Los oscuros años de Adolf Eichmann en Argentina: el criminal nazi que vivió en San Fernando como un “buen vecino alemán”

Enlace Judío México.- Jerusalén. 11 de abril de 1961. El acusado atraviesa un oscuro pasillo. Dos policías israelíes lo escoltan. Al traspasar la puerta, le quitan las esposas de sus muñecas. Ingresan a la sala de audiencias. Frente a ellos, una mesa y cientos de papeles.

MATÍAS BAUSO

Antes de tomar asiento, el acusado quita con un pañuelo el polvo de una de las pilas de carpetas y las alinea con prolijidad. Recién en ese instante puede sentarse con tranquilidad. Un poco más atrás se ubican los dos guardias israelíes de rostro pétreo. Están apretados.

Sin embargo, la sala es grande: un amplio estrado espera a los tres jueces, el fiscal Hausner y sus asistentes despliegan sus pruebas en largas mesas, el abogado defensor piensa en alguna otra cosa que dejó en Alemania, las decenas de intérpretes controlan que sus auriculares y micrófonos funcionen, el público aguarda con ansiedad el inicio de las sesiones.

Cientos de ojos siguen el ingreso del monstruo, el acusado de organizar desde su escritorio –uno parecido al que tiene enfrente- la muerte de más de seis millones de judíos.

Él parece no percatarse. No los mira (ni una vez en todo el juicio posará los ojos sobre ellos). Sentado, indiferente, espera la entrada de los jueces que lo juzgarán por los crímenes más atroces de la historia y saluda con un leve movimiento de cabeza al Dr. Servatius, su abogado defensor.

No se lo ve nervioso. Se siente seguro. No corre peligro. Adolf Eichmann espera en su jaula de cristal. Blindado.

Si no estuviera en esa jaula de cristal, si no tuviera a los guardias a centímetros de su espalda, si su imagen no hubiera aparecido en la primera plana de todos los diarios del mundo, se podría pensar que ese gris personaje es uno de los taquígrafos de la corte.

Ligeramente encorvado, con gruesos anteojos, labios delgados y una calvicie incipiente no parece un asesino de masas. Parece, en realidad, un oficinista modelo; ese al que los jefes encargan las tareas más engorrosas, las más burocráticas, porque saben que, en silencio, él dejará sobre su escritorio, a la mañana siguiente, el trámite pulcramente terminado.

Adolf Eichmann era las dos cosas a la vez: un asesino de masas y un eficaz burócrata.

La historia de este criminal de guerra que logró escapar a la Argentina y que vivió con normalidad durante más de una década entre nuestra gente, la de su secuestro y la de su juicio en Israel ha sido transitada por el cine en muchísimas ocasiones.

Todos los domingos de julio en el Malba se proyecta “El vecino alemán” de Rosario Cervio y Martin Liji, un documental ficcionalizado que se focaliza en la vida de Eichmann en Argentina. Con imágenes del juicio, entrevistas a vecinos y compañeros de trabajo del criminal nazi en nuestro país, los directores encuentran una nueva manera de acercarse al tema.

Por su parte, Hollywood una vez más alude a esta historia. Para el 29 de agosto está previsto el estreno mundial de “Operation finale”, film que cuenta cómo los agentes israelíes ubicaron a Eichmann en San Fernando, lo capturaron y lo trasladaron a Israel de incógnito. El papel protagónico lo encarna Ben Kingsley, quien ya interpretó a Gandhi y, también, a una de las víctimas de Eichmann en “La lista de Schindler”.

Eichmann, teniente coronel de las SS, jefe de la sección IV B-4 de la Seguridad Interior del Tercer Reich, el especialista en asuntos judíos, fue capturado en mayo de 1960 en San Fernando, Provincia de Buenos Aires, por un comando israelí.

Sacado de Argentina de incógnito, apareció en Israel unos días después, luego de un estruendoso anuncio mundial realizado por el primer ministro Ben Gurión.

Por primera vez, un líder nazi sería juzgado en Israel.

Su vida en Argentina, su captura y hasta sus palabras finales vinculan el caso con nuestro país. La conexión se hace evidente, demasiado obvia. No obstante, sin esos puntos de contacto, el caso Eichmann sería, también, un caso argentino. Sus temas son argentinos. Nos interpela sobre muerte, memoria, totalitarismo, impunidad, responsabilidad y justicia. Sobre matanzas indiscriminadas.

La primera vez que Isaac Harel, jefe del Mossad, escuchó hablar de Eichmann, debió pedir a su secretaria que le trajera del archivo el legajo correspondiente. Ese nombre no le decía mucho.

Descubrió que Otto Adolf Eichmann había nacido en Solingen, Alemania, el 19 de marzo de 1906. Ingresó, en Austria, en 1932 al partido nazi. En 1938, pasó a ocuparse de los asuntos judíos. Era su especialidad.

De allí en adelante, se encargó de cumplir los deseos del Führer: dejar los territorios del Tercer Reich Judenrein, libres de judíos.

Lo hizo como el más aplicado de los alumnos. Organizó los traslados de los judíos en tren desde los diferentes territorios. En plena guerra, con los trenes ocupados en traslado de tropas y en el abastecimiento de armamento y provisiones, con largos tramos de vías destruidos por los bombardeos, los trenes de Eichmann salían siempre puntuales y con su capacidad colmada.

A pesar de eso, una vez acabada la guerra, Adolf Eichmann logró pasar desapercibido. Escapó de un campo de detenidos e inició un periplo que, con la ayuda de una red nazi clandestina y de algunas autoridades eclesiásticas, pocos años después lo depositó en Argentina. Nuestro país era un destino complaciente con los ex líderes nazis.

A los pocos años, su familia (su esposa y sus tres hijos) llegó para instalarse con él. Luego de un tiempo en Tucumán, la familia Eichmann se mudó al Gran Buenos Aires. Eran, se hacían llamar, los Klement. Eichmann había ingresado al país bajo el nombre de Ricardo Klement. Pero no todos adoptaron la nueva identidad. Y tal vez esa haya sido la causa de desgracia.

El hijo mayor, Klaus Eichmann, seguía manteniendo su apellido. Tenía trabajo, algunos amigos y una chica que le gustaba. El padre de esa chica era ciego, pero tenía buena memoria. Sabía quién era Eichmann. Sabía aquello que los Aliados, una vez finalizada la guerra, ignoraban; aquello que se enteraron luego de los juicios de Núremberg y de los juicios que le siguieron, en los que el nombre de Eichmann y la descripción de sus responsabilidades y crímenes aparecían con recurrencia.

El ciego sabía quién era Eichmann. Lo había sufrido en carne propia. Y no había olvidado su voz. Luego de un encuentro casual con quien se hacía llamar Ricardo Klement (pero que tenía un hijo apellidado Eichmann), realizó la denuncia a la fiscalía general de Alemania, dependiente del fiscal Bauer.

Bauer, conociendo el terreno donde se desenvolvía, sabiendo que Alemania no deseaba seguir buceando en su pasado, que Argentina nunca otorgaría la extradición, decidió no iniciar ninguna investigación oficial. Comunicó la información al gobierno israelí.

A comienzos de mayo de 1960, una decena de agentes israelíes se instalaron en Buenos Aires. Debían ubicar a Eichmann, secuestrarlo y trasladarlo a Israel. Sin que nadie se enterara.

El equipo comandado por Isaac Harel, jefe del Servicio Secreto Israelí, lo integraba una decena de especialistas. Luego de un seguimiento de varios días, lograron determinar que el alemán que se hacía llamar Ricardo Klement (y tenía documentos expedidos por la Policía Federal Argentina) bajaba todos los días del colectivo a las 19:40 horas, caminaba unos ochenta metros por el piso de tierra de la calle Garibaldi, en San Fernando, hasta llegar a su casa. Volvía de su trabajo en la Mercedes Benz.

¿Sería el criminal nazi ese cincuentón vencido que alumbraba su andar tambaleante con una linterna? ¿Podría vivir en una vivienda tan precaria, en un barrio desolado sin servicio de luz ni de agua corriente?

La operación se fijó para el día 11 de mayo. Las opciones para la captura eran escasas. No habían podido determinar dónde trabajaba. Siempre en algún lugar del recorrido, le perdían el rastro.

Se decidió sorprenderlo al bajar del colectivo. En la oscuridad de la noche, los dos autos detenidos no levantarían sospechas. A las ocho de la noche de ese día, la preocupación deformaba el rostro de los agentes israelíes apostados en la calle Garibaldi: ya habían pasado tres internos de la línea de colectivo que tomaba habitualmente, y de ninguno de ellos había descendido su presa. En los días anteriores, los del seguimiento, siempre había llegado puntualmente a su casa.

Cuando estaban a punto de levantar la operación, un colectivo se detuvo en la esquina. Y de él bajó alguien. Una figura inconfundible se recortó en la oscuridad. Casi arrastrando los pies, el cincuentón encorvado, con un sobretodo gastado, se acercaba a los autos estacionados, sin prestarles mayor atención. Se concentraba en seguir la pálida luz de su linterna y así evitar hundirse en algún charco.

Tan solo había recorrido treinta metros, cuando Peter Malkin, el agente israelí designado, se le tiró encima. Logró inmovilizarlo con celeridad.

Aquellos temores previos, las elucubraciones sobre las habilidades y fortaleza del sanguinario asesino de masas, se desvanecieron en ese contacto inicial. No ofreció resistencia. El impacto con el cuerpo no fue el esperado. Era una especie de sustancia gelatinosa, maleable.

En el piso del auto, lo maniataron y lo amordazaron. La presa temblaba sin parar.

¿Podía ser este individuo enclenque y temeroso el responsable de más de seis millones de muertes? Las dudas atiborraban a los captores. Pero luego de un breve interrogatorio, resignado, dijo en su idioma de origen: “Ich bin Adolf Eichmann”. Yo soy Adolf Eichmann.

El encierro, al avanzar los días, flagelaba a los agentes israelíes. Fueron dieciséis días de ocultamiento y convivencia con su presa. La moral declinaba. Pero nada podían hacer. Solo esperar. Y no levantar sospechas.

Dependían de la llegada a la Argentina del avión que transportaba a la delegación oficial del Estado de Israel que participaría en los festejos por los 150 años de la Revolución de Mayo. En ese avión trasladarían a Eichmann, camuflado como un piloto de la aerolínea.

El plan era arriesgado, pero era el único viable. Luego de analizarlo, concluyeron que era imposible sacar al nazi del país por tierra o por mar. En realidad, la dificultad no residía en traspasar las endebles fronteras argentinas, sino en llegar a Israel sin ser detenidos en otras jurisdicciones.

Tras una escala en Dakar, el 23 de mayo de 1960, aterrizó en Jerusalén, el DC 10 con Adolf Eichmann, detenido, a bordo.

Al día siguiente, Ben Gurión anunció al mundo la noticia. Por primera vez, Israel, juzgaría a uno de los responsables de la Shoá.

Restaban, nada más, dos cosas: preparar el juicio y soportar la embestida inicial de reclamos internacionales por el secuestro.

Israel había adoptado una decisión política: asumir ante la comunidad internacional los costos de esta operación. Mejor dicho: no pagar ningún costo y llevar adelante su propósito, haciendo oídos sordos a los reclamos.

El plan de Ben Gurión y Golda Meier –en ese entonces ministro de Relaciones Exteriores– fue desconocer la participación del gobierno israelí en la operación y afirmar candorosamente que todo se trató de una iniciativa privada de un grupo de ciudadanos de su país que puso a disposición de la justicia al criminal nazi.

El gobierno de Arturo Frondizi protestó enérgicamente ante los foros internacionales. Pero sin solicitar ninguna medida en especial. Ambos gobiernos, el argentino y el israelí, asumieron la realidad de los hechos: Israel nunca devolvería a Eichmann y Argentina, en el supuesto que fuera devuelto, nunca lo juzgaría ni lo extraditaría –es más, para la justicia argentina los crímenes de Eichmann habían prescripto el 9 de mayo de 1960, dos días antes de su secuestro–.

La cuestión se zanjó con una carta de disculpas de Golda Meier a Frondizi y con el veloz olvido del tema por parte del gobierno argentino. Luego vendría un proceso judicial histórico.

 

 

 

 

Fuente: cciu.org.uy

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