un país denominado Tierra Santa.

Stricto sensu, el concepto “ Tierra Santa” se refiere a todos los territorios donde ha habido pasajes bíblicos. En sentido amplio, incluiría el Estado de Israel, los territorios de Palestina (Judea y Samaria), algunas zonas de Siria y la antigua Caldea iraquí, tierra natal de Abraham. También se incluye la tierra prometida de Egipto. Pero, en el uso común de los creyentes, Tierra Santa es, fundamentalmente, el lugar donde Jesús nació, murió y resucitó, y donde se alzó la primera iglesia cristiana. Es decir, como decía el administrador pontificio, se trata de un espacio metafórico actualmente repartido entre Israel y los Territorios Palestinos. Y este territorio geográficamente pequeño y políticamente convulso presenta realidades muy diversas para los cristianos, en función de si viven con ciudadanía israelí, en la franja de Gaza, bajo Hamas, o en Cisjordania, bajo la Autoridad Nacional Palestina.

A toda esta complejidad geopolítica, hay que añadir otra: la gran fragmentación de la comunidad cristiana, nacida de los debates teológicos de los primeros tiempos del cristianismo, y de la división estructural en que derivó. En Tierra Santa, pues, se encuentran todas las familias cristianas: maronitas, melquitas, siriacos, caldeos, coptos, católicos, protestantes de todo tipo, evangélicos… Y esta fragmentación severa complica aún más la situación de la pequeña y frágil comunidad cristiana. En este sentido, el diálogo ecuménico se convierte en una esperanza eternamente anhelada y eternamente fallida.

Fuente: La Vanguardia

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