Enlace Judío México.- En 2010 se abortaron dos ceremonias con niñas de menos de 10 años… Es la punta del iceberg. “Son nacidas en Cataluña y pasan a pertenecer a la familia del novio”… y está ocurriendo entre nosotros. Los servicios de Información e Inteligencia alertan de que existe una sociedad dentro del Estado, pero ajena a éste, que aplica sus propias normas y castigos… Hay casos de ablación.
ÁNGELES ESCRIVÁ
Se quedó de una pieza y eso que llevaba años viendo de todo en aquel colegio del centro de Barcelona. «Profe, vengo a despedirme. Me voy de viaje. Es que me hacen una fiesta porque voy a casarme». Lo dijo con la tristeza de una niña de 13 años que todo lo deja atrás. Todavía en estado de shock, él levantó el teléfono y llamó a los Mossos. Fue una suerte que la chavala lo comentara. Por raro, por excepcional. Fue una suerte que el profesor atinara a avisar. No siempre ocurre.
No hay un modo suave de contar este escándalo ni debiera haberlo: en España, padres «mayoritariamente musulmanes» organizan matrimonios forzosos para sus hijas menores, algunas de las cuales apenas superan los cinco años de edad. Solamente en Cataluña, desde 2010, los Mossos d’Esquadra han impedido que 75 niñas menores consumaran su matrimonio con un adulto elegido por su familia. Precisamente en ese año consta que dos de las niñas que iban a casarse tenían menos de 10 años. En 2017, el año pasado, de las tres menores cuyo matrimonio fue impedido, una tenía apenas cinco años.
Respecto a los casos de mujeres mayores de edad cuyo matrimonio ha sido impedido por forzoso, han sido, oficialmente, 52.
Esas cifras corresponden a los casos que la Policía catalana ha podido abortar pero lo cierto es que hasta los mismos agentes reconocen que forman parte de una realidad mayor a la que es difícil acceder por la barrera que interpone la cultura bárbara y de costumbres crueles trasladadas a España por inmigrantes procedentes del norte de África y de Asia Septentrional o, más concretamente, de India, Pakistán y de algunos de los países del Magreb. Algunos de estos lugares tienen leyes que prohíben o regulan este tipo de prácticas pero no se aplican o hacen depender su ejecución de la voluntad de los contrayentes. Si no hay oposición, se llevan a cabo dentro de la legalidad y está claro que una niña de corta edad difícilmente entiende a qué se ha de oponer y, en cualquier caso, tiene poca libertad para hacerlo dentro de un entorno en el que el respeto a la autoridad establecida lo es todo.
Así pues, no se trata de compromisos apalabrados por las familias que se consuman cuando las niñas cumplen la mayoría de edad -situación forzada que sería igualmente ilegal- sino de matrimonios que se llevan a cabo de inmediato.
«Algunas comunidades exigen que las niñas tengan entre cinco y 12 años, es decir, entre cinco años y la edad a la que suelen tener la primera regla. Son niñas nacidas en Cataluña, que son trasladadas al país del adulto con el que se van a casar, que se ven obligadas a consumar el matrimonio y que, automáticamente, pasan a pertenecer a la familia del marido, en la que la autoridad es ejercida, normalmente, por el abuelo, que es quien determina cuáles han de ser el destino y el trato a la menor», explica descarnadamente, eficiente y con absoluta conciencia de la gravedad del problema, una portavoz de los Mossos d’Esquadra.
«Si la costumbre así lo determina, a las niñas se las mutila aplicándoles la ablación, que se realiza en el país de destino. Aunque algunas asociaciones han tenido la sospecha de que esta práctica pueda realizarse en España, si se hace, es en la clandestinidad más absoluta porque a nosotros no nos consta ni un solo caso», añade.
Hablamos de Cataluña porque es la comunidad autónoma donde consta un mayor asentamiento de la ciudadanos de religión musulmana y donde los servicios de Información policiales y de Inteligencia llevan años alertando de la existencia de una sociedad dentro del Estado pero ajena a éste -que, de hecho, lo rechaza- y que aplica sus propias normas y castigos, que nada tienen que ver con la Constitución ni con el Código Penal. Probablemente por eso los Mossos tienen establecido un protocolo de funcionamiento interno para enfrentarse al problema de los matrimonios forzosos -no lo hay a nivel nacional- que es muy anterior a la reforma del Código Penal que se centró en este delito y que consta apenas del año 2015.
En 2002, la Fiscalía General del Estado difundió una circular preocupada por la «proliferación de este tipo de matrimonios», por eso resulta tan inexplicable que, solicitados por este periódico los datos nacionales sobre matrimonios forzosos, sólo se nos haya facilitado una estadística de 2016 en la que se recogen dos causas abiertas correspondientes a tres menores de nacionalidad rumana cuyos padres y madres fueron detenidos.
«Nosotros ya trabajábamos sobre este tipo de situaciones mucho antes de 2015. El matrimonio forzado está vinculado a situaciones de coacción o agresión física y nosotros actuábamos a través de esos delitos, no tanto porque los padres quisieran casar a las jóvenes sino porque se producía una agresión cuando estas se negaban o cuando, una vez casadas, presentaban algún tipo de resistencia al marido», explican los agentes que se llevan enfrentando, en soledad, recibiendo las críticas de muchas asociaciones, a un problema que no fue incluido en los tipos penales hasta hace poco más de tres años.
Desde mucho antes, las estadísticas oficiales iban acumulando dramas. Si las tomamos desde 2010, los Mossos impidieron ese año 15 matrimonios forzados (8 de menores de edad y siete de mayores); en 2011, 21 (13 de menores y ocho de mayores); en 2012, 16 (12 de menores y 4 de mayores); en 2013, 26 (15 de menores, 11 de mayores); en 2014, 10 (seis de menores y 4 de mayores); en 2015, 15 (ocho de menores y siete de mayores); en 2016, 14 (10 de menores y cuatro de mayores) y en 2017, 10 (tres de menores y siete de mayores).
Las mayores pueden denunciar, si es que pueden. Las adolescentes o preadolescentes pueden acudir a algún profesor, si se atreven. Pero las más pequeñas están perdidas. «A veces las detectamos por los servicios sociales. Las familias tienen una cita porque están recibiendo una ayuda e informan de que se van de viaje, y, según cómo sea la situación, ahí se encienden las alarmas», explican los Mossos.
De las 10 víctimas detectadas el año pasado, todos los casos fueron denunciados ante el juzgado ordinario. En cinco fueron aplicadas medidas cautelares como órdenes de alejamiento de los maridos y los padres. La nena de 5 años vive con unos familiares porque a los progenitores se les retiró la custodia. También la de 13. La joven de 17 está ingresada en un centro de Protección tutelado por la Dirección General de Atención a la Infancia y a la Adolescencia.
Inevitablemente, enfada profundamente que la detección de algo tan importante y que genera tanta violencia en personas tan indefensas, siga dependiendo de la casualidad.
La doctora en el corazón pakistaní de Barcelona.
Huma Jamshed miró a aquella mujer pakistaní totalmente cubierta que estaba sentada en su pequeñísima oficina esquinera de la calle Sant Pau de Barcelona -la llamaremos K.- y sintió un mareo poco sutil. Era difícil de saber con certeza pero ella le calculó 17 años. Quizás 18. Estaba callada, sumisa, mirando al suelo mientras su marido, también pakistaní, solicitaba asesoría para arreglarle los papeles. Ni en esa ocasión ni en las otras muchas en las que le preguntó si tenía algún problema, si se llevaba bien con su marido o si quería participar en algún tipo de taller, obtuvo respuesta pero, tras más de una década de experiencia, Huma presentía que antes o después algo ocurriría.
Hace poco más de una semana supo que la mujer había denunciado a su esposo por malos tratos -su relato habla de un cuchillo y un intento de violación y asesinato- y se había ido de casa con su niña de 4 años para buscar la protección de una de las instituciones sociales de la Generalitat. Huma no cree que el marido la pegase, a menos que la medicación que toma para una operación reciente, además de amargarle el aliento, le haya amargado el carácter y le haya vuelto violento. El hombre, cocinero de un restaurante del barrio del Raval, dice, es buena persona. Sin embargo, Huma no puede evitar recordar, cada vez que habla con él, el motivo por el que sintió aquel vahído hace cuatro años cuando los vio juntos por primera vez: a aquella chica tan joven, casada por decisión paterna y por intereses familiares, con un anciano que dice tener 68 años pero que probablemente supere los 72.
Los archivos de Huma están repletos de casos similares con distintas variables de matrimonios forzosos llevados a cabo en la comunidad pakistaní catalana. Asegura que tiene clasificados, desde 2005, hasta 200 casos de menores catalanas sobre todo, o residentes en Cataluña -las menos-, que le pidieron ayuda para esquivar su destino. La mayor parte de esos casos corresponde a jóvenes de edades comprendidas entre los 15 y 16 años, de los que hay que descontar los ocho o 10 en los que ha intervenido y cuyas protagonistas ni siquiera tenían esas edades, eran todavía más pequeñas. Según cuenta, ha conseguido parar aproximadamente un 80% de los compromisos adquiridos en contra de la voluntad de las protagonistas asentadas en uno de los territorios más ricos de España y en los albores del siglo XXI. Del 20% restante ha acabado denunciando otro 20% ante los Mossos.
Según Huma, de su experiencia ha de quedar claro que no siempre se trata de menores obligadas a casarse cuando son menores sino que en la mayor parte de los casos que ella conoce, se trata de compromisos adquiridos cuando las chicas son menores de edad y que se sustancian -en esto ella ha percibido una evolución- cuando llegan a los 18 años para no vulnerar las leyes españolas.
Y hay que aclarar también que Huma no es cualquiera en este escandaloso mundo de voluntades sometidas. Se trata de una profesora de Química en la Universidad Politécnica de Karachid que llegó a España con sus dos hijas en 1997 para sacarse el doctorado en la Complutense. Poco antes había llegado su marido. Trabajó en el CSIC como investigadora en Madrid y el destino la llevó a Barcelona donde ha sido premiada con una medalla de bronce por el Cuerpo de Mossos por su labor ardua y desalentadora. Intentó un recorrido político, pero eso es otra historia.
«Al llegar a Barcelona vi que muchas chicas pakistaníes estaban asustadas, no te miraban y no hablaban en presencia de los hombres. Hay una fuerte barrera cultural y suelen ser muy tímidas pero noté que, además, estaban nerviosas. Resultó que tenían miedo porque, lejos de sus deseos, estaban siendo obligadas a vivir con un hombre que es su marido porque así lo han querido los padres», relata.
Huma no se refiere con este comportamiento a jóvenes que, como K., han sido traídas a España desde Pakistán, donde lo común es el matrimonio concertado. K., en este sentido, es una excepción en sus archivos. Son jóvenes o niñas nacidas en Cataluña, por lo tanto en contacto, al menos inicialmente, con una cultura en las antípodas de esas obligaciones, y forzadas a casarse, normalmente y según la costumbre, con sus primos. «Porque son fruto de familia y su resultado ha de ser para la familia», según el dicho común.
Así, en esta realidad paralela retrógrada que se esconde inadvertida entre los pliegues de la sociedad occidental, se aprovecha, con esta costumbre marital, la oportunidad de traer a un familiar a un país europeo; o se busca reconocimiento social; o se cree que el futuro está solucionado; o se pagan deudas o se compensan favores. Todo en silencio porque está en juego «el honor de los padres y de las familias». Todo oculto tras un tabú tan grande como el tabú de la virginidad.
La doctora en Química transformada en el alma de una asociación asiática (ACESOP) -que ha dejado de cobrar ayudas institucionales porque siempre venían con retraso y para no generar suspicacias-, puso sus antenas en la calle, en el mercado, esperando a las puertas de las escuelas de Barcelona a las que no necesariamente asistían sus hijos como alumnos, con el fin de encontrar un momento para hablar con las mujeres. Organizó charlas para que ellas tuvieran referentes de libertad, información de primera mano y posibilidades de reivindicar respeto y su autoestima. Y puso su dinero para buscar salidas.
En las oficinas de la agencia de viajes con la que se gana la vida ha atendido a centenares de pakistaníes que necesitaban que alguien los orientara para actualizar los papeles que necesitaban para conseguir un permiso de trabajo, para sacarse el DNI o el pasaporte. Y mejorar así una vida de necesidades que puede ser un infierno ante el monstruo de la Administración.
Huma se ganó la confianza de hombres y mujeres. Y por eso sabe que ellos les quitan la documentación o no la renuevan para tenerlas controladas. Y por eso sabe que este tipo de sumisión no tiene nada que ver con la posición social. «La mayor parte de los padres no deja que sus hijas lleguen a la universidad. Con suerte acaban la ESO. Saben que aquella que llega al Bachillerato sabe denunciar y protegerse. De modo que muchas de ellas dejan de ir al colegio y normalmente aducen una razón bastante creíble como que la abuela está enferma y han de irse a Pakistán. Y ahí ya están perdidas», argumenta.
Hay que insistir en que no se trata de circunstancias excepcionales. Casi todos los días hay alguna chica desesperada que se acerca a su puerta. La señora que le limpiaba la casa pasó por ahí. El día en el que Crónica se acerca, en su oficina hay una joven casada de ese modo y repudiada por su marido porque lucha contra el cáncer. «Hace poco me encontré a una chavala a las siete de la mañana que me llevaba esperando desde las cinco. Había intentado subir la persiana del establecimiento y tenía las manos destrozadas. Había escapado por la noche porque ese día su padre la iba a casar con el hijo de su prima por videocámara -los requisitos islámicos lo permiten siempre que haya testigos-. Durmió todo el día en ese sofá y luego la llevé a casa con cuatro amigas de la asociación».
«Estaban de fiesta, habían venido su tía de Francia y otros familiares de otras provincias de España. Le habían elegido un chico de su edad y guapo pero ella estaba enamorada de otro. Amenacé a su padre con denunciar», relata Huma, que ha ideado por su cuenta un protocolo para estos casos.
Sin embargo, este tipo de cosas no siempre sale bien. La Policía puede intervenir pero después son las jóvenes las que tienen que espabilar y, sin un trabajo y desacostumbradas a la independencia por tradición cultural, han de enfrentarse al aislamiento social, al boicot familiar, a las calumnias. Y saben que una denuncia implica el deshonor para su familia y el ostracismo para sus hermanas casaderas o incluso que una de ellas ocupe su lugar -«para compensar»- en el acuerdo adquirido por la familia ante la familia del futuro esposo. Y además han de trabajar y no siempre saben o quieren porque, íntimamente, siguen pensando que el hombre ha de mantenerlas.
«Como mínimo sufren todos. Como máximo, pueden ser atrapadas por el fantasma de la inestabilidad psicológica. A veces es más fácil obedecer y, además, puedo darles dinero, puedo buscarles trabajo, puedo adoptarlas o buscarles un hogar en casas de conocidos pero si no se arriesgan, no tengo una varita mágica para conciliar todos los intereses», dice Huma, que es consciente de que la mayor parte de las familias que dieron marcha atrás gracias a su intervención le tienen aprecio en privado pero la critican en público para no sacrificar la placidez comunitaria. Y que sabe que jamás devolverán la ayuda que ella les prestó.
‘C’, la hija ‘decepcionante’
C. -hoy dulce, fuerte y educada-, tenía 15 años cuando sus padres decidieron casarla. Ellos eran marroquíes y ella una barcelonesa de pura cepa. «A medida que iba creciendo, sobre los 11 o 12 años me empecé a dar cuenta de las diferencias con el resto de los niños del colegio. Cosas muy marcadas como que no pudiese hablar ya con varones. Esto se acentuó con el maquillaje, la forma de vestir o cuando sencillamente quería ir con mis compañeras de clase a alguna actividad escolar».
«Con 15 años, antes de afrontar la realidad de tener una hija educada en una cultura distinta que no se sentía identificada con la identidad que le querían dar, decidieron resolver el problema lo antes posible casándome con un chico de una familia cercana de Marruecos». Todo fue muy sutil, el joven fue agradable y se dejó llevar.
«Te calientan tanto la cabeza, insisten tanto en esa idea musulmana de que los hijos han de compensar a los padres, mi rebeldía causaba tanto sufrimiento que a veces pensaba que quizás tenían razón. El matrimonio se iba a consumar en los meses siguientes. Pero tuve una mala experiencia. Mi madre y mi abuela se fueron a hacer un recado y él intentó forzarme. Me hizo sentir como lo más bajo. Yo llevaba un piercing y, fuera de sí, me dijo que eso era de puta. Pensé: esto no es parte del acuerdo, y salí corriendo. Me encontraron llorando».
Pero no la apoyaron. C. se enteró más tarde, por otra persona, de que su madre se había casado por primera vez de forma concertada y que había sido repudiada por su primer marido por no darle hijos. Pero ni siquiera el recuerdo de esa humillación que la marcó hizo que se apiadase de su hija. «Por intereses familiares, por ego familiar, dijeron que tenía que ser sí o sí. Y les vi capaces de dejarme allí y volverse a Barcelona sin mí», recuerda.
El regreso fue durísimo. «Todo empeoró. Yo era una vergüenza para la familia -he visto a mi padre llorar de decepción-, ellos insistían en casarme y, cuando empezaron los golpes -algo normalizado en situaciones así-, y mi padre se descontroló, decidí irme de casa. A veces iba a clase con el ojo morado». C. preguntaba a su padre por una cuestión crucial: «¿Si no querías unos hijos con una educación occidental, por qué viniste y nos criaste aquí?». Evidentemente, el padre no tenía respuesta para la contradicción que le consumía. Podía medirse su frustración por la intensidad del tortazo con el que reaccionaba al lógico reproche de C. «No es justo pero es lo que hay y no hay que dramatizar», dice ella cuando recuerda aquella situación de maltrato, con resignación pero sin apelar ni por un momento a la compasión.
C. puso su ropa en unas bolsas de basura, cogió un carro de la compra y se marchó en el metro a la otra punta de la ciudad. Lo cierto es que el sistema funcionó con C. Su tutora en el colegio, Ana -de quien sigue siendo amiga-, y una mediadora social estaban muy encima de la situación. Habían advertido a la Fiscalía de Menores y la ayudaron, con Carmen, la abogada, a gestionar su emancipación oficial. Pero en esta historia cuenta sobre todo el coraje de C.
Esta mala, decepcionante y vergonzante hija encontró trabajo con 16 años en una panadería cerca de su instituto en la que trabajaba de cinco de la mañana a dos de la tarde, alquiló una habitación donde podía pagarla, en Hospitalet, se mantuvo económicamente, estudió formación profesional, se embarcó en una ONG para ayudar a los niños de países africanos, encontró en el Ayuntamiento un trabajo de su especialidad y ahora está poniendo en marcha su propio proyecto de organización de eventos en el que piensa aprovechar el conocimiento de los dos mundos a los que pertenece.
El contacto con su familia fue nulo durante cuatro años. Hasta el año pasado cuando, siguiendo su pulsión «moral», quiso visitar al hijo que su padre había tenido de su nuevo matrimonio y recuperó la relación para poder frecuentar a sus hermanos menores. «Para que mi hermana no sufra imaginando que sufro en soledad» y «porque los dos pequeños me vuelven loca». Dos semanas antes de empezar este último ramadán recibió un mensaje en el teléfono en el que su padre le decía: «Llevo unos meses analizándote y no he encontrado nada que indique que hayas podido cambiar y rectificar los errores del pasado. No cumples los requisitos indispensables de la religión». Le pidió que no se acercase durante las celebraciones, probablemente para que no contaminase al resto con su actitud.
Aun así quiere volver. «Porque ir sola a veces cuesta mucho. Yo me he llevado 8.000 palos, me las he tragado dobladas, he ido a ciegas, a veces cuando todo me ha ido mal he caído en algún momento de debilidad y me he preguntado si no estaba equivocada; y sentir el calor de la familia…».
Sigue buscando la pareja ideal que satisfaga las exigencias de su padre; sigue creyendo que ellos lo hicieron lo mejor que supieron y jamás dirá que fueron unos malos progenitores; sigue pensando que cuando ella tenga un hijo, la resistencia de su padre se derretirá. Mejor que cualquiera de los suyos, excelente desde cualquier punto de vista, capaz de mejorar cualquier mundo en el que vive, no puede evitar sentirse culpable. Demasiado peso para alguien tan joven. Demasiado peso para nadie. Aunque no esté dispuesta a ceder un ápice en su libertad conquistada -«quiero una calidad de persona, si puede ser musulmán, que acepte que yo no practico y que respete quien soy, y ese calibre es muy difícil de encontrar»- ; y esté tremendamente satisfecha de que su bronca y dolorosa lucha haya servido para que su hermana no vaya a pasar por lo mismo.
Hannan, la hijastra del ‘primer’ salafista
«Es que no es fácil», tercia Hannan cuando le comento las tormentosas contradicciones de C. Su empeño en retomar la relación con unos padres que debieron haberla protegido y, lejos de ello, la maltrataron y la traicionaron. «Yo he pasado por ahí y es un proceso largo. Si me hubieras conocido a los 20 años, ni siquiera me atrevía a hablar de ello. Monté una asociación llamada Punto de Referencia para ex tutelados y sólo me atrevía a decir que había pasado por un trauma. Ni comentaba que quisieron casarme con 15 años».
Quien así habla es Hannan Serrouk, barcelonesa, profesora y una de las personas que más saben de islamismo y de yihadismo en España, hasta el punto de que asesora a varios organismos sobre ello.
Hannan fue, probablemente, una de las primeras niñas que sufrió este drama en Cataluña porque es la hijastra de uno de los primeros líderes salafistas que llegó a España. De hecho, ella vincula la entrada del radicalismo ideológico en nuestro país y la instauración y desarrollo progresivo de la práctica de los matrimonios forzados en determinadas comunidades de religión musulmana.
Su madre, una mujer viuda e independiente, atendió las sugerencias de casarse que procedían de sus familiares marroquíes. «Una mujer sola…». De algún modo, que su pretendiente supiera leer y escribir le pareció un avance en la escala social y aceptó. Pero cuando su nuevo marido llegó a Barcelona, las cosas empezaron a cambiar.
«Ya no era un inmigrante que venía a buscar trabajo. Empezó a cuestionar el modo que tenía la comunidad de relacionarse entre sí, a decir que los hombres y las mujeres tenían que separarse, a impulsar la obligación de llevar hiyab, a impulsar la puesta en marcha de la primera mezquita de Figueras», relata. «Al principio a todo el mundo le pareció un iluminado pero lo cierto es que las cosas empezaron a cambiar en la comunidad y en mi casa».
Hannan pasó de profesar una religión que disfrutaba con naturalidad, de forma integrada, sin ni siquiera generar extrañeza entre quienes no eran musulmanes, a sufrirla. Sus progenitores la sacaron del colegio con 12 años porque, al decir de «el salafista», como lo llama, «tenía que abrir los ojos a través de mi marido para ir en el buen camino» y para que «la dignidad de la familia no se viera menoscabada». La persona elegida era un hombre de la confianza de su padrastro que necesitaba papeles para vivir en España. Se acabaron los libros y la música y la televisión. Fuera del colegio, empezó el aislamiento.
«Mis referentes, como cualquier otra persona en aquella época, eran el colegio, el Un, dos, tres, Espinete, La Cometa Blanca, y todo desapareció. Una de las cosas que decía Bin Laden era: «Nosotros amamos tanto la muerte como vosotros la vida». Lo que no dijo es que les gusta vivir en la más absoluta oscuridad. Imagínate qué significa eso para alguien que, como yo, había sido totalmente libre hasta llegar el marido de mi madre».
Hannan había logrado quedarse un reproductor de cintas de casette y se escondía para utilizarlo. «Escuchaba una y otra vez a Alaska cantar A quién le importa y yo me aferraba a eso y no sé si por instinto de supervivencia, escapé a los 14 años porque a los 15 me iban a llevar a Marruecos para casarme». Con lo puesto, sin dinero -«una cosa así no se prepara porque no sólo dejas la opresión sino también dejas todo lo que conoces, unos valores y a tu madre»- cogió el tren hasta Gerona, donde la encontraron unos agentes de la Guardia Urbana y la llevaron a un centro de menores.
«Un matrimonio impuesto no es sólo la imposición de un matrimonio. conlleva violencia, coarta tu libertad, aúna varios atentados contra la dignidad de una mujer. Yo no sabía la dimensión de lo que estaba sucediendo y no sabía explicárselo a unos señores que tampoco lo iban a entender porque probablemente jamás se habían enfrentado a algo semejante. ¡Cómo va a saber una cría de 14 años explicar todo eso, además, a quienes le habían dicho que eran el enemigo, el otro!». La dejaron tutelada hasta los 18 años con la única ventaja de que «el salafista», como no reconocía ni la ley ni los juzgados occidentales, no se presentó a ninguna de las citaciones. «Me repudió y nunca más se supo».
¿Y su madre, aquella mujer que la parió y que había peleado por ella hasta su segundo matrimonio? «Todavía recuerdo cómo me enseñó a nadar en la playa de Rosas con su bikini amarillo. Todo eso desapareció. Era una mujer libre y de repente alguien, ilustrado, con dominio de la lectoescritura -ella no sabía leer ni escribir-, le dice que todo lo que ella creía que estaba bien, está mal. Ella es la verdadera víctima porque hay muchos tipos de captación. Pueden captarte para que cometas una agresión terrorista pero también existe la captación para la sumisión ante un orden social», responde.
Es un golpe brutal, pero Hannan dice que «el deterioro fue progresivo». «Desde que él llegó hasta que yo me marché se fueron perdiendo muchas cosas y se fueron apagando muchas luces», recuerda. Aunque nada le quite la sensación de tristeza u orfandad.
Eso sucedió en los años 80 pero Hannan no quiere dejar pasar la oportunidad de denunciar que ese es el origen de todo lo que está ocurriendo ahora, de una especie de Estado paralelo y clandestino, en el que la única ley es el islamismo, en todos los aspectos sociales y también en la expansión de los matrimonios forzados en algunas comunidades asentadas en Cataluña.
«Es importante fijar la atención en aquel periodo, los años ochenta, para saber lo que está pasando», advierte, «porque coincide con la expansión de todos los activistas de la yihad, los precursores de la idea de que tenía que haber una ley islámica impuesta». «Son sujetos que escaparon entonces de Argelia y de Egipto, de las revueltas del pan en Marruecos. Son jóvenes resentidos que huyen hacia Europa con un total desprecio y rencor hacia Occidente y hacia la democracia. Que se preguntan cómo es posible que alguien cuestione que los musulmanes quieran regirse por la ley islámica. Y uno de esos jóvenes fue el marido de mi madre», argumenta. Y en ese análisis de situación coincide con las exposiciones realizadas por los servicios de inteligencia sobre el fenómeno del yihadismo en España, aunque ella esté añadiendo el valor enorme de una experiencia personal.
«Hemos tomado consciencia por los atentados pero los que apelan a un orden social islámico sabían dónde se instalaban y que podían utilizar el flujo migratorio como un elemento de fuerza. Son gente formada, con una idea obsesiva, que han sabido manipular a sus conciudadanos para garantizar los comportamientos de su conveniencia en las nuevas generaciones», insiste.
Hannan dice que soltó mucho lastre emocional y psicológico cuando con 20 años la mandaron a participar en unas conferencias en Marruecos, el país origen de todos sus fantasmas. Recuperó allí los colores, la música, vio a las mujeres comportarse en libertad. De algún modo, se dio cuenta de que sus orígenes no eran la cueva pintada de negro por los salafistas. Pero advierte que no cabe un momento de respiro porque, por buena fe que se tenga y por competentes que sean las instituciones catalanas, ya hay creado un muro con decenas de niñas-mujeres atrapadas en el interior.
Fuente:elmundo.es
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