Enlace Judío México.- Con frecuencia se señala lo sorprendente que es que casi una cuarta parte de los Premios Nobel a lo largo de la Historia hayan sido judíos. Y esto porque, actualmente, el grupo judío apenas es un 0.02% de la población a nivel mundial. Esta situación no se manifiesta sólo en los Premios Nobel, sino también en las artes, las ciencias, el mundo empresarial, y hasta en cosas aparentemente triviales como la comedia.
IRVING GATELL PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO.
¿Qué tiene el pueblo judío que hace que siempre, inequívocamente, entre la gente destacada de cualquier actividad humana haya miembros suyos?
Parece mentira, pero todo indica a que la razón es la sorprendente capacidad polisémica que, por naturaleza, suelen tener los judíos.
Con ello me refiero a su capacidad para darle varias interpretaciones a un mismo fenómeno, sin importar de qué índole sea.
El judío no vive en una realidad, o en una sola interpretación de la realidad. Todo el tiempo, de manera automática, se planta frente a cualquier situación y no sólo la interpreta de muchas maneras posibles, sino que incluso la visualiza de muchas maneras posibles.
Por ejemplo: los eternos e incondicionales detractores del pueblo judío suelen decir que Einstein no tuvo mucho mérito en su formulación de la Teoría de la Relatividad, porque –en realidad– las bases teóricas para esa teoría fueron elaboradas o planteadas por otros. Que Einstein sólo las unió. Y en cierto modo es correcto. Lo que no dicen es que nadie las había unido, y que ese hecho aparentemente simple revolucionó por completo nuestro modo de entender el Universo entero.
Por eso, cuando vemos esa famosa foto del Quinto Congreso Solvay en la que están presentes las más brillantes mentes de la ciencia (A. Piccard, E. Henriot, P. Ehrenfest, Ed. Herzen, Th. De Donder, E. Schrödinger, E. Verschaffelt, W. Pauli, W. Heisenberg, R.H. Fowler, L. Brillouin, P. Debye, M. Knudsen, W.L. Bragg, H.A. Kramers, P.A.M. Dirac, A.H. Compton, L. de Broglie, M. Born, N. Bohr, I. Langmuir, M. Planck, Madame Curie, H.A. Lorentz, A. Einstein, P. Langevin, Ch. E. Guye, C.T.R. Wilson, y O.W. Richardson), el lugar de honor lo ocupa Einstein. Justo porque sus colegas sabían que él, más que nadie, merecía ese lugar.
La pregunta es ¿por qué Einstein pudo ver lo que nadie más había logrado? Es cierto: la información básica ya la habían aportado otros, pero a nadie se le ocurrió la conexión. Sólo a Einstein. Algo similar a lo que, paralelamente y en esas mismas épocas, estaba logrando Freud respecto al Psicoanálisis.
Y la respuesta es la ya mencionada: capacidad inherente al judío para ver las cosas de muchos modos posibles, no sólo el más evidente o el más lógico.
Se trata de una cualidad desarrollada a fuerzas de estudiar el Talmud, un libro que presenta dos problemas de lo más interesantes. El primero es que está escrito con letras hebreas (aunque la sección mayoritaria, la Guemará, esté en arameo); el segundo, que su contenido es caótico.
El hebreo se escribe sin vocales. Por ello, aún las secciones del Talmud en arameo también están escritas sin vocales. Por lo tanto, cuando un judío lee un texto en hebreo tiene que hacer uso de un bagaje cultural previo. Sólo puede leer si antes ha aprendido de memoria una gran cantidad de información.
El hebreo no es como el griego o el latín en la antigüedad, o el español en la actualidad, idiomas en los que hay una gran precisión gráfica. Con ello me refiero a que cada sonido del idioma hablado está bien representado por un signo escrito. Además, son idiomas con una riqueza impresionante de recursos gramaticales, que permite describir las cosas con una exactitud prácticamente perfecta. Por eso, el lector del griego, el latín o el español simplemente recupera la información. Un buen escritor es aquel que logra plasmar en letras todo lo que quiere decir; y un buen lector es aquel que logra recuperar ese mensaje sin problema alguno.
Con el hebreo eso es imposible. La carencia de vocales provoca que una misma secuencia de letras pueda ser leída de modos diferentes. Por eso el judío debe conocer previamente el idioma, pero además debe estar listo para enfrentar las variantes posibles.
En consecuencia, el judío siempre está jugando con el lenguaje. Ya sea para establecer similitudes teológicas, o para hacer comedia.
Es inevitable cuando el lenguaje escrito no contiene toda la información que se quiere dar, sino que uno mismo al leer tiene que reelaborarlas. Esa es la diferencia con el griego o el latín: en esos idiomas, la lectura es un acto de recuperación de la información. En cambio, en el hebreo la lectura es un acto de reconstrucción de la información. En el griego y el latín, leer es un acto mecánico. En el hebreo, es un acto creativo.
Esta cualidad ha permeado en todos los hogares judíos desde hace milenios. No sólo sucede cuando un judío o una judía se sientan a leer. Sucede cuando platican, cuando trabajan, cuando juegan. Todo el tiempo, las dinámicas familiares judías están marcadas –en mayor o menor grado– por esa tendencia casi natural a encontrarle dos, tres o más sentidos o significados a todo.
Incluso en familias que, por la razón que quieran, han dejado de usar el hebreo como idioma coloquial (por ejemplo, en México la abrumadora mayoría de las familias judías se comunican en español), el hábito de la polisemia se mantiene prácticamente intacto.
Luego está el ya referido caos en la información del Talmud, una vastísima colección de tratados que, se supone, están organizados temáticamente. Pero dicha organización es muy limitada. En realidad, ya entrados en el texto, vamos descubriendo poco a poco que las disertaciones allí recopiladas pueden ir por cualquier cantidad de rutas, muchas de ellas completamente ajenas al pretendido tema central.
Por eso, un verdadero talmudista no sólo es alguien con una memoria muy desarrollada, sino alguien con una capacidad fuera de lo común para establecer asociaciones de ideas coherentes y complejas.
La demostración contundente de esta realidad es que, en apenas 70 años, Israel se ha convertido en el más intenso centro de desarrollo tecnológico. Sólo Japón lo supera en número de patentes al año, pero Japón tiene casi 130 millones de habitantes; Israel no llega a los 9 millones.
Es muy interesante que los rabinos de hace casi 2 mil años explicaran que la palabra “hebreo” debía entenderse como “el que está del otro lado”. Estrictamente hablando, se equivocaron. “Hebreo” significa algo diferente en su contexto original. Pero no era su culpa. En las épocas talmúdicas nadie tenía los elementos para reconstruir el verdadero perfil histórico de los antiguos hebreos, y por el registro bíblico se creía que el único hebreo había sido Abraham, el padre del pueblo judío.
Sin embargo, hubo algo en lo que esos rabinos no fallaron. De hecho, acertaron con una precisión sorprendente: se dieron cuenta de la capacidad del judío para ver lo que nadie más ve. Por eso, la imagen de alguien que está enfocado hacia el otro lado, viendo lo que nadie más ve, imaginando lo que nadie más imagina, riendo de lo que nadie más se ríe.
Acaso uno de los mejores homenajes a esa capacidad de entender el lenguaje como nadie más lo entiende, nos lo haya ofrecido Les Luthiers, ese destacado grupo de comediantes judíos, al inventar esa fabulosa tontería del Tarareo Conceptual. Con eso como pretexto, se superan a sí mismos. Si durante décadas la base de su humor fue la tergiversación del lenguaje, en su show Lutherapias llegaron a la definitiva destrucción del mismo.
En el Aria Agraria, Jorge Marona y Daniel Rabinovich cantan:
“Cultivarán las flores
de todos los colores
la lívida lavanda
la caléndula
y el lívido alhelí
la lila color de lila
y la rara lila blanca
la lila color de lila
y la rara lila blanca
la rara lila
la rara lila
la lila lila y la rara lila
la lila lívida
la lila lívida y la rara lila”…
Las últimas cinco líneas, a la velocidad a la que se cantan, no dicen absolutamente nada. Pero sí lo dicen. Polisemia llevada a su más delirante nivel.
A fin de cuentas no se trata sino de seguir el mismísimo ejemplo dado por el Creador, que hizo el universo entero con el poder de Su Palabra.
Desde entonces, el judío ha entendido que el lenguaje es la mayor fuerza creadora de todas (y si no me creen, pregúntenle a todos los filósofos judíos de la Escuela de Frankfürt).
Pero se necesita entrenamiento para descifrar los secretos del poder creador del lenguaje. La primera parte generalmente la hace la mamá en el hogar, con sus charlas en las que brinca de un tema a otro sin aparente ton ni son, pero regresando a lo que parecía ya olvidado cuando uno menos lo espera, y obligando al niño o la niña a crecer acostumbrados a que hay que tener la concentración puesta en veinte cosas al mismo tiempo.
Ya vendrán después las lecciones de Talmud, las películas de Woody Allen o los cuentos de Ephraim Kishon y Etgar Keret. Y en los mejores casos, las grandes interpretaciones musicales, las grandes novelas, las grandes teorías científicas, o las grandes comedias inverosímiles.
Cuando los autores son judíos, llevan el inconfundible polisémico sello de la casa.
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