Enlace Judío México.- Para ser precisos en el uso de ciertos términos, llamamos “judaísmo” a la identidad, cultura y religión posterior al exilio en Babilonia, debido a que el reino fue refundado como Judea, y es desde entonces que se generalizó el apelativo “judío” para designar a sus habitantes. Ese difícil trance –el exilio y la restauración– provocó grandes e importantes cambios en la religión israelita, y en muchos sentidos, quien los previó fue el profeta Jeremías.
IRVING GATELL EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO
Ciro el Persa se convirtió en amo y soberano del Imperio Babilónico tras la batalla de Opis, en el año 539 AEC. Las tropas persas, al mando del general Gobrias, ocuparon pacíficamente a una Babilonia rendida. Con ello, vino un cambio radical para la situación de los judíos exiliados y dominados. Siguiendo la usanza aqueménida (medo-persa), Ciro autorizó a los grupos exiliados por los babilonios a regresar a sus lugares de origen. De ese modo, comenzó el lento proceso de reconstrucción de la nación israelita, que ahora pasó a llamarse Judea.
En esta época se escribió un texto anónimo que puede ser considerado el documento fundacional de la identidad judía restaurada, y que está integrado al libro del profeta Isaías. Se trata de los capítulos 40 al 55, claramente enfocados a los dilemas de una comunidad que vive exiliada, que daba por hecho el final de su historia como nación independiente, y que ahora se enfrentaba –incrédula, además– a que había una opción real de restauración.
No sabemos quién fue el autor de este pequeño libro, ni sabemos exactamente por qué fue integrado al libro de Isaías (una costumbre bastante normal en la antigüedad judía: poner anexos al final de libros importantes; sabemos que sucede también en Zacarías, y es muy evidente que pasa en Salmos y Proverbios). Lo que sí sabemos es que su contenido, centrado en la dualidad sufrimiento-alivio derivada de la dualidad exilio-restauración, es una monumental ampliación de algo que ya había tratado el profeta Jeremías en lo que hoy es el capítulo 30 de su libro.
Allí, Jeremías identificó la sensación –experiencia humana pura– más difícil con la que el pueblo israelita tendría que lidiar durante sus años de exilio: el dolor.
Dolor por sentirse abandonados por D-os; dolor por sentir que Israel había llegado a su fin; dolor por saberse derrotados por una nación pagana y sanguinaria.
Dicho dolor está claramente expresado en las palabras iniciales del Salmo 137, un texto compuesto en este período de exilio: “Junto a los ríos de Babilonia, allí nos sentábamos y llorábamos acordándonos de Sion” (versículo 1).
Jeremías lo pone en estos términos: “Porque así ha dicho el Señor: incurable es tu quebrantamiento y dolorosa tu llaga. No hay quien juzgue tu causa para sanarte; no hay para ti medicamentos eficaces. Todos tus enamorados te olvidaron, no te buscan; porque como hiere un enemigo te herí, con azote de adversario cruel, a causa de la magnitud de tu maldad y de la multitud de tus pecados. ¿Por qué gritas a causa de tu quebrantamiento? Incurable es tu dolor, porque por la grandeza de tu iniquidad y por tus muchos pecados te he hecho esto” (Jeremías 30:12-15).
Es un párrafo empático, porque el profeta entiende y menciona por nombre la sensación que pesa sobre el pueblo judío. Pero no olvida su rol de profeta y no se calla para decir que semejante dolor es, de principio a fin, consecuencia de los propios errores de esa misma gente.
Pero Jeremías sabe que ese no es el fin. Que viene algo diferente, mejor: “Tú pues, siervo mío Yaacov, no temas, dice el Señor, ni te atemorices, Israel; porque he aquí que yo soy el que te salvo de lejos a ti y a tu descendencia de la tierra de cautividad, y Yaacov volverá, descansará y vivirá tranquilo, y no habrá quien le espante. Porque yo estoy contigo para salvarte, dice el Señor, y destruiré a todas las naciones entre las cuales te esparcí; pero a ti no te destruiré, sino que te castigaré con justicia; de ninguna manera te dejaré sin castigo” (Jeremías 30:10-11).
Es una idea revolucionaria. En ese tiempo cualquiera sabía que una nación conquistada por los asirios o por los babilonios prácticamente había llegado a su fin (a excepción de naciones demasiado grandes, como Egipto). Las estrategias de transformación demográfica aplicadas por estos dos imperios causaban consecuencias letales para la identidad nacional de los reinos pequeños como Israel, ya que generaban mestizajes de gran calado que, en cosa de dos o tres generaciones, alteraban por completo el sentido de pertenencia en la mayoría de la población.
Por eso es sorprendente que Jeremías diga que Israel, aún disperso, no será destruido. Será castigado –y por eso en los versículos 12-15 se mencionan sus pecados como razón del sufrimiento–, pero no sin antes haber dejado en claro que eso no significa el fin.
En una época en la que ver naciones desaparecer ante el embate de reinos más fuertes era de lo más normal, Jeremías planteó de manera nítida y por primera vez un concepto sin precedentes: el sentido existencial del sufrimiento nacional, la comprensión de que aún la derrota ante un imperio cruel y sanguinario como el babilónico no era el principio del fin, sino una oportunidad para aprender una lección.
Demencial, podría haber dicho cualquier habitante del imperio babilónico en ese tiempo, o incluso cualquier judío exiliado a cientos de kilómetros de su hogar.
Pero con eso, Jeremías sentó la base de la convicción que mantuvo en pie al pueblo judío durante los cincuenta años que transcurrieron entre la destrucción de Jerusalén y la derrota babilónica, y que luego volvió a mantener con el ánimo indestructible a un pueblo que vivió en condiciones de fuga, marginación y persecución hasta 1948.
Y me refiero a la convicción de que el sufrimiento tiene un sentido trascendental, y quien lo encuentra y sabe aprovecharlo no sólo no es destruido, sino que se fortalece.
Es obvio que el propio profeta no esperaba que el pueblo judío lo entendiera en ese momento. Las palabras finales de este capítulo lo dicen de un modo incluso poético: “Y me seréis por pueblo, y yo seré vuestro D-os. He aquí la tempestad del Señor sale con furor; la tempestad que se prepara, sobre la cabeza de los impíos reposará. No se calmará el ardor de la ira del Señor hasta que haya hecho y cumplido los pensamientos de su corazón; en el fin de los días entenderéis esto” (Jeremías 30:22-24).
Así que incluso el pueblo de Israel tendría que pasar un largo tiempo antes de poder comprender la magnitud de su experiencia, así como la magnitud de lo dicho por el profeta.
Pero esa es la virtud del profeta: anticiparse a los hechos, prever lo que va a suceder. Y no por magia o adivinación, sino simplemente porque conoce a fondo la naturaleza humana, y sobre todo entiende cómo se da la relación entre D-os y el hombre.
Ese es el punto donde probablemente Jeremías superó a todos los demás profetas. Por supuesto, tenía el antecedente de un profeta tan grande e importante como Isaías. Pero Jeremías tuvo acceso a lo que ningún otro profeta anterior –salvo Samuel–: la riquísima tradición sacerdotal.
Además, a Jeremías le tocó vivir una coyuntura que tampoco estuvo al acceso de los demás profetas bíblicos: el momento de la destrucción del Reino de Judá y el inicio del exilio.
Pero aún en ese momento tan oscuro, Jeremías supo ver que detrás de toda la rebeldía del pueblo de Israel había algo eterno, algo indestructible, algo que habría de mantener al pueblo judío vivo y con la capacidad de reconstruirse.
Eventualmente, no sólo se refirió a la promesa de D-os sobre la futura restauración de Israel, sino que anunció un nuevo nivel de comprensión de la religión (y de eso hablamos en la nota de la semana pasada).
Por todo ello –la coyuntura en la que vivió y la lucidez con la explicó la naturaleza de la tragedia judía, pero también las expectativas a futuro–, Jeremías puede y debe considerarse el padre espiritual de la religión judía, entendiendo ésta como el modo en el que evolucionó la religión del antiguo Israel.
Su mensaje sigue vigente. Ha moldeado el carácter y perfil del pueblo judío, y ha sido una fuente de consuelo para muchas otras personas en los momentos difíciles.
Y en resumen, el mensaje es este: D-os no pasa por alto nuestros errores, sino que permite que vengan sobre nosotros las consecuencias de nuestros malos actos. Pero no nos abandona. Su plan no es la destrucción, sino la enseñanza. Aun de las peores experiencias podemos salir fortalecidos. Si cumplimos bien nuestra parte en ese reto de reconstruirnos, tenemos también el acceso a una nueva comprensión de nuestra relación con D-os, basada en algo más profundo y relevante que el rito y la norma: la espiritualidad.
Eso, en esencia, es el Judaísmo.
Y el primero que nos lo enseñó con esa claridad y en el momento de mayor angustia posible, fue Jeremías.
El kohen.
El profeta.
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