El austríaco que murió por desafiar a Hitler

Enlace Judío México.- Mucho se ha hablado en tierras argentinas respecto de que nuestro Mundial ’78 fue el más utilizado con fines políticos de la historia. Nadie puede olvidarse del genocida Videla entregando la copa de campeones, o arengando a los miembros de la selección argentina antes de disputarse la final.

CARLOS FANJUL

Sin embargo, más allá de que nuestros recuerdos teñidos por el dolor de la época acrecientan aquella dimensión, existió una situación en la historia de las Copas del Mundo con la que ningún otro hecho puede parangonarse: que uno de los equipos intervinientes no pudiera presentarse porque su nación había sido invadida por la de otro de los participantes del certamen.

Hablamos, claro está, de Austria invadida por el ejército de la Alemania de Hitler, un año antes de desatarse el mayor infierno bélico de la historia, la Segunda Guerra Mundial.

Otros dos hechos aumentan el interés alrededor de este relato. Uno es que, por disposición del gobierno nazi, tras la anexión del territorio austríaco al Tercer Reich todos los jugadores del seleccionado de Austria deberían jugar el Mundial con la camiseta alemana. El otro, central para la historia, es que dos de ellos decidieron enfrentar al dictador y se negaron a semejante humillación.

El resultado fue dispar: uno logró huir de su país y se mantuvo oculto hasta el final de la guerra. El otro fue encontrado muerto un año después de su valiente decisión.

Aroma de guerra
Para repasar la historia hay que remontarse a comienzos de 1938, mientras Francia se preparaba para recibir al mundo futbolístico, en la tercera edición del Campeonato Mundial.

Como si a la época no le faltaran tensiones, la escuadra uruguaya, campeona en el primero de los certámenes, en 1930, mantuvo su postura de cuatro años antes de no participar, en respuesta al vacío europeo durante el torneo inaugural.

Argentina, en tanto, también resolvió ausentarse de la contienda en protesta a la falta de alternancia entre Europa y América, luego de haberse acordado lo contrario tras la realización de un torneo en Uruguay y el siguiente, el del ’34, en Italia. Al enojo argentino, se sumaron en solidaridad las federaciones de Colombia y México.

Pero, claramente, el clima guerrero que comenzaba a penetrar en el mundo entero resultó mucho más determinante que las meras disputas futboleras a la hora de generar intranquilidad en suelo francés.

España estaba ya inmersa en su Guerra Civil interior desde hacía dos años y todo indicaba que ese enfrentamiento iba a tener al bando totalitario como victorioso. En paralelo, el auge de esas tendencias fascistas se reflejaban con ruidosa presencia en Italia y Alemania, y ello suponía una amenaza para la libertad de toda Europa.

En ese contexto, casi todo el continente tuvo dificultades para configurar sus rondas eliminatorias y clasificar a los 16 equipos que disputarían el certamen galo.

Un ejemplo fue el conflicto suscitado entre Suiza y Portugal, cuando los suizos no quisieron ir a Lisboa para no tener que cruzar a través de una España en guerra, así que se acordó un partido único en Milán que terminó en una victoria helvética.

Una curiosidad más fue que Egipto y Palestina, únicos representantes de África y Asia Occidental respectivamente, acabaron eliminándose en los grupos europeos porque no tenían rivales más cercanos en sus continentes a raíz de tensiones en sus regiones, también atribuibles a los olores de guerra que ya se desparramaban por el Globo. Los palestinos terminaron cayendo ante Grecia, mientras que a Egipto se lo expulsó por negarse a jugar contra Rumanía en medió del ramadán.

De todas maneras, lo ocurrido tres meses antes de la Copa Mundial marcaría el tono político de lo que se avecinaba: el régimen de Adolf Hitler invadió Austria y la anexó como una provincia dentro de su política expansionista que desataría el horror en pocas semanas más.

Esto afectó a la organización cuando, además, se resolvió que las estrellas austríacas pasaran a las filas alemanas y dejaran así una plaza vacante, la de Austria, selección que impactaba al mundo por su brillantez futbolística y que ya estaba clasificada para la fase final desde meses antes. La ausencia fue aprovechada por Suecia, que pasó de fase sin necesidad de jugar.

En respuesta, el público francés fue muy hostil contra los germanos en cada uno de sus partidos, y fueron abucheados por saludar a la usanza nazi.

La estrella irreverente

Mathías Sindelar nació en Viena en 1903 en el seno de una humilde familia católica. Su padre murió en el frente en la Primera Guerra Mundial y su dura vida encontró en el fútbol su punto más elevado como delantero del Austria Viena, muy ligado a la comunidad judía.

Fue llamado el “Mozart del Fútbol”, convirtió 255 goles en 427 partidos y la gran fama le llegó con la selección de su país. Integrante del maravilloso Wunderteam –el Equipo Maravilla–, paseó su elegante fútbol por toda Europa y en el ’34 cayó en la semifinal del Mundial de Italia, precisamente frente a los alemanes.

Pero aquel modelo de juego fue reconocido mundialmente y anunció el fútbol total con el que los húngaros asombraron en los 50, los holandeses revolucionaron los 70, y con el que los más jóvenes pueden emparentar hoy al Barcelona de Pep Guardiola.

Aquella selección instauró algo nuevo para la época: el falso 9, que consistía en derribar el estatismo de un hombre que solo andaba por el área para agregarle participación en la generación de juego, y para que, por el hueco que dejaba, aparecieran volantes generadores de peligro.

Todo ese lirismo futbolero se esfumó cuando Adolf Hitler y sus tropas invadieron Austria y comenzó a anticiparse lo que muy pronto vendría.

El correlato entre lo bélico y el fútbol rápidamente quedó de manifiesto cuando el genocida aleman le exigió al entrenador Nerz que realizara también una anexión futbolística. Nerz no lo aceptó y renunció.

Entonces fue reemplazado por Seep Herberger, quien convocó a siete jugadores del Wundeteam, de los que sólo se incorporaron cinco: Hahnemann, Raftl, Skoumal, Stroh y Neumer.

Sindelar, en cambio, adujo primero una lesión, y luego se supo de su negativa a cambiar de camiseta.

El otro que se negó fue el capitán del equipo austríaco, Nausch, del que además pretendían se divorciase de su mujer judía. Nausch huyó con ella a Suiza, y se integró en el Grasshoppers.

El comienzo del final
Todo en realidad había comenzado el 3 de abril de 1938, una semana antes de que se desarrollara un plebiscito que ordenó Hitler para legitimar la anexión de Austria, cuando los nazis montaron una puesta en escena en el Estadio del Prater para exponer que la situación marchaba a la perfección. La selección de Alemania iba a festejarlo con un amistoso frente a la selección austríaca, en el llamado “Partido Final” que determinaría la disolución del elenco austríaco.

En medio del silencio y la sumisión general se alzó la voz de Sindelar, quien con su juego ridiculizó a la Alemania nazi hasta tal punto que marcó un gol y lo celebró extravagantemente delante del palco donde los generales asistieron atónitos a la victoria de Austria por 2-0.

Para muchos, esa fue su condena de muerte.

Después de aquello, llegó la negativa del jugador a participar del Mundial que se avecinaba con la camiseta alemana.

Tras ese día, el Mozart del Fútbol tuvo que vivir en la clandestinidad por la persecución nazi. La Gestapo (policía secreta del nazismo) nunca lo dejó tranquilo: pocos días después de aquel gol, destrozó un bar de su propiedad como amenaza.

Así, el astro se vio obligado a esconderse y a vivir bajo muchísima presión. Incluso se dice que Hitler ofreció una recompensa económica a quien lo encontrara, y que terminó siendo un compañero de equipo quien lo delató.

El 23 de enero de 1939, al visitar su casa, el político Gustav Hartmann encontró la puerta cerrada y sintió un fuerte olor a gas. Forzó la entrada y vio, en la cama, al cadáver de Matthias Sindelar junto al de Camila Castagnola, su reciente esposa italiana de origen judío que aún agonizaba y que murió un poco después. En ambos casos, el deceso se produjo por la inhalación de monóxido de carbono.

Nunca se aclaró si su muerte fue accidental o provocada. ¿Casualidad, suicidio o atentado? En esa época nadie aclaraba nada, aunque llamó la atención la celeridad con la que la Gestapo cerró y archivó el caso como “accidente doméstico”.

La gente, en cambio, intuyó algo más: 15 mil telegramas de pésame llegaron al Austria Viena, y 40 mil personas asistieron al velatorio del ídolo en claro desafío al temor que causaban las tropas nazis.

Sin embargo, tal vez la confesión que le había hecho a un amigo tiempo antes fue la que puso blanco sobre negro sobre su tan dudosa muerte: “Nunca me arrodillaré ante ellos. Que me hagan lo que quieran…”.

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