Enlace Judío México.- Dos sillas sobre un escenario, un entrevistador y un anciano que hurga en los recuerdos más tétricos de su infancia. Un emocionante ciclo que lleva 19 años a sala llena.
FRANCISCO SEMINARIO
Theodora Klayman nació en 1938, en Zagreb. Tenía apenas siete años cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, pero sus recuerdos del horror nazi siguen todavía frescos. Cuenta su historia -su pequeña fracción de aquel infierno- ante una sala llena. Es una charla íntima en el subsuelo del Museo del Holocausto de Washington, sin ninguna pretensión de convertir su relato en un espectáculo. Lo que está en juego es la memoria, sólo eso. Todo eso. Unas 300 personas la escuchan en un silencio de catedral y sobre el escenario no hay más que una pequeña mesa y dos sillas, para ella y su entrevistador.
Theodora habla casi sin emoción en la voz. Ya contó su historia muchas veces. Cada tanto, sin embargo, hace un silencio breve y elocuente. Ordena en su mente recuerdos que se amontonan y habla de la invasión alemana, en abril del 41, de adultos que se indignan y lloran, de un tren que se la lleva en la mayor soledad. La mandan con sus abuelos, a otra casa y a otra ciudad. Tiene tres años y no sabe en ese momento que esa será la última despedida de sus padres. Una patrulla se los llevó muy poco después.
Años más tarde pudo reconstruir ese rompecabezas doloroso: ambos fueron trasladados a los campos de concentración y exterminio donde el régimen colaboracionista ustacha enviaba a los judíos de la ex Yugoslavia.
Había quince en lo que hoy es Croacia. Terminaron separados, el padre en Jasenovac y la madre en Stara Gradiska. Ninguno sobrevivió y a Theodora todavía le falta una pieza para completar el rompecabezas. No pudo saber si aquel día la subieron a ese tren para salvarla de los nazis o si ese viaje salvador a la casa de sus abuelos fue sólo producto de la casualidad. ¿Cuánto sabían sus padres? ¿Y por qué ellos se quedaron atrás? Sólo quedan las preguntas.
Bill Benson, el entrevistador que conduce “En primera persona, conversaciones con sobrevivientes del Holocausto”, sostiene que el sentido de estos encuentros semanales en el Museo del Holocausto es que no dejemos de hacernos una pregunta que es fundamental. ¿Por qué? ¿Por qué pasó lo que pasó? ¿Por qué fue posible? ¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué el asesinato sistemático de seis millones de judíos? ¿Por qué, por qué, por qué?, una y otra vez.
Dos veces por semana, Benson recibe a sobrevivientes del nazismo y les pide que cuenten su historia sobre ese mismo escenario con dos sillas y una mesa, para que esa pregunta necesaria no caiga en el olvido. Inició el ciclo con la idea de hacerlo durante una sola temporada, pero ocurrió que la sala se seguía llenando. Lleva 19 años y se sigue llenando. Según sus cálculos, 73 personas contaron en primera persona su experiencia del Holocausto. Muchos la contaron ya muchas veces, en un ejercicio cada vez más imprescindible de transmisión de la memoria cuando pasaron más de siete décadas de aquel horror y sus protagonistas comienzan a atravesar el tramo final de sus vidas.
El jueves pasado, unos días antes de que Theodora contara su historia, fue el turno de Steven Fenves, que creció en una parte de la ex Yugoslavia ocupada por Hungría en el avance nazi sobre los Balcanes, y el día anterior le tocó subir al escenario a Al Munzer, nacido en plena guerra y cuyos recuerdos son sobre todo los de sus padres. Y así, uno después del otro. Una vida en una hora, y un auditorio colmado que contiene la respiración.
Fenves tenía casi 10 años cuando su vida cambió por completo. Provenía de una familia judía de artistas y empresarios periodísticos de muy buen pasar, con chofer, institutriz y una existencia alegre rodeada de familiares y amigos. De un día para el otro el diario familiar y la planta de impresión fueron tomados, las cuentas de banco confiscadas y debieron compartir su casa y su comida con oficiales del ejército húngaro. Ese fue sólo el principio.
La situación empeoró cuando Alemania ocupó Hungría en el 44. Unos 600.000 judíos fueron deportados en muy poco tiempo. Primero el gueto, familias enteras hacinadas en espacios minúsculos, hambre y sed. Luego el traslado a Auschwitz. Hombres y mujeres que son separados, desvestidos, afeitados y desinfectados. Que no reciben agua ni comida durante días. Y por último la llegada, estremecedora: “Lo que más recuerdo es el hedor, el hedor de cuerpos que, después descubriríamos, era el mismo olor que salía de los crematorios”, recuerda Fenves. Su madre no lo resistió.
Tenía 13 años. Seis meses estuvo en Auschwitz. Pronto eran como muertos en vida, cuenta. Cadáveres que caminan. Nadie quería a los menores porque no servían para el trabajo esclavo en el campo de concentración. “Se aprende rápido que la gente muere en espíritu y mente mucho antes de que muera el cuerpo”, reflexiona. Tiene la suerte de poder contarlo, pero arrastra para siempre aquella herida.
Munzer nació en 1941, en una familia judía de origen polaco que había emigrado a Alemania, primero, más o menos por la misma época en que Adolf Hitler publicaba Mein Kampf, y luego a Holanda. Desde allí fueron testigos del ascenso del Tercer Reich y del antisemitismo, que no era sólo alemán.
Cuando el ejército nazi invade Holanda, en el 40, su padre, sastre y comerciante de telas, se une a la resistencia, pero la capitulación fue casi inmediata. No había resistencia posible y aunque sabían lo que estaba pasado en Alemania y sabían lo que pasaba en Polonia, debían seguir con sus vidas como mejor pudieran. Registrados como judíos, con “Israel” impuesto de segundo nombre, con prohibiciones para cosas tan sencillas como ir al parque local o usar el transporte público.
Munzer tenía un año cuando comenzaron los traslados de judíos a campos de concentración en Holanda, con el riesgo de ser enviados luego “más al este”, cuenta. Es 1942 y la familia decide separarse y esconderse. Primero su padre. Simuló un intento de suicidio y se recluyó en un hospital psiquiátrico. Luego sus hermanas, confiadas a una familia católica. El, todavía un bebe, pasó de una casa a otra. Cuidarlo era un riesgo. Guarda pocos recuerdos de la época, el hambre hacia el final de la guerra, las horas escondido en algún hueco durante las requisas habituales. Una canción de cuna. Poco más. Lo demás fue reconstruir el pasado, tirar del hilo de tragedias pequeñas y grandes. De pérdidas y dolor.
Su madre se unió a su padre haciéndose pasar por enfermera. Pero fue solo temporario. Finalmente los enviaron a un campo de concentración en Holanda y de ahí a Auschwitz, al trabajo esclavo en fábricas alemanas, a un campo después de otro, por separado. Hasta la liberación. El padre estaba tan débil que no sobrevivió. Tampoco sus hermanas. Con 6 y 8 años murieron en Auschwitz. Las habían descubierto.
Cuando termina cada relato, un largo aplauso inunda la sala. Algunos en el público lloran y se abrazan. El triunfo de haber sobrevivido al horror y de seguir plantando resistencia siete décadas después es un acto heroico que emociona a la audiencia, que se celebra y se comparte. Algo en esa ceremonia de relatar en primera persona ese acto íntimo y universal que es la supervivencia acaba de tocar el alma.
Fuente: infobae.com
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