¿Era Colón judío?

Enlace Judío México.- La mayoría de los autores del pasado que estudiaron y narraron la biografía de Colón lo presentan como un católico ferviente y creen a pie juntillas que su propósito era entrar al Asia por la puerta trasera, luego de atravesar el Mar Tenebroso, para obtener riquezas y así armar un ejército para liberar a Jerusalén de la ocupación musulmana. Tal era, también, lo que más de una vez dijo y escribió el Almirante de la Mar Océana.

DANIEL VIDART

Más cercanos a nuestros días otros investigadores comenzaron a trasegar datos, a su criterio muy convincentes, que “probaban” su calidad de marrano, o sea judío exteriormente converso pero practicante secreto de la religión de Israel y que, cómo tal se le debía considerar.

Nos ha salido al paso, y es preciso afrontar su desafío, un tema muy atractivo, en el que vamos a zambullirnos desde un trampolín de datos hoy correctamente traídos a colación que fueron ignorados o ignorados deliberadamente por la generalidad de los investigadores. Estos atribuyen al viaje de Colón el propósito de llegar por una vía más corta a la región asiática de la que provenían las especies, tan necesarias en el invierno europeo, como a continuación se verá.

La carrera ibérica hacia las islas de la Especiería.

Contrariamente a lo que sostienen muchos historiadores de la hispanidad – voz proveniente de Hispania, topónimo que utilizaron los romanos para designar a la Península Ibérica- la Europa del siglo XV no estaba madura para el ejercicio imperial. Por ese entonces eran los árabes, los berberiscos y los turcos los portaestandartes imperiales, acaudillados por las banderas del Profeta. Los jenízaros golpeaban por el este, luego de someter la cristiana Bizancio y los musulmanes, dueños de un imperio que se extendía hasta la India y arañaba las fronteras chinas, se defendían al sur de España, en al- Andalus, de los ejércitos cristianos que muy pronto, tras la caída de Granada y el llanto del vencido Boabdil, recuperarían el dominio de su territorio luego de ocho siglos (711-1492) de ocupación afroasiática.

Esa Europa que recién cobraba conciencia de sí misma tampoco exhibía una vocación marítima generalizada salvo los audaces y belicosos navegantes vikingos y los pescadores vascos y gallegos de bacalao que llegaron a Terranova y al río San Lorenzo sin imaginar la presencia de un Nuevo Mundo. En consecuencia, no podía compararse con las antiguas talasocracias cretenses, fenicias y griegas. Era una hija de la tierra. Su ritmo cotidiano y su ciclo anual estaban regidos por las labores agrarias de los siervos de la gleba sobre los cuales imperaban minúsculos puñados de señores. Ellos, armados y ferrados, eran los dueños de los feudos, los fundos, las armas, los caballos y los ocios.

¿Por qué entonces Portugal primero y luego España deciden navegar los océanos que abrazaban a la Ecúmene, surcados por temibles faunas mitológicas y sacudidos por furiosas tempestades? La causa determinante fue de carácter a la vez alimenticio, económico y social.

El sector humano privilegiado de una Europa labradora y casi vegetariana en sus estamentos populares necesitaba proteínas animales, exigía la presencia de la carne en una dieta de la cual los barones feudales consumían la parte del león. El ganado semoviente, motor de un capítulo importante de la historia, fue el protagonista de un paradójico capítulo del proceso económico. En efecto, el duro invierno europeo provocaba la desaparición estacional del forraje y como en esas condiciones era imposible mantener a los vacunos y porcinos que no cabían en los pequeños y poco surtidos establos medievales – que obraban como la calefacción zoológica de los friolentos campesinos – había que sacrificar los excedentes para atender los desbordantes platos de los banquetes señoriales y la alimentación cotidiana de gentes comilonas y mofletudas pertenecientes a los estratos superiores de la Iglesia. Entonces, para conservar la carne sin que se corrompiera durante los largos meses invernales se necesitaba sal y especies: el jengibre de China y Malabar, la pimienta de la India, la nuez moscada y la macis de las Célebes, la canela de Ceilán, el clavo de olor de las Molucas.

Comprar sal no era oneroso pero las especies, tan lejanas, tenían precios astronómicos, solamente accesibles a los bolsillos de la nobleza y el alto clero. El comercio de las especies estaba en manos de los viajeros comerciantes islámicos y su difusión en Europa había sido acaparada por los venecianos, los genoveses y los catalanes, cuyas flotas surcaban el mar interior, el Mediterráneo. A propósito de este aspecto conviene aclarar que la navegación conoció en esta zona del planeta, tres etapas sucesivas: la fluvial o potámica, la marina o talásica y la oceánica o intercontinental, según la clasificación del geógrafo alemán Ernst Kapp.

Antes de llegar al Mediterráneo, el gran mar interior europeo alrededor del cual los pueblos se disponían. Según Platon “como las ranas alrededor de un charco”, las especies enriquecían a lo largo de múltiples postas a los revendedores afincados en los mercados intermedios a lo largo de tan dilatadas como onerosas rutas.

La ruta marítima se iniciaba en Insulindia, donde los sampanes y juncos cargaban sus bodegas para desembarcar las especies en los puertos de Malasia y Ceilán. Allí eran adquiridas por revendedores que las mercaban en Calcuta y Goa, emporios de la costa de Malabar, o marchaban, iniciando la ruta terrestre, a Ormuz, en Persia.

Nuevo cambio de manos y encarecimiento de los productos, debidos a que otra corriente parte desde la costa indostánica hacia Aden. Desde ese famoso puerto arábigo del Yemen, las especies son llevadas a Jedda, puerto de la Meca, sobre el mar Rojo. Desde Jedda los camelleros, nuevos adquirentes de las preciadas especies rumbean hacia Alejandría, la ciudad helenística cuyo altísimo faro iluminaba el mar Mediterráneo. Las especie soncomprdas entonces por marinos venecianos que las revenden a precio de oro a los magnates de la cristiandad.

Las rutas iniciadas en Ormuz introducían las especies en en el ex imperio sasánida, que de los persas paso a manos de los árabes. Largas caravanas de camellos bactrianos, los de dos gibas, las conducían hasta Bagdad. En su defecto, las lentas y poco onerosas almadías de pellejos inflados las transportaban aguas arriba del Éufrates y del Tigris. Desde este trampolín enclavado en el corazón de la Mesopotamia las preciosas cargas se encaminaban en dos distintas direcciones. Unas caravanas partían hacia Scutari, en el mar de Mármara o a Trebizonda, en el mar Negro. Otras buscaban las pistas que, a través de Siria, iban a morir a los puertos del Levante, o sea el Próximo Oriente donde, en el atestado puerto de Beirut, los capitanes venecianos y genoveses cargaban las bodegas de sus navíos.

Cansados de chocar contra la “cortina de alfanjes” y del monopolio de venecianos y genoveses, con los cuales mal podían competir los empeñosos navegantes catalanes, los países de Iberia, Portugal y España, deciden cambiar el arado por el gobernalle y adquirir las especies en su lugar de origen para utilizarlas en su provecho y revenderlas a los demás países de Europa necesitados de tan preciosos conservantes.

Los portugueses convertidos en avezados marinos por Enrique el Navegante en la escuela de Sagres, inauguran la epopeya oceánica de Os Lusiadas y Vasco da Gama alcanza las islas de la Especería, salvando el meridional cabo africano de Buena Esperanza y orientándose hacia el este por el mar Índico, en el bienio 1497-1499. España comenzó más tarde su aventura africana aunque, gracias a la hazaña colombina, golpeó el aldabón de la más cercana y presunta puerta trasera del Asia en el 1492. En esa inesperada tierra – si bien antes encontrada y cartografiada Antilia, “la que está antes”- no se halló especias sino un nuevo e inmenso continente, rico en oro y populoso de indígenas a los que se esclavizaron para que se convirtieran en los proveedores del noble y ansiado metal.

Los judíos en España

Para ubicar la posible – ¿o cierta?- filiación judía de Colon, es preciso ofrecer previamente algunas informaciones acerca de la presencia y papeles socioeconómicos y culturales de los judíos que en ella residían desde muy antiguos tiempos.

Ya en La Antigua Alianza (y no Viejo Testamento, una mala traducción) los libros de algunos profetas y el Primero de los Reyes se referían a viajes de los judíos a Tarsis, o sea la enigmática región de Tartessos situada al sur de España, bañada por el río Tartessos, aquel que los romanos llamaban Betis (rio del aceite) y los árabes Guadalquivir (rio grande). Lo que importa destacar, empero, es que los comerciantes judíos , según lo expresaron aquellas antiguas afirmaciones, habrían viajado en barcos fenicios y ello habría ocurrido, de ser así, en tiempos de Salomón, 1.000 años antes de nuestra era.

Otra hipótesis, en nuestros días confirmada por los arqueólogos, es que luego de la destrucción del Primer Templo (586 a.C) por los caldeos, en tiempos de Nabucodonosor, se produce, por un lado el cautiverio de los gobernantes e integrantes de la élite israelita (586-538 a. C.) – doloroso hecho recordado anualmente el 9 de Av (Tisha be´Av) en las sinagogas, y por el otro el primer exilio de las gentes del pueblo llano que había permanecido en Israel, algunas de las cuales, en su huida, se habrían asentado en Andalucía y otras en Etiopía (los falasha), Sudan y el Yemen.

La destrucción del segundo Templo por los romanos en el año 70 de nuestra era determinó el segundo exilio de los judíos que, masivamente, se dirigieron hacia España, ocupada por los romanos. Por ese entonces ya la naciente pero empeñosa Iglesia romana convertía a su credo a los paganos que residían en Hispania. La cristianización fue in crescendo y en el Concilio de Elvira, en los inicios del siglo IV de nuestra Era, ya hay (malas) noticias para los judíos que disputaban- Sinagoga contra Iglesia- la conversión de los infieles a sus respectivas religiones. La iglesia era más poderosa y convincente – el poder nace de las armas- que los desprotegidos infieles: no pueden los cristianos casarse con mujeres judías, va preso por cinco años quien lo haga y los devotos de ambas religiones no pueden compartir una misma mesa.

Otra vuelta de tuerca en la historia oprime a los judíos, ya españolizados. Los germánicos visigodos conquistan la Península Ibérica a partir de mediados del siglo V y la dominan casi por completo hasta los comienzos del VIII. Son cristianos arrianos: proclaman a Cristo hijo del Dios Padre y no creen en la Trinidad. En un principio no molestaron en absoluto a los judíos pero cuando el rey Recaredo se convierte al catolicismo – cristiano era, pero herético- junto con el poder de la Iglesia, y el temible celo de sus sucesores, desencadena tal persecución de aquellos que los no convertidos a la brava al cristianismo huyen hacia el norafricano Magreb. Año tras año empeora la situación de los judíos hasta que en el XVII Concilio de Toledo (694) se decreta la esclavitud de los conversos y los practicantes de la Torah, quienes son humillados, agredidos y perseguidos sin descanso.

Dichos males persisten hasta la entrada de Tariq y sus ejércitos berberiscos convertidos al Islam (711). Ya había comenzado, aunque a menudo se silencia, la presencia entre militar y demográfica, de embozados berberiscos, que fueron bien recibidos. Lo hicieron por el peñón de Gibraltar (esto es, de Gebr -al Tariq), que recién recibió su nombre cuando aquel jefe invadió en tropel. Al frente de diestros y belicosos jinetes (esto es los pertenecientes a la tribu xenetía) la feraz Andalucía. Lo hizo ayudado, según algunos historiadores, por los proscriptos judíos que habían facilitado el “goteo” de las citadas avanzadillas exploradoras, preparatorias del gran desembarco. Lo cierto es que, en estrecha colaboración con los musulmanes, los judíos fueron encargados de custodiar las ciudades de Córdoba, Granada y Sevilla, entre otras, para que los protagonistas del yihad de la espada, al grito de Allahu akkab profundizasen su conquista.

Contrariamente a lo que hoy practica el ISIS aquellos musulmanes no maltrataron a los conquistados y tanto ellos como los cristianos – el Islam adoptó muchas tradiciones y prácticas del judaísmo y el cristianismo, gentes, como ellos llamadas “del Libro”- fueron tratados con toda consideración, sin obligarlos a convertirse. A los judíos se les concedió autonomía jurídica: podían mantener sus propios tribunales y organizar comunidades regidas por normas jurídicas y sociales consagradas por la tradición. Estas comunidades fueron llamadas aljamas. Dicha voz deriva del árabe al- jamma, mezquita, junta, reunión, y se aplicó también a la comunidad y sinagoga judías, que la consagraron. En dichas comunidades los magistrados se regían por normas fundamentadas en la Halajá, el término hebreo que significa “comportarse” o “ir por el camino debido”. Dicha voz denomina a las normas religiosas derivadas de la Toráh – “ley”, “dirección”, “enseñanza”, que configura el patrimonio identitario de los judíos, condensado en preceptos religiosos y jurídicos- e incluye 613 mitzvot o sea, mandamientos.

Pero todo tiene su precio. Al igual que los cristianos los judíos debían pagar la dimna, o sea “la protección”, mediante un impuesto altamente oneroso, que dolía en los bolsillos e ainda mais. Existían otras restricciones humillantes: un judío no podía ocupar cargos militares o públicos que tuvieran jurisdicción sobre los musulmanes y aquellos que blasfemaran contra el Islam eran condenados a muerte, al igual que todo judío que tuviese esposa o manceba musulmana.

El brillo de la cultura árabe durante el Emirato independiente y el Califato de Córdoba (756-1031) ilumina la mente dúctil y receptiva de los judíos quienes se enriquecen, desempeñan altos cargos, aprenden artes, ciencias y filosofía, superando muchas veces a sus maestros, e inauguran lo que se ha denominado “La Edad de Oro” del judaísmo español. También se les nombraba para cobrar y administrar las rentas públicas, ocupar cargos en la diplomacia, aconsejar a los Emires e incluso ser gobernadores. Poco iba a durar esta primavera, que fructificó en un verano rico en talentos y obras.

En el año 1146, desde el norte del África, llegan los berberiscos Almohades, avezados guerreros e intransigentes fundamentalistas religiosos que libran y ganan sangrientas batallas contra la cristiandad. Y la emprendieron también contra los judíos. Tanta saña pusieron en la represión que en el siglo XII los hijos de Sión huyeron hacia los reinos cristianos del norte de la península y fue todo un alud el que se cayó sobre las comarcas desde donde los duros e ignaros guerreros cristianos estaban enfrascados en la lenta y difícil reconquista de España.

El cenit de la cultura judeo-española

Los judíos, en cuanto que nuevos pobladores de los espacios yermos, se preciaban de sus mentes cultivadas y habilidades como diestros hacendistas. Conocedoras de estas altas cualidades, las gentes de la lanza y la espada, cuyo cultivo intelectual y su conocimiento económico eran deficitarios, los recibieron con los brazos abiertos. Tanto fue así que en una inscripción en la sinagoga del Tránsito de Toledo pueden leerse estas sorprendentes palabras: “El rey de Castilla ha engrandecido y exaltado a Samuel Levi, y ha elevado su trono por encima de todos los príncipes que están con él. Sin contar con él, nadie levanta mano ni pie” Al margen de esta personalidad tan destacada, la contribución del colectivo judaico fue muy grande, dado que se constituyeron en la correa de trasmisión de los grandes logros intelectuales y materiales de la cultura árabe. Pero sobre el humus de lo aprendido crecieron las plantas intelectuales y espirituales de la creación pura.

El desarrollo de la medicina los convirtió en médicos de los reyes cristianos y sus cortes. Los astrónomos, los matemáticos, los filósofos, los integrantes de la Escuela de Traductores de Toledo, los participantes en la redacción de los numerosos libros dizque “escritos” por el rey Alfonso X el Sabio, y muchos etcéteras más, pusieron al servicio de los monarcas sus inteligencias, maestrías y erudiciones, las que fueron bien retribuidas. Aquellos cultivados personajes, que desdeñaban las tareas manuales, tan idispensables fueron en las cortes de Fernando III, el Santo, que este se proclama “rey de las tres religiones” después de la toma de Sevilla en el año 1248.

¿Cuál es la razón de tan extraordinario aserto? La verdad es que no todo fue sangre y lanza en la España cristiana-judeo- musulmana. Hubo periodos de convivencia, de paz armada pero paz benéfica y prolífica en definitiva. Por su lado Fernando el Católico, en el año 1481, afirma que toda ley que prohibiera algo a los judíos él la consideraría un agravio a la realeza: sería “como si se lo prohibiesen a su real persona”. Pocos saben que este monarca descendía de la mujer que fue, en su tiempo, llamada la más bella de España, la judía Doña Paloma de Toledo, antecesora de dos generaciones de conversos.

La situación social de los judíos, siempre despreciados por los “cristianos viejos” del pueblo llano, quienes les hacían responsables de la muerte de Jesús, se agravó en el siglo XV. Se les reprochaba fuertemente que fueran serviles ante los grandes pero soberbios en el trato y maltrato de las gentes humildes. Se envidiaban las riquezas y la consideración obtenidas gracias a sus buenos oficios ante los monarcas y los nobles; se les odiaba y temía, dado que un buen número de ellos se habían convertido en implacables recaudadores de impuestos. Por otra parte eran muy mal vistos los prohombres cristianos que contraían matrimonio con mujeres judías, pues así se aguaba la “pureza de sangre”.

Las aljamas, receptoras de la tradición jurídica y social de los antiguos hebreos se convierten, a medida que redoblan las hostilidades de los cristianos, en juderías. Estas eran verdaderos ghettos que, en su turno, serían invadidos y diezmados, como sucediera con las matanzas ocurridas en Sevilla en los años 1391 ,1473 y 1474.

A medida que la persecución se incrementaba y la Inquisición, iniciada el 1º de noviembre de 1478 por los Reyes Católicos, comenzaba a incinerarlos en sus hogueras, se definieron las siguientes categorías entre los judíos hispánicos:

Los judíos que no querían renegar de su fe, lo que los convertía firmes candidatos a la tortura y a las llamas;

Los judíos públicamente conversos, los “cristianos nuevos”, que trasmitían esa condición a sus descendientes y actuaban con buena fé y convincente religiosidad. Entre tales descendientes o conversos a regañadientes figuraban Fray Luis de León, Santa Teresa de Jesús, San Juan de Ávila, Luis Vives, San Juan de la Cruz, Luis de Góngora, y otros connotados intelectuales y artistas, como más tarde lo fuera Cervantes. Los conversos eran denominados xuetas entre los mallorquines.

Los marranos, judíos conversos de jure pero no de facto, lo que los convertía en criptojudios que, en secreto practicaban la religión mosaica. Eran los anusim, los forzados a convertirse pues algo antes de la Inquisición y ya dentro de su feroz desarrollo, ser públicamente judío era ofensivo para el cristiano y riesgoso para el creyente aferrado al Dios de Israel. La voz marrano tiene más de una fuente. La más probable proviene del árabe muharram, que significa “cosa prohibida”. La otra deriva del español marrano, que quiere decir cerdo, porque la carne porcina está prohibida a los judíos. Y la tercera, propuesta por Joseph Pérez, derivaría del verbo marrar, fallar, del que “vino el nombre de marrano del judío que no se convirtió llana y simplemente”.

Los criptojudíos. Estos son los obligados a profesar públicamente el islamismo o el cristianismo, convirtiéndose así en aparentes “cristianos nuevos” o musulmanes. No obstante, en sus hogares y aljamas, practicaban en secreto, y riesgosamente, el judaísmo. Cuando se inició la sangrienta represión a cargo de los fundamentalistas musulmanes se refugiaron en zonas y barrios cristianos de la España norteña.

El ascenso al trono de los Reyes Católicos Isabel de Castilla y Fernando de Aragón fue nefasto para los cientos de miles de judíos que habitaban España, la entrañable Sefarad – asi era llamada en hebreo- que las generaciones de estos allí nacidos amaban al igual que los “cristianos viejos”. Cuando en el año 1478 se inicia el infame ciclo de la Inquisición ello se debe según el citado Joseph Pérez -moderno historiador judío nacido en Francia- a que los reyes “estaban convencidos de que la Inquisición obligaría a los conversos a integrarse definitivamente: el día en que todos los nuevos cristianos renunciaran al judaísmo nada les distinguiría ya de los otros miembros del cuerpo social”

Por ese entonces, y desde los ordenamientos de 1412 y los de las Cortes de Toledo en el 1480, la situación de los judíos puede ser considerada como un modelo adoptado en el siglo XX por la Alemania nazi. No podían desempeñar cargos que impusieran su autoridad sobre los cristianos, estaban impedidos de vestir públicamente ropas lujosas, debían llevar un distintivo de color rojo sobre el hombro derecho, se les prohibía prestar dinero a interés usurario, estaban obligados a vivir en barrios cercados por muros y solo podrían salir de estas prisiones al aire libre para desempeñar sus oficios y profesiones. No son muy creíbles las razones de los monarcas, que husmeaban ya las riquezas que caerían en sus manos, al justificar tales prohibiciones con estas palabras: (lo hecho contra los judíos ha procurado preservar de ) “confusión y daño contra nuestra santa fe” A esto hay que agregar los que Andrés Bernáldez, el Cura de Los Palacios, íntimo amigo de Colón y autor de una renombrada Historia de los Reyes Católicos Don Fernando y Doña Isabel, escribiera, descargando así su ira , acerca de los judíos conversos: “E comúnmente por la mayor parte eran gente logrera e de de muchas artes y engaños, porque todos vivían de oficios holgados, e en comprar e vender no tenían conciencia para los cristianos. Nunca quisieron tomar oficios de arar ni cavar, ni andar por los campos criando ganados, ni lo enseñaban a sus fijos; salvo oficios de poblado, e de estar asentados ganando de comer con poco trabajo”.

Tomás de Torquemada, Inquisidor General, descendiente de judíos conversos y por ello temible astilla del mismo palo, dizque por mandato de los monarcas dio a luz un decreto por el cual se concedían cuatro meses, que finalizaban el 10 de agosto de 1492, para que los judíos se fueran de España, salvo los conversos de buena fe a los cuales no se aludía pero se permitía, implícitamente, seguir viviendo en ella. Por otra parte, aquellos infieles que se convirtieran y abjuraran públicamente de su antigua religión podrían seguir viviendo en su segunda y por entonces definitiva patria.

Las palabras reales revelaban claramente tan terrible decisión: ” acordamos a mandar salir a todos los judíos y judías de nuestros reinos y que jamás tornen ni vuelvan a ellos o alguno de ellos” Debían (mal) vender sus propiedades y llevarse lo obtenido en letras de cambio y no en dinero. Podían cargar también mercaderías y algunos objetos, y ello podría a ser en muy pocas cantidades dadas las circunstancias. Un verdadero despojo, como se ve.

No se han puesto de acuerdo los historiadores acerca del número de expulsados: las cifras oscilan de 50.000 a 100.000. A los expulsados se les conoció como sefardíes pues provenían de Sefarad, o sea España. Bueno es que se diga de donde proviene esta voz.

Sefarad figura inicialmente en la Biblia (nombre que procede del griego ta biblia ta hagia, esto es, los libros sagrados), a la que los hebreos llamaban y hoy los judíos llaman Torah , la cual comprende, claro está, solamente el Pacto o la Antigua Alianza entre Yahveh y sus humanas criaturas, y no Viejo Testamento que , como, lo repito, es una mala traducción. En el libro de Abdías, 1,20, se dice que ” los deportados de Jerusalén, que están en Sefarad, ocupan las montañas del sur”. En una de las traducciones arameas de la Torah se especifica que Sefarad es la tierra de Aspania.

Los rumbos de la gran dispersión

Los judíos que no quieren convertirse emigran en masa. Lo más cercano a España es el Magreb, o sea el África del Norte, tierra de hostiles musulmanes, y a tal punto, que muchas comunidades deben refugiarse en el fondo de grandes hoyos cilíndricos escavados como refugios casi inaccesibles, en cuyas paredes se abrían las bocas de viviendas troglodíticas. Otros se aventuran a quedarse en España y marchan hacia el reino de Navarra. Otros se dirigen hacia Portugal. Pero ambos grupos disfrutan este respiro por poco tiempo.

Los refugiados en Navarra son obligados a salir y se dirigen hacia la francesa Bayona -Miguel de Montaigne descendía de estos desterrados- y los que residían en Portugal emigran hacia Flandes, donde resplandecerá la luz filosófica de Benito Espinosa (Baruj Spinoza) y otros prominentes personajes. A los que regresaron al África les fue muy mal, ya que los residentes en Fez debieron soportar terribles castigos. Optaron por retornar a España y acristianarse.

A los que se trasladaron hacia las tierras del este y se diseminaron en el Imperio Otomano, ya en el Levante (Próximo Oriente), ya en Anatolia (Asia Menor), ya en las Grecia y adyacencias dominadas por los turcos otomanos – si bien algunos se quedaron en Italia- fueron bien recibidos por los sultanes y sus súbditos. Vale la pena transcribir una humorada de Solimán el Magnífico que al mentar a Fernando el Católico expresó:”¿A ese le llaman rey? Empobrece sus Estados y enriquece los míos”. En otra oportunidad dijo: “Me hace muy feliz que los judíos hayan sido expulsados de Castilla, pues echaron la prosperidad y la fortuna”. A estos judíos se les denominó también con el poco utilizado nombre de mizrajin (plural de mizraji) tomado del árabe mashriqi, o sea oriental.

No confundir estos judíos orientales con aquellos que luego de ser avasallados por los romanos en el año 70 de nuestra era, legando a la historia el recuerdo de la heroica resistencia en Masada, se dirigieron a Ashkenaz, término hebreo que designaba a Alemania. Una vez asentados en tan lejanas regiones se extendieron a lo largo del Rin, desde Alsacia a Renania. No quedaron todos allí: muchos contingentes prosiguieron su marcha hacia Austria, Hungría, los enclaves eslavos -checos y eslovacos- , Polonia, Ucrania, Rumania, Rusia, Letonia y Lituania.

Ahora sí, Colón

Supongo que este largo prolegómeno ha servido para describir etnias y escenarios, derrotas y triunfos, grandezas y padecimientos de los judíos desde su primera salida hacia tierras no prometidas hasta el advenimiento del enigmático personaje que fuera Cristóbal Colón Fontanarrosa, seguro hijo de Liguria ya que el citado Cura de los Palacios, que lo trató a fondo, asegura y repite que su origen era genovés. Algunos historiadores gallegos escriben Fontanarrosa y lo convierten en lejano compatriota. Ya ofrecí un resumen de las múltiples nacionalidades que se le atribuyeron.

Donde nació tiene relativa o mucha importancia, según se mire y sitúe el acontecimiento. Sí vale la pena meter piqueta y desenterrar no trozos de leyendas o mitos sino hechos y detalles que, actualmente, como lo han sostenido Cecil Roth, Salvador de Madariaga, Pineda Yáñez y otros investigadores serios y bien documentados, puede decirse que demuestran la naturaleza del credo de Colón. Era, según tales autoridades, un marrano judaizante. Ya se verá en la próxima nota que las pruebas aducidas por los que han pateado el tablero dejarán a muchos estupefactos y a otros malhumorados, si no furiosos. Lanzaron al aire la moneda de la historia gritando cara y les salió ceca.

Para terminar, y dando campo libre al viejo profesor que me sale de adentro a cada rato, va un último dato acerca de un significado y una etimología que quizá muchos desconocen: ceca, zeca en la vieja España y sobre todo en Cataluña, se llamaba a la Casa de la Moneda. Provenía esta voz de sikka, término árabe que designaba el molde en el que, a golpes de martillo, se acuñaba la moneda, el cequí y el zecchino, como se le dice en italiano. Y no más por hoy.

 

 

Fuente:cciu.org.uy

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