Es todo lo que nos queda

This is one of two 15th century Torah scrolls in the collection of Mickve Israel Temple that will be used in a July 16th ceremony commemorating the July 11, 1733 arrival of Georgia's first Jewish immigrants.

Enlace Judío México.- Con una sacudida, Habib, que asistía junto con los demás miembros de la colonia a la Tefilá, levantó la mirada de su Sidur.

RAB. DAVID ZAED

Acurrucado en el vano de la puerta, espiando hacia adentro como un zorrillo perseguido, se hallaba Shimon, el niño refugiado que llegara recientemente de Europa (hacía unos meses que había acabado la Segunda Guerra Mundial), y quien fue buscado durante toda la noche anterior.

Uno a uno los asistentes al Bet Haknéset se fueron codeando, señalando discretamente la figura infantil. “¡Shimon!”, el nombre brotó susurrante de casi todas las gargantas. “¡Shimon!”.

Rabí Aharón, el líder espiritual de la joven aldea, golpeó levemente la Tebá. “¡Shhh!”, exclamó, tratando de silenciar el ambiente.

Al instante cesó el cuchicheo, y los ojos se volvieron a las páginas de los Sidurim. El rezo continuó, pero ninguno de los presentes pudo concentrarse.

Nadie lograba separar sus pensamientos del niño acurrucado en el marco de la puerta. En todas las mentes perduraba aún el recuerdo del día anterior cuando, en un estallido de ira, Shimon se había escapado. La noche entera las patrullas de voluntarios recorrieron las colinas, para regresar con las manos vacías.

No era la primera vez que Shimon huía a las colinas de la región de Yehudá que circuncidaban la recientemente fundada colonia “Kfar Etzion” (cerca de Yerushalaim). Desde la semana anterior, cuando Shimon llegó junto a un grupo de inmigrantes desde un Campo de Transición, el niño había mostrado ser una criatura extraña y difícil de tratar. Se paraba cada amanecer en la puerta del Bet Haknéset hasta que transcurría la Tefilá de Shajrit.

Luego, cual fiera perseguida, corría hacia las colinas protectoras, desapareciendo por horas enteras. Nadie sabía adónde iba ni por qué se escapaba, pues el muchachito era impenetrable en su silencio. Con nadie quería hablar. En cuanto se le acercaba alguien, gemía y chillaba, pataleando. Escondía siempre un paquete que apretaba contra su pecho, del que se resistía a separarse.

– Tenemos que ser pacientes con Shimon – había comentado la enfermera que acompañaba al grupo. Desacostumbrado a la gentileza, sospecha de nuestras intenciones. El paquete es algo que probablemente desea conservar a toda costa; lo cobijó y acunó en sus brazos durante todo el viaje desde Europa. No le hagamos sentir nuestro interés por quitárselo y saber de qué se trata. Cuando se convenza de que somos sus amigos, su conducta mejorará. Debemos mostrarnos amables y complacientes.

Los niños de Kfar Etzion, comprendiendo la situación, lo invitaban a jugar con ellos en el parque; le ofrecían golosinas y frutas, y cuando el niño gritaba y pataleaba, se mantenían a la distancia. Jamás le hicieron saber que tenían mucha curiosidad por el precioso bulto.

Pero Toby, el perro de Habib, no pudo ser convencido de mantenerse lejos. Deseoso de entablar amistad con el solitario niño, probó todas sus tretas. Corrió en círculo alrededor de él, se paró en sus patas… Sin embargo el chico reaccionó encogiéndose en un rincón y hundiendo la cabeza en los pliegues de su paquete, hasta que Toby, descorazonado, se alejó tristemente.

Al día siguiente el perro volvió a la carga: brincó en torno a Shimon, sin que éste diera muestras de afecto, y en un momento mordisqueó el extremo de los andrajos que envolvían el misterioso paquete. Ahí fue cuando Shimon estalló de furia, y luego de pegarle una patada al perro, se escapó. Los demás niños trataron de alcanzar a Shimon, pero ya se había ido.

Habib tomó desesperado al perro en sus brazos y empezó a gritar: “¡Un médico! ¡Un médico! ¡Hay que salvar a Toby!”. Por supuesto que en esa aldea pequeña no había ningún veterinario. Lo llevaron con Rabí Aharón, que era el de más edad de todos, a ver qué podía hacer. Tomó el perro y lo acostó en una mesa, revisando uno por uno sus miembros.

– Sé cómo se sienten – les decía a los niños que lo miraban -. La crueldad hacia los animales es tan imperdonable como la que se manifiesta hacia los seres humanos. Shimon cometió un acto muy grave al pegarle a Toby, pero debemos entender que sufrió mucho, y eso hizo que se torne arisco e insociable. Mientras ustedes jugaban en sus casas, él vivió en los campos de exterminio, observando cómo muchos de sus seres queridos iban desapareciendo.

¿Qué podemos esperar de alguien que vivió tanta injusticia y salvajismo en carne propia? Los niños son de naturaleza amables y alegres. Pero lo que le ocurrió a Shimon es terrible, y está devolviendo a los demás las torturas que a él le infligieron. Necesita de nuestra ayuda, mucho más urgentemente que Toby. En uno o dos días, el perro curará de su lastimadura; por suerte no ha tenido una herida seria. Pero… ¿Cómo curaremos a Shimon?

Ése es nuestro reto: ¿Cómo lograr que confíe en nosotros? Llevará tiempo… – El Rab hizo una pausa y continuó: – Ayer pensé que lo había ganado. Se me acercó, tomándome de la mano. Sus ojos parecieron más suaves y tuve la impresión de que deseaba algo. Supongo que el bulto que lleva está relacionado con las sombras de su pasado. Empezará una nueva vida cuando logre desprenderse de esas sombras. No permitan que el incidente de hoy lo hagan volverse contra de ustedes. Búsquenlo y perdónenlo. Quizás sea este acto de perdón lo que este niño necesite…

Salieron todos a buscar a Shimon por las colinas, pero no lo encontraron. Cuando cayó la noche, la preocupación se acrecentó. Fueron por los bosques, recorrieron todos los lugares posibles, pero regresaron desalentados a sus casas.

A la mañana siguiente, en medio de la Tefilá de Shajrit, apareció la silueta de Shimon en la puerta del Bet Haknéset. Nadie hizo nada, temiendo que volviera a escapar, y siguieron con los rezos tratando de disimular que se habían percatado de su presencia. Era jueves, y llegó el momento de sacar el Séfer Torá. Rabí Aharón fue al Hejal y lo abrió. Sacó de allí el Séfer Torá y se dispuso a ir a la Tebá para proceder a leerlo. Él y todos los presentes pronunciaban en voz alta los Pesukim que se dicen en estos casos. Mientras se encontraba de espaldas al público se dio cuenta que se produjo un silencio, y notó que algo fuera de lo común estaba sucediendo. Se dio vuelta y vio a Shimon, en la puerta del Bet Haknéset , pero ya del lado de adentro. Tenía los ojos vidriosos; el rostro enjuto cubierto de rubor, mirando fijamente el Hejal y el Séfer Torá, y pronunciando extraños sonidos ininteligibles.

Lentamente, como sonámbulo, el chico comenzó a encaminarse hacia el Hejal. Pasó entre todos los consternados asistentes, quienes no hicieron movimiento alguno para detenerlo. Se detuvo, y con la mirada perdida en el Séfer Torá seguía farfullando las palabras que nadie alcanzaba a entender. Todos contuvieron la respiración; no sabían qué estaba sucediendo ni qué iba a suceder.

El Rab se inclinó levemente hacia el niño y le dijo:

– ¿Qué ocurre, hijo mío? ¿Qué es lo que tratas de decir?

– ¡Esto… es todo lo que nos queda! – murmuró el niño en Idish.

Rabí Aharón le habló en el mismo idioma, para hacerse entender:

– ¿Qué es lo único que nos queda, hijo?

Shimon parecía no escucharlo. Como en trance, sentándose en los peldaños del Hejal, tomaba con más fuerza el paquete envuelto en andrajos, como a una criatura. Las lágrimas brotaban a raudales de sus ojos. “¡Esto es todo lo que nos queda! ¡Esto es todo lo que nos queda!”, repetía una y otra vez, sin apartar su vista del Séfer Torá.

– ¡Habla, hijo mío! – el Rab se sentó a su lado y lo tomó del hombro – ¿Qué es todo lo que nos queda? No tengas miedo; somos tus hermanos. Estás en Éretz Israel ahora…

Shimon alzó su cabeza. Miró a su alrededor y dijo:

– ¡Éretz Israel! ¡Éretz Israel! – de pronto, se puso a llorar desconsoladamente – ¡Oh, quisieron llevárselo!

– ¿Quiénes? ¿Qué querían llevarse? – preguntó Rabí Aharón.

– Ellos… Ellos querían llevárselo. Me pegaron; me persiguieron; ellos querían quitármelo, pero yo no los dejé… ¡Es todo lo que nos queda!

– Nadie te lo quitará, hijo, aquí estás a salvo.

Shimon miró al Rab con sus ojos tristes, y le dio el paquete que aprisionó todo el tiempo.

Rabí Aharón lo tomó y comenzó a desenvolverlo. Una tras otra, las desteñidas capas de muselina fueron cayendo al suelo. Finalmente, quitada la última cubierta, puso al descubierto lo que hizo que el rostro del Rab adquiera una palidez de cera.

– ¡Una Torá! ¡Un Séfer Torá! – exclamó.

Para ese instante, todo el público se agolpó alrededor. “¿De dónde lo sacó?”. “¿Cómo lo trajo hasta aquí?”, preguntaban.

Rabí Aharón se dirigió al niño nuevamente.

– Dime, hijo: ¿Cómo conseguiste esto?

Mi padre me lo dio. Me dijo que lo trajera a Éretz Israel. Me advirtió: “Esto es todo lo que nos queda”. La consigna era: El último deberá llevar esto a Éretz Israel.

– ¿Dónde está tu padre?

– Se fue… Se fueron todos. Se fueron para no regresar. Logramos salvarnos sólo mi padre y yo. Corrimos, corrimos mucho. Luego, mi padre cayó. Me tomó del brazo, me besó y me dijo: “Hijo. Tú eres el último. Corre; escapa a la vida. No te olvides de llevar esto a Éretz Israel. ¡Es todo lo que nos queda…!”.

– Pero… ¿cómo escapaste? ¿Cómo llegaste al barco que te trajo?

– Corrí. Corrí día y noche, todos los días. Los bosques estaban oscuros. A veces me perseguían hombres que querían quitármelo, pero yo no lo permití.

Mi padre me había dicho que esto es todo lo que nos queda…

Rabí Aharón no se molestó en secarse las lágrimas que corrían a raudales sobre su rostro. Todos los que observaban estaban igual.

– Tu padre tenía razón, querido – dijo, tan pronto como recobró la voz –. Esto es todo lo que nos queda: La Torá.

Rabí Aharón se levantó y le dijo a todos los presentes:

Este niño nos ha traído una herencia de los seis millones de hermanos que perecieron en Europa. La colocaremos en el Hejal y esta Torá traída por Shimon será nuestro compromiso para nuestros hermanos. ¡En Kfar Etzion defenderemos nuestra tierra y nuestra Torá con nuestra vida y nuestra sangre!

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