Enlace Judío México.- Dedico este artículo a todos los jóvenes soñadores que no se conforman con lo conocido y a los padres que no temen dejar volar a sus hijos lejos del nido.
ROBERTO SPINDEL*
Nunca imaginé que, lo que comenzó como una aventura de adolescente, se convertiría en más de treinta intensos años de retos, logros y conflictos internos.
Mi primer encuentro con Israel fue a los 17 años y, corriendo el riesgo de ser tachado de cursi, puedo decir que fue “amor a primera vista”. Llegué junto con un grupo de compañeros de clase para trabajar como voluntario en un Kibutz. En ese entonces, se acostumbraba tomar un año de descanso de los estudios después de terminar la preparatoria y me pareció de lo más natural hacer lo que todos.
Para un joven como yo, que nació y creció cobijado dentro de la comunidad judía de la ciudad de México, ese viaje fue como salir de una gran burbuja. Hasta entonces, nunca me había alejado tanto, ni por tanto tiempo, de mi familia y de mi país. Mi mundo era muy seguro y limitado.
Siendo el menor de cuatro hermanos, con una gran diferencia de edades entre cada uno, se puede decir que yo formaba parte de otra generación. Sobreprotegido por mis padres, estos no pudieron ocultar su incredulidad cuando les comuniqué mis intenciones. ¿Viajar?, ¿solo?, ¿a Israel?, ¿a trabajar?, ¿en el campo? Estoy seguro que mis padres pensaban que no iba a aguantar más de un mes fuera de casa.
Recuerdo vívidamente esa primera sensación de libertad, cómo nos asombramos de los cielos clarísimos y cómo pasábamos noches enteras viendo las estrellas. También recuerdo sentirme seguro y protegido en todas partes. Pero sobre todo, tengo en la memoria que a pesar de la distancia, nunca me sentí lejos de casa.
El año en el Kibutz pasó volando. Volví a México a retomar la rutina sabiendo, en el fondo, que algún día volvería a Israel, pero no esperaba que fuera tan pronto. Un año más tarde, comenzaba a estudiar en la Universidad Hebrea de Jerusalén, de donde me gradué tres años después.
No hace falta describir cómo es la vida de estudiante lejos de casa, pero me parece que en Israel tiene un sabor especial. A diferencia de otros países, los estudiantes Israelíes son mayores que cualquier estudiante promedio, debido a que comienzan los estudios después de cumplir con el servicio militar. Se puede decir que son más maduros y que tienen una perspectiva de vida muy diferente de la de un joven que creció sin ninguna preocupación. Por la diferencia de edades y la brecha cultural, no resultó fácil socializar con ellos. Afortunadamente, éramos muchos los extranjeros que estábamos en una situación similar, y muy pronto nos convertimos en familia.
Tanto en el Kibutz como en la universidad, me sorprendió mucho la apertura de la gente y su sinceridad, sin hablar de su sencillez. Siempre con ese afán de ayudar incondicionalmente y con una curiosidad insaciable. A pesar de estar “solo” en un país extraño, fueron contadas las veces que no tuve que rechazar alguna de las numerosas invitaciones a la cena de shabbat.
Recuerdo cómo, al principio, me resultaba difícil llamar a los profesores y a la gente mayor por su nombre y fue, solamente muchos años después, que entendí que esta falta de barreras formales es la base de la sociedad israelí. Israel es, ante todo, un país igualitario y el tuteo no es una falta de respeto sino una invitación al diálogo. Todo el mundo tiene derecho a expresar su opinión y todos los ciudadanos son iguales ante la ley. Israel se jacta de ser el único país democrático del Medio Oriente y los israelíes cuidan celosamente que esta situación no cambie. Para mí, todo esto resultaba ser desconocido. A fines de los 70’s, México aún estaba muy lejos de entrar en un proceso democrático real y, no fue hasta muchos años después, que pude ejercer mi derecho de voto por primera vez.
Además de su calidad humana, me impresionó inmediatamente la audacia y la falta de miedo de los israelíes, sin importar su edad. Y no me refiero solamente al campo de batalla. Sin duda alguna, una de las cualidades más importantes de los israelíes, es que son seguros de sí mismos y no temen fracasar, eso los impulsa a ser más arriesgados en los negocios, en los estudios, en la política y en sus vidas personales. A diferencia de todos los países latinoamericanos, en Israel cometer errores no significa fracasar y el fracaso no es penalizado. Una cualidad, ciertamente, envidiable.
A pesar de que quedé “flechado” por el país y por su gente, me tomó otros cuatro años de ires y venires por el mundo, hasta que finalmente decidí, junto con mi esposa, mexicana también, tratar de echar raíces en Israel. Nos despedimos de la familia, de los amigos y de los lugares conocidos y, con un nudo en la garganta, emprendimos una nueva jornada con la esperanza de encontrar nuestro rinconcito.
Mentiría si dijera que fue fácil adaptarse a la vida en Israel. Si bien nada nos era ajeno y podríamos decir que tuvimos un suave aterrizaje, la vida de pareja joven resultó ser muy diferente de la vida estudiantil. En México estábamos acostumbrados a la comodidad y contábamos con el apoyo de nuestros padres para resolver todos los problemas. En Israel nos vimos en la necesidad de encarar varios frentes a la vez.
Encontrar casa, buscar trabajo, lidiar con la burocracia, resultaron ser tareas arduas, especialmente para quien lo hace por primera vez. Y además, todo esto en hebreo.
Tanto a mí como a mi esposa nos era obvio que viviríamos en Jerusalén, ciudad que llegamos a adorar en nuestros años universitarios. Los que conocen Israel y particularmente Jerusalén, saben que las condiciones de las viviendas son muy diferentes de lo que conocíamos en México. Nos tomó poco tiempo entender que no podríamos ser demasiado exigentes en cuanto al tamaño y calidad de nuestro departamento y no nos importó demasiado.
Encontrar trabajo resulto ser más complicado. Tampoco en eso tenía mucha experiencia y, mi red de contactos, resultó ser limitada. En muchas ocasiones, esta búsqueda resultó ser frustrante y, las presiones económicas y familiares nunca contribuyeron a aminorar esa sensación.
Uno podría pensar que el idioma es la principal barrera que impide adaptarse a la vida en Israel, pero para mí, lo ha sido solo de manera parcial. La comunicación interpersonal en Israel es muy fácil, ya que como mencioné anteriormente, todo el mundo trata de ayudarte y de entenderte. En el ámbito profesional, resulta un poco más complicado y es prácticamente imposible alcanzar niveles similares a los de los nativos. Se dice que Israel, es el único país en que se acostumbra que la lengua materna se la enseñan los hijos a los padres. Y en efecto, aun después de tantos años, cada vez que tengo una duda de ortografía o redacción, consultó con uno de mis hijos. Ellos ya nacieron aquí.
El mayor desafío de vivir en Israel para mí, es y ha sido sin duda, incorporarme por completo a la sociedad sin renunciar a mis raíces. Todo judío mexicano conoce de manera íntima la ambivalencia o doble identidad intrínseca de ser judío y ser mexicano a la vez. ¿Qué eres más? Es una pregunta que nos acompaña prácticamente desde la infancia y, en ocasiones, puede ser angustiante tratar de buscarle respuesta.
Me parece atinado ilustrar este dilema con una breve anécdota. En noviembre del 2013, tuve la fortuna de formar parte de la misión comercial que acompañó al presidente de Israel, Shimon Peres, en su visita histórica a México, en calidad de presidente de la Cámara de Comercio Israel-México. Curiosamente, la pregunta: “¿Qué eres más, mexicano o israelí?”, me la hacían mis compañeros israelíes de la misión, que no entendían cómo era que hablo tan bien el idioma y conozco las costumbres locales.
En uno de los eventos, el presidente de la comunidad judía de México, en su discurso, hizo alusión a este tema como si se hubiera dado cuenta del dilema en el que me encontraba. “Preguntar qué eres, mexicano o judío es como preguntar a quién quieres más: a tu papá o a tu mamá”, dijo. Y a manera de respuesta, agregó, “Mi papá me dio sustento y me enseñó todo lo que sé, pero a mi mamá la llevo en el corazón.”
Al finalizar el discurso, me invadió una sensación de alivio ya que, finalmente, me quedó claro que es posible ser un buen mexicano sin dejar de ser judío o, en mi caso, israelí y viceversa.
Durante los primeros años de vivir en Israel, estaba convencido de que la clave para adaptarse y tener éxito es tratar de parecerse lo más posible a los “sabras” y hacer lo imposible por lograrlo. (A los nacidos en Israel se les llama “sabra”, cuyo significado en español es tuna, porque son espinosos por fuera y dulces por dentro). “En Roma como los romanos”. Procuré empaparme de la historia y de las costumbres locales, elegí trabajar en el sector público para poder conocer otras partes de la sociedad y traté (con poco éxito) de ocultar mi acento delator.
Muy pronto me empecé a dar cuenta que, paradójicamente, mientras aumentaba mi esfuerzo por ser un israelí, más me salía lo mexicano. En México era israelí y en Israel, mexicano.
Sin sentirlo, fui adoptando muchas de las características de los “sabras”. Estos cambios resultaban evidentes cada vez que visitaba a mi familia, en cada encuentro resulté ser el más gritón, el peor vestido y el sabelotodo. “¡Ya deja de hablar como israelí!” o “comes como israelí”, era el insulto preferido de mis hermanos.
En muchos aspectos, el carácter del israelí y el del mexicano son bastante opuestos. El mexicano es más respetuoso, más formal y mucho más relajado; para el israelí, la apariencia externa carece de importancia, odia perder el tiempo y no entiende el concepto de sobremesa. El israelí es ambicioso, agresivo y transparente, al mexicano le gusta disfrutar del momento y le es más importante un buen amigo que un buen negocio.
No se debe ni se puede juzgar qué carácter es mejor o peor, ni se puede decir que ser relajado es una cualidad positiva y que ser agresivo resulta ser, necesariamente, negativo. Cada uno es producto de sus raíces culturales, de su historia y de las circunstancias por las cuales ha pasado.
Estas diferencias culturales me hicieron sentir mucho tiempo como una especie de “Dr. Jeckyll and Mr. Hyde”, queriendo ser dos personas diferentes dependiendo de la situación, pero ahora entiendo que, soy culturalmente, soy un “híbrido”, con la esperanza de haber adoptado solo lo bueno de cada cultura.
Gracias a Israel soy más asertivo y seguro de mí mismo en todos los aspectos. La vida en este país me ha enseñado a distinguir entre lo trascendental y lo secundario, me ha enseñado a juzgar a la gente por lo que es y no por cómo se viste o por el carro que conduce. En Israel he aprendido a no aceptar un “no” como respuesta y a descartar de mi vocabulario el “no se puede”.
Definitivamente, mis raíces mexicanas son mi posesión más valiosa. Los buenos modales, la amabilidad y el agudo sentido del humor, siempre me han abierto puertas a donde quiera que voy.
Tanto mi esposa como yo supimos transmitir, intuitivamente, estas raíces a nuestros hijos, quienes al igual que nosotros, se consideran hoy día como biculturales. Mis tres hijos nacieron en Israel, lo que los convierte automáticamente en “sabras”. Los tres aprendieron el hebreo y el español simultáneamente. El hebreo lo hablaban como niños y el español como adultos, ya que lo aprendieron directamente de nosotros. Nos resultaba muy cómico cuando, sin entender muy bien el significado de las palabras, se les salía un “chilanguismo” o cuando se peleaban entre ellos a “mentadas de madre”.
Hoy en día, puedo afirmar con certeza que es posible ser mexicano e israelí a la vez y ondear, orgullosamente, ambas banderas. Mis hijos son la mejor prueba de ello.
“Sin querer, queriendo”, como decía el buen “Chapulín”, se juntaron los años y ya son más los que he vivido en Israel que fuera. A lo largo de todo este tiempo, nunca perdí el contacto con México, sino todo lo contrario. Mi estrecha relación con México hoy día, va mucho más allá de los lazos familiares y de las amistades.
Mi formación profesional y las casualidades de la vida, me llevaron a especializarme en el desarrollo y promoción de pequeñas y medianas empresas, PYME. Fui afortunado de participar en el Programa Nacional de Promoción Empresarial, el cual dirigí más tarde.
Bien dice el dicho, que “nadie es profeta en su propia tierra”. Mis conocimientos profesionales, mi puesto y el hecho de vivir en Israel, resultaron ser razones suficientes para ser contratado por una ONG mexicana, para transferir y adaptar la experiencia Israelí a México.
Ese primer proyecto me sirvió de señal para emprender un nuevo camino profesional, explotando las ventajas relativas de ser Israelí y mexicano o mexicano en Israel.
Actualmente, dirijo una consultora especializada en el desarrollo de negocios entre empresas israelíes y empresas de países de América Latina, México especialmente. Nos dedicamos a apoyar a empresas interesadas en incursionar en los mercados latinoamericanos, proveyéndoles todas las herramientas necesarias para tener éxito. Paralelamente, damos servicios a empresas de países de habla hispana interesadas en el mercado de Israel y el Medio Oriente y en conocer y adquirir tecnologías de Israel.
Además, asesoramos a instituciones públicas y gobiernos locales, en temas de desarrollo económico y de promoción empresarial.
En el ámbito público, soy presidente de la Cámara de Comercio Israel América Latina, cargo que desempeño voluntariamente después de haber ocupado el puesto de presidente del capítulo México de la misma Cámara. Dentro de este marco, he organizado y participado en numerosos eventos de promoción empresarial, he encabezado misiones comerciales y he acompañado a un sinnúmero de funcionarios de todo nivel, incluyendo a dos presidentes de Israel, en sus visitas a México.
Tanto mi negocio como mi actividad pública requieren de un contacto constante e intensivo con las contrapartes mexicanas. Afortunadamente, los avances tecnológicos han hecho que las distancias se acorten y que esta tarea sea más fácil que en el pasado.
Los frutos de este trabajo son cada vez más evidentes. Desde luego que estos logros no se pueden atribuir solamente a una persona o una institución. Se trata de una ardua labor que comenzó prácticamente con la firma del Tratado de Libre Comercio en el 2001 y que logró su mayor récord en el 2017, con la adquisición multibillonaria de una empresa Israelí por parte de un grupo Mexicano. Todo parece indicar que esta tendencia seguirá su incremento y que las inversiones bilaterales se duplicarán.
Opino que gente como yo debe servir como eslabón o como puente de acercamiento en todas las áreas. Quién mejor que nosotros puede servir como embajador de buena fe o traductor cultural de nuestros pueblos. Me siento orgulloso de poder contribuir con mi granito de arena para estrechar las relaciones comerciales entre ambos países y multiplicar los casos de éxito.
No sé cómo definir lo que es ser un buen mexicano. Para mí, un buen mexicano no es aquel que se envuelve en la bandera o le echa porras a la selección nacional de fútbol, ni aquel que se ofende cuando critican a su país. Para mí, un buen mexicano significa, antes que nada, ser una buena persona y un buen ciudadano. Respetar su cultura y sus leyes y ser solidario con su sociedad. Es saber reconocer sus debilidades y no tomar muy en serio sus defectos.
En retrospectiva, pienso que vivir en Israel me ha hecho ser mejor mexicano. La posibilidad de seguir los acontecimientos cotidianos y observar a la sociedad desde lejos, le dan a uno una perspectiva diferente a lo que es México y los mexicanos. Los pequeños detalles, los gustos, los olores y los colores, se ven mucho más fuertes y más vivos desde la distancia.
Los dulces enchilados, el tianguis, el Día de Muertos y el marimbero, dejan de ser recuerdos de infancia para convertirse en herencia cultural. ¿Cómo explicarle a un Israelí por qué nos gusta echarle limón a todo o por qué la gente se pelea por pagar la cuenta del restaurante? Vivir fuera me ha hecho valorar, de manera más consciente, la riqueza de México y de su gente.
Nadie más ingenioso que un mexicano para componer cosas y encontrarle mil usos a una lata de cerveza. Basta con caminar por alguna de las plazas de la ciudad de México para darse cuenta de que la inventiva del mexicano no tiene fin ni fronteras. Basta con leer los rótulos en las calles para reír días enteros.
Pero aun con tantas cualidades, el mexicano es tímido, se preocupa por el… “¿qué dirán?” y por el pánico a fracasar. Si pudiera regalarle a los mexicanos algo que he adquirido en Israel, sería justo eso. Toneladas de autoestima, ambición sin fin y desconocimiento de lo imposible.
A manera de epílogo, quiero volver a otro momento, clave para mí, que ocurrió en la misión comercial que mencioné anteriormente. Una mañana, nos llevaron a Los Pinos, a uno de los numerosos eventos programados. Siendo Shimon Peres un dignatario altamente reconocido, el gobierno mexicano le dio una recepción como solo los mexicanos saben hacer. Parados en el patio principal, rodeados de banderas de ambos países, de pronto hizo su entrada el presidente de Israel en un carruaje jalado por caballos y escoltado por los cadetes del Heroico Colegio Militar.
Ninguno de los empresarios participantes en la misión, a excepción mía, tenía idea de la magnitud de este gesto. Canté el himno de México a toda garganta, sintiendo escalofríos en todo el cuerpo y, cuando la banda del Estado Mayor tocó “Hatikva”, el himno de Israel, no pude contener más las lágrimas.
Cómo me hubiera gustado, que mis padres me oyeran gritar: ¡Que Viva México!… ¡Que Viva Israel!
*Roberto Spindel es el director de Spin Marketing and Investments Ltd y presidente de la Cámara de Comercio Israel América Latina.
Reproducción autorizada con la mención siguiente: ©EnlaceJudíoMéxico
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