Enlace Judío México- UN DIA ESPECIAL
Corrían los tiempos aquellos de mi tía Saly.
Los escaparates en Tel Aviv estaban llenos de zapatos de charol y tacones altos. Las mujeres usaban fajas que se llamaban corsés, con las cuales apenas si podían respirar, pero qué importaba, y llevaban el pelo al aire con sombreros con flores disecadas. Mi tía me lo contaba y yo todo lo recordaría años más tarde, en blanco y negro. A veces con un tinte de sepia. Nunca en múltiples colores.
SHULAMIT BEIGEL EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO
El viaje en autobús costaba un grush o agorá, que era un tercio de un centavo de dólar. Nada. Época de “Tzena“; de ajustarse el cinturón en todo.
La Segunda Guerra Mundial había terminado, y las mujeres estaban hartas de los uniformes (alemanes primero, ingleses después), que fueron vistos en todas las ocasiones. Era imposible ir a ninguna parte sin ser conscientes de la guerra, aunque ésta había terminado, porque los hombres uniformados, ingleses primero e israelíes después, eran un hecho cotidiano.
Las escenas de guerra en general habían sido de monotonía y uniformidad, con una atmósfera austera, y la gente confeccionaba su propia ropa y la reparaba ella misma. Algunas mujeres y sus familias eran demasiado pobres para comprar ropa nueva. Uno de los mayores poderes del uniforme había sido la pertenencia a un grupo, al colectivo. La despersonalización como una condición sine qua non.
Hombres y mujeres querían dejar atrás la austeridad de la guerra. Vestirse de otra manera para darle color a sus destrozadas vidas. Color a más no poder.
Marilyn Monroe con sus labios pintados, Eva Gardner queriendo escapar desde la fama a su pasado de familia pobre de tabaco y algodones; y Grace Kelly con su destino de princesa, se encargaron de que las mujeres de Israel y de todo el mundo anhelaran usar tacones altos, incómodos y mortales pero fascinantes, para las mujeres que comenzaban a vivir de nuevo y que querían alcanzar el cielo.
En aquel entonces no existían más que tres ascensores en Tel Aviv. El primero fue instalado en la calle Hertzel 16, en lo que se llamaba el “pasag”, el pasaje, pero que era muy lento, y en realidad no servía de mucho, pues el edificio tenía solo tres pisos, y la gente que habitaba allí tenía miedo de usarlo y quedarse encerrados en aquella jaula de la modernidad.
Una de las primeras personas que lo usó fue Jesquel Ish Kassit, el hombre que en 1935 creó Café Kassit, primero en Ben Yehuda 59 y luego se pasó a Dizengof 117 , el mitológico lugar de encuentro de escritores, artistas y “gente bohemia”. Ahí pasaron poetas como Natán Alterman, Abraham Shlonski, Leah Goldberg, Alexander Penn, el cómico y luego rabino Uri Zohar, y el cantante Arik Einstein entre muchos, muchísimos otros intelectuales de Israel.
En aquella época había muy pocos teléfonos de servicio urbano, que eran los del gobierno, el cuartel de policías y los bomberos respectivamente. La vida por lo tanto no era tan fácil, pues cuando se declaraba algún robo (muy pocas veces), había que ir a molestar a los bomberos o a algún vecino rico que permitiera llamar al cuartel de policía desde su teléfono.
Cosas así y aún más pintorescas ocurrían en los tiempos de mi tía Saly. Lo sé porque me lo contó mi mamá, su hermana.
Como no había televisión, ni píldora anticonceptiva, y se trabajaba muy duro (mi mamá me contaba que lo que más detestaba de aquella época era tener que hervir todos los días los pañales y lavarlos), la gente se acostaba muy temprano, sobre todo los religiosos, que eran, son, muchos, reproducidos geométricamente, con el resultado de que había familias con 12, 13, 14, 15, etc. hijos e hijas que eran muuuuuyyy respetuosos de sus padres. No como hoy. Cuando los muchachos crecían se dejaban la barba, habían tenido los peies, (especie de patillas muy largas), como los de ahora en realidad, pero no llegaban a su casa oliendo a cerveza, y si se portaban mal o no estudiaban, el jefe de familia les bajaba los pantalones y les daban con el cinturón dejándoles el trasero muy rojo. Las chicas no tenían esos problemas pues se casaban después de los doce, o trece años, y comenzaban a usar peluca y tener sus propios hijos. Una vida de sacrificio en pos de los dogmas que inspiraba la religión.
Los misiles estaban aún muy poco perfeccionados. Y casi ni caían.
La libra israelí era el circulante de uso común desde 1948 (hasta 1980), y se podían comprar muchas cosas muy baratas, como siempre recuerdan los que en aquella época tenían veintitantos años.
Muchos chistes de los que ahora se usan en la televisión, estaban entonces recién inventados, y hacían reír tanto al público israelí sin necesidad de cintas magnetofónicas con risas grabadas, como las que existen hoy en día, setenta años después, que sirven como campanas recordatorias y señales para que nosotros, los televidentes, sepamos cuándo reír. Sabíamos reír a carcajadas sin que nos dijeran cuándo hacerlo. La naturalidad al poder.
Los alquileres de apartamentos eran muy baratos: un departamento en Tel Aviv, tres recámaras, un baño, una sala y un comedor, más un refugio, costaba pocas libras al mes, un poco más si el balcón estaba paralelo al mar, pues los aires marinos eran importantes, por el quehacer del sol y el jamsín, palabra árabe que se refiere al viento, ese polvoriento y seco, que nos llega del norte de África. 70 años después, un apartamento semejante llega a la friolera de 3 o 4 mil dólares por mes. Fruto del fin de la inocencia, la venida a menos del Estado de Bienestar y el nuevo reinado del neoliberalismo personificado en todos los últimos gobiernos. Otro planeta. Otra dimensión la de entonces, comparada con la de ahora.
Las familias con dinero no eran muchas como hoy y hacían un viaje a “Amérika” una sola vez en la vida. Las familias pobres, que eran la mayoría, se conformaban con ir una vez al año a Metula en el norte del país, y mirar al País de los Cedros como si fuera una postal diseñada por Dalí.
En aquella época no había bancos con “A cada hora y para cualquier propósito”, “el único”, “el primero”, “el banco que te quiere” etc. etc. etc., por lo cual la gente guardaba sus pocas libras debajo de los colchones o de las baldosas.
Eran los tiempos de mi tía Saly, en los cuales no había que poner rejas alrededor de todas las ventanas, ni alarmas, por no hablar del humillante espectáculo que ofrecen aquellos a quienes la necesidad los obliga a ir a solicitar un préstamo, y que son echados fuera cuando no pueden comprobar que tienen en bienes diez veces más que la cantidad que solicitan.
No habían violadores, (y menos si eran del gobierno), ni embotellamientos de tráfico, ni terrorismo, ni sida, aunque sí había guerras, siempre han habido guerras por aquí.
Tampoco se conocía la palabra inflación.
No se empleaban el prozac, ni los calmantes de todo tipo, ni las pastillas para adelgazar, ni las estatinas para el colesterol, ni las pastillas para la diabetes, ni se sabía que el sol podía causar cáncer o que el falafel te infectaría el intestino. Para calmar los nervios se tomaban tacitas de té o se iba a pasar una temporada a las montañas de Safed con los cabalistas.
Los médicos cobraban muy poquito por consulta si eran privados, y no te pedían ni radiografías ni resonancias, ni análisis de sangre para determinar lo que tenías.
En fin, que la vida era de lo mejor en tiempos de mi tía Saly.
Por lo menos así lo recordaba ella. Y yo también, en sepia.
El 14 de mayo de 1948, se declaró unilateralmente la constitución del Estado de Israel. Una gran dicha para los judíos del mundo entero.
Para los palestinos, al día siguiente, 15 de mayo, comenzó la Nakba, la catástrofe. Para unos la vida, para otros la muerte. El ciclo de la humanidad latente en dos pueblos hermanados en la dicha y en la desgracia. Todo dependiendo del lado que quiera mirarse.
SETENTA AÑOS NO SON NADA
Setenta años han pasado y las confusiones y enredos de la política israelí tocan aún los tambores al ritmo de guerra. De hecho, a veces pareciera que los medios no hacen más que informarnos que la tragicomedia política de Oriente Medio sigue en cartelera: incongruencias cotidianas, la insensatez de la violencia que se combina con fervores, vehemencias y adulaciones de la muerte. Setenta años después, seguimos esforzándonos algunos para enfrentarnos a la realidad cotidiana. Setenta años después, y a pesar del avance tecnológico, material, científico, la violencia no ha perdido su vigencia como espejo revelador de todos los sinsentidos que han caracterizado a estos años. No somos mejores ni peores que otros pueblos. Elegidos….dejémoslo allí.
Ha llegado el momento para vernos a nosotros mismos como verdaderamente somos, para recordarnos una vez más que tenemos el valor de nuestra memoria para cambiar y ser mejores. Quizá esta sea la moraleja. Ser mejores para vivir en un mundo mejor, en un pie de igualdad con todos los pueblos de la tierra.
Las opiniones, creencias y puntos de vista expresados por el autor o la autora en los artículos de opinión, y los comentarios en los mismos, no reflejan necesariamente la postura o línea editorial de Enlace Judío.
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