Juntos venceremos
jueves 21 de noviembre de 2024

El verdadero sastre valiente

Enlace Judío México.- ¡Rabí! ¡Quiero que sepa cuál es mi última voluntad! – clamaba el moribundo con lo poco de voz que le quedaba – ¡Cuiden a “Shímale”, mi pequeño hijo! ¡Lo único que quiero es que crezca en el camino de la Torá y que sea un talmid jajam…!
– No te preocupes… – le dijo Rabí Arié Leib (Báal “Shaagat Arieh”) al hombre que en los últimos momentos de su vida pensaba en el futuro espiritual de su único hijo -. Yo me ocuparé de Shímale: Lo criaré en mi propia casa y lo educaré como un tzadik.

RAB DAVID ZAED

Después de la levayá, Rabí Arié Leib se llevó al pequeño huérfano a su casa y éste se convirtió en su propio hijo. El rab no sólo le daba todo lo necesario para su mantenimiento, sino que lo hizo su alumno principal y estudiaba Torá con él casi todo el tiempo, hasta que llegó aquel amargo día…

– ¿Dónde está Shímale? – preguntó el rab – A esta hora siempre está en la casa. Sé que le gusta mucho estudiar Torá, y se me hace extraño que no haya llegado.
– Sí. Es muy raro. Salió a jugar hace un rato, pero ya debería estar aquí. – dijo la rabanit.
– Vamos a ver si está en la casa de alguno de sus amigos – propuso el rab.
Pero la búsqueda fue infructuosa. No estaba en ningún lado.
Las horas pasaban y la preocupación del rab se convirtió en desesperación. Se hizo de noche, y ni rastros de Shímale.
“Báal Shaagat Arié” comenzó a pronunciar tefilot y recibió sobre sí el compromiso de ayunar hasta encontrar a quien se responsabilizó de educarlo y de llevarlo por el buen camino. Todos los yehudim de la ciudad se abocaron a la búsqueda. Se cruzaban en la calle y se preguntaban uno al otro: “¿Sabes algo?” “¿Tienes alguna novedad?”. Pero no aparecieron ni rastros del niño; nadie lo había visto.
De repente, llega corriendo un yehudí a la casa del rab; cierra la puerta a sus espaldas, y mientras jadeaba le dice al rab en voz baja:
– ¡Ya sé dónde está el niño!
– ¿A dónde? ¡Dímelo ya! – le pidió el rab.
– ¡En el monasterio de la montaña!
– ¿Cómo lo sabes?
– Me lo dijo un empleado no judío del negocio. Me pidió que nadie sepa que fue él quien me reveló el secreto porque lo podrían matar. Se enteró que los monjes lo secuestraron para llevárselo a otro país y convertirlo a su religión…
Al escuchar esto, Rabí Arié Leib se desmayó.
– Debes descansar un poco. – escuchó el rab de su esposa cuando volvió en sí.
– ¡No! ¡No! ¡No hay tiempo que perder! – respondió el rab levantándose como un rayo – ¡Tenemos que hacer algo para rescatarlo!
– ¡Pero Rabí! – le decía el hombre que vino a darle la noticia – Ellos no van a admitir que secuestraron al niño. Y entrar al monasterio es muy peligroso. Si encuentran a alguien, en especial a un judío, que se introdujo allí sin permiso, podría ser condenado a muerte.
– ¡Ese niño es mi vida! – gritaba el rab llorando – Yo me comprometí a criarlo y educarlo, y no me lo van a arrebatar de mis manos. ¡De alguna manera tenemos que sacarlo de ahí!
– Sí, pero ¿cómo? – preguntó la rabanit.
– ¡Se me ocurre una idea! ¡Llamen inmediatamente a Efraim Kalonimus! – estalló el rab.
– ¿Efraim Kalonimus? ¿El sastre?
– ¡Sí! ¡Él nos va a poder ayudar! ¡Tráiganlo aquí ahora mismo!
Efraim Kalonimus era un yehudí de lo más simple. Apenas sabía leer, y su inocencia provocaba más de una sonrisa en quienes lo veían. Quizás lo único que hacía bien era manejar hábilmente la aguja y el hilo. Cuando estuvo frente al rab, le dijo:
– ¡Tienes en tus manos la posibilidad de salvar una vida!
– ¿Yo? – el sastre se mostraba incrédulo.
– Tú fuiste muchas veces al monasterio a confeccionarle ropas a los monjes, y eres el único que conoce las puertas y los pasadizos. Irás dentro de un rato, cuando todos estarán dormidos, y sacarás al niño de ahí.
– ¿Y no me pasará nada? – preguntó Efraim luego de mirar a los que estaban a su alrededor, que comenzaron a lagrimear.
“Báal Shaagat Arié” tomó al sastre de los hombros y le dijo:
– Por este acto de arrojo, Hashem te dará larga vida y salud a ti y a tu familia – Efraim se irguió y esbozó una amplia sonrisa. – Y algo más te voy a asegurar – agregó el Rab -: Después de ciento veinte años, tú descansarás a mi lado en el Bet Hajaim…
Los presentes soltaron una exclamación. Eso no era cualquier cosa: ¿Quién sabe lo que podría pasar en muchos años? ¡Y no es tan fácil que a alguien como Efaim le permitan ser enterrado justo a lado del más grande de la generación!
– ¡Cuente conmigo, Rabí! – dijo el sastre.
– Esta misma noche saldrás en dirección a la montaña – le dijo el rab -. Cuando llegues al monasterio entrarás por la puerta de atrás y buscarás al niño tratando de no hacer ruido. Cuando lo encuentres, lo traerás a la ciudad. Aquí te estaremos esperando. – Rabí Arié Leib se volteó y le dio la orden a uno de los que allí estaban: – ¡Tú! Ve casa por casa, y diles a todos los yehudim de la ciudad que esta noche no dormiremos hasta que traigamos sano y salvo a Shímale. ¡Que todos eleven sus plegarias y súplicas! ¡Hashem siempre recibe los pedidos que salen de un corazón sumiso!

Llegó la hora, y en medio de la penumbra de la noche, Efraim Kalonimus salió a cumplir su misión…

Efraim Kalonimus salió en la oscuridad de la noche, y luego de un rato llegó hasta los muros del monasterio. Se dirigió a una pequeña puerta por donde pasaban los trabajadores y proveedores, y comprobó que no estaba cerrada con candado. La abrió, y se introdujo sigilosamente en el monasterio.
Ahora había que averiguar dónde podían tener encerrado al niño, si es que realmente estaba allí. Temblando de miedo, caminaba de puntillas y abría todas las puertas que le resultaban sospechosas.
Tenía, además de la emuná de que Hashem lo estaba protegiendo, una bolsa con algunas prendas de los monjes. Eso le permitiría justificar su extraña visita al monasterio si es que lo descubrían, aunque sin saber a ciencia cierta si esa explicación sería muy convincente.

Mientras ya tenía bastante tiempo de recorrido, pasa por un lugar muy oscuro, y escucha la voz de un niño que estaba entonando una canción que le resultaba conocida. Extiende su brazo, y comprueba que toca la madera de una puerta. La empuja, y aparece frente a sus ojos la lúgubre imagen de una tenue vela que iluminaba una celda donde alojaba a… Shímale.

Lo primero que hizo fue ponerse el dedo sobre sus labios. Shímale reconoció a Efraim y sonrió; quizás por primera vez desde que lo secuestraron. Lo tomó de la mano, y los dos salieron de la celda.
Ya afuera del monasterio, emprendieron el regreso a la ciudad. Por cada paso que daban, miraban atrás. No hablaban una sola palabra; sólo escuchaban cada uno de los ruidos de la noche. Se sobresaltaban por cualquier cosa; así se trate del crujir de una rama o del canto de una rana.
A la mitad del camino, se encuentran de frente con una silueta humana. “¡Estamos perdidos! ¡Nos descubrieron!”, pensaron. La silueta estira su brazo y toma a Efraim de sus ropas.
– Hiciste un buen trabajo, Efraim – le dice un hombre -. ¡Suban a la carreta y vamos a casa!

“¡Shímale fue rescatado! ¡Shímale fue rescatado!”. Rabí Arié Leib dio la orden de que avisen a todas las casas de los yehudim que las Tefilot fueron escuchadas, pero que nadie salga para que las autoridades no se den cuenta de lo que habían hecho. Los enviados del Rab golpeaban las ventanas y decían por lo bajo: “¡Shímale fue rescatado, Baruj Hashem! ¡Quédense adentro y vayan a dormir!”. Y desde afuera se escuchaban los ahogados llantos de alegría y agradecimiento a Hashem.

Al día siguiente llegaron las autoridades junto con los dignatarios del monasterio y, sin avisar, revisaron todas y cada una de las casas de los yehudim de la ciudad.
No encontraron nada. La misma noche que trajeron al niño, después de abrazarlo y besarlo, salió una carreta con destino desconocido para llevarse bien lejos a Shímale.
El niño; el rab y todos los yehudim de la ciudad se habían salvado…
Shímale vivió con otros padres adoptivos, bajo la vigilancia (a la distancia) del Rab Arié Leib. Estudió en una Yeshibá; creció en un ambiente de pureza, y llegó a ser un grande de la Torá.

Pero la historia no terminó allí:
Después de muchos años, el rab falleció. Y después de otros años, el que estaba en su lecho de moribundo era Efraim Kalonimus.
– Quiero contarles algo – les dijo a los que estaban a su alrededor – Hace muchos años, por una cosa que hice, el “Báal Shaagat Arieh” me aseguró que yo iba a descansar a su lado en el Bet Hajaim. ¡Por favor! ¡Cumplan su voluntad!
“¡Pobre hombre!”, murmuraban los que lo acompañaban. “Está tan viejo y enfermo, que cree que va a ser enterrado al lado del más grande de nuestra historia…”.
Efraim Kalonimus se dio cuenta de que no le creían.
– ¡Pongo como testigos al cielo y a la tierra que lo que dije es verdad! – en ese instante, pronunció el Shemá Israel y expiró.

Era Éreb Shabat, y no había mucho tiempo. Hay que llevar el cuerpo antes de que se haga tarde.
Cuando llegaron al Bet Hajaim, una espesa bruma envolvió a los miembros de la “Jebrá Kadishá”. Parecía que se había hecho de noche repentinamente.
Luego, se soltó una terrible tormenta.
– ¡No se ve nada! ¿Adónde es el lugar donde tenemos que dejarlo? – preguntaban los que cargaban el féretro.
– ¡Creo que es aquí! – respondió el encargado de la “Jebrá” – ¡Cavemos y cumplamos la Mitzvá antes de que sea Shabat!

Los miembros de la “Jebrá” hicieron lo que tenían que hacer, y se fueron. El día domingo regresaron a ver cómo quedó su “trabajo”, y se encontraron con la sorpresa de que el cuerpo de aquel simple sastre yacía al lado de la tumba del Gaón Rabí Arié Leib, “Báal Shaagat Arié”.

Efraim Kalonimus puso como testigos al cielo y a la tierra, y de ahí lo ayudaron a cumplir lo que le había asegurado su rab, por haber arriesgado su vida para salvar a la de Shímale y a la de toda su comunidad…

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