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martes 05 de noviembre de 2024

El suicidio de Rudolf Hess, el “niño mimado” de Hitler, y la vida secreta de la cárcel de Spandau

Enlace Judío México.- En Núremberg fue condenado a perpetua. Lo enviaron a la prisión de máxima seguridad custodiada por los Aliados. La dura convivencia con seis criminales de guerra, los aullidos en la noche y el cable de un velador que -el 17 de agosto de 1987- usó para terminar con su vida.

MATÍAS BAUSO

Fue la prisión con menor densidad demográfica de la historia. Tanto es así que en sus últimos veinte años albergó a un solo recluso. Un hombre grande, perdido, con las facultades mentales alteradas, con manías persecutorias, que creía estar viviendo en 1924.

Pero era 1987 y Rudolf Hess merodeada bajo una gran custodia rotativa integrada por soldados de cuatro de las naciones más poderosas: Estados Unidos, la Unión Soviética, Francia e Inglaterra.

Hess, el ex jerarca nazi, tenía 93 años. Era el único que permanecía en la prisión de Spandau, creada por los Aliados para alojar a los nazis juzgados en Nuremberg.

La cárcel era de alta seguridad y las condiciones de reclusión muy severas: la Unión Soviética se opuso, con perseverancia, durante cuarenta años a cualquier propuesta de sus socios que pudiera morigerar las condiciones de prisión de los reclusos o que implicara un mínimo beneficio para ellos.

Sólo los ablandó la impensada longevidad de Hess. Mientras que Estados Unidos proponía entregarlo a su familia o internarlo en una institución mental, los soviéticos sostenían que debía permanecer en Spandau.

Hess era el prisionero más vigilado de la historia. Todos los que estaban en esa cárcel estaban para cuidarlo a él. Sin embargo, ese viejito de 93 años, ese criminal de guerra nazi, el 17 de agosto de 1987, logró escapar de la vista de sus cuidadores y, luego de haber fracasado varias veces en los últimos cuarenta años, logró ahorcarse con el cable de una lámpara.

La cárcel de Spandau se había terminado de construir en 1881. Hasta 1919 había funcionado como lugar de reclusión militar. Durante la Segunda Guerra Mundial tuvo dos fines específicos. Por un lado servía como lugar de tránsito hacia algunos de los campos de concentración cercanos a Berlín; y por el otro, allí fueron alojados y ejecutados varios enemigos, principalmente rusos.

Tenía 132 celdas y en 1946 estaba casi al punto del hacinamiento con más de 650 prisioneros. El estado general del edificio era muy malo. Varios bombardeos habían deteriorado su estructura, algunos muros habían sido derribados (algunos cuentan que era muy fácil fugarse de allí: bastaba con tirar una soga hacia la calle y asirse fuerte de ella hasta descender), no contaba con servicios médicos y la alimentación era escasa.

Todo cambió cuando llegó la orden de evacuar a todos los prisioneros. La cárcel debía quedar vacía e iniciar un proceso fulminante de reconstrucción para alojar a los siete prisioneros que habían logrado salir con vida, pero con largas condenas, de los Juicios de Nuremberg.

Se refaccionaron todas las instalaciones y se reforzó la seguridad de la propiedad, haciendo hincapié en la seguridad perimetral. Spandau debía ser impenetrable. Además batió otro récord. Fue la cárcel con mayor número de guardias por preso. Había 25 guardias por cada detenido.

Los jueces de Núremberg juzgaron a los que se consideraban en ese entonces los 22 nazis de mayor influencia que habían sobrevivido a la caída.

Doce de ellos fueron condenados a muerte y ejecutados tras el proceso; tres fueron absueltos y siete penados con prisión.

Esos siete fueron los habitantes de Spandau. Tres condenados a cadena perpetua: Rudolf Hess, Erich Raeder (Comandante en Jefe de la Marina) y Walter Funk (Ministro de Economía y presidente del Reischbank). A Konstantin Von Neurath (Ministro de exteriores y a cargo de Bohemia y Moravia) le dieron 15 años; como tenía 73 años se interpretó que era otro de los que moriría preso. Albert Speer (Ministro de Armamento, arquitecto del Fuhrer y diarista minucioso en Spandau), con su fingido arrepentimiento, logró escapar a la horca y obtuvo una pena de 20 años. Baldur Von Schirach (líder de las Juventudes Hitlerianas y gobernador de Viena) también recibió dos décadas. Y Karl Dönitz (Comandante de la Marina y sucesor de Hitler al mando del estado alemán -creyó serlo hasta el final de sus días-) recibió la pena más benévola: 10 años.

Pero los magistrados de ese tribunal internacional inédito, una vez dictada sentencia salieron en estampida hacia sus países. No deseaban estar en Núremberg ni un segundo más. Eso hizo que no se supiera bien cómo aplicar las condenas de prisión.

¿Dónde se los alojaría? ¿En qué condiciones? ¿Desde qué día comenzaba a correr el cómputo? Esos y muchos otros interrogantes debieron ser respondidos sobre la marcha navegando entre las tensiones políticas de los cuatro países que decidían.

Respecto de las condiciones de detención, los soviéticos siempre fueron los más rígidos. Pretendían que los prisioneros no gozaran de ningún beneficio, que su estadía en Spandau fuera lo más dura posible. Una carta por mes, una visita cada tres meses, un régimen alimenticio demasiado frugal, incomunicación casi total entre ellos.

Los soviéticos hablaban de reciprocidad: pretendían aplicar el severo estatuto penitenciario alemán de 1943.

Si bien cada país tenía poder de veto en las grandes decisiones, mes a mes la situación cambiaba dado que la administración de Spandau rotaba cada treinta días. Así durante tres meses (salteados) por año soviéticos, norteamericanos, ingleses y franceses tenían el poder en la cárcel.

Spandau fue la última empresa de manejo conjunto que le quedó a los Aliados luego del divorcio producido después de la Segunda Guerra Mundial. El último bien ganancial de los Aliados. Casi el único punto de contacto de las potenciales a lo largo de la Guerra Fría.

La posición estratégica en esa Alemania dividida de posguerra y la importancia de los detenidos hacían que nadie quisiera perder su sitial en las decisiones de la cuestión. Si los rusos eran los que peores condiciones les querían imponer a los detenidos, los ingleses eran los que pedían mayor flexibilidad y humanidad en el trato. Esto no deja de tener un costado paradójico ya que Churchill fue el más férreo opositor a los juicios de Núremberg: el líder británico quería fusilar a los jerarcas nazis sin juicio previo.

Al entrar en Spandau, cada recluso recibió un número de identificación. Del 1 al 7. Premonitoriamente a Hess le otorgaron el 7. Como si alguna fuerza superior hubiera sabido que él sería el último en salir. El que perpetuaría por veinte años, hasta el límite del ridículo, esta cárcel de un hombre solo.

Rudolf Hess combatió en la Primera Guerra Mundial. Fue condecorado por su coraje. Luego conoció a Hitler y compartió prisión con él -allí le dictó el infame Mi Lucha–.

Con los años llegó a ser el segundo en la jerarquía nazi, ocupando varios ministerios y siendo el presidente del partido. Hasta su misterioso viaje en avión a Escocia en medio de la Segunda Guerra Mundial.

La versión más extendida indica que iba a proponerle un acuerdo de paz a Churchill. Así Alemania sólo se tenía que dedicar al frente oriental y a su lucha con los rusos. Detenido cuando tuvo que lanzarse en paracaídas, sostuvo que traía un mensaje de paz del Führer. No fue escuchado por los ingleses y fue negado por los alemanes. Sin certezas, sólo quedó el misterio. Y a él esperar en prisión el final de la guerra.

Su actuar errático continuó durante cuarenta años más.

Nadie supo bien nunca cuál era el estado mental de Hess. Logró despistarlos a todos. ¿Estaba completamente loco? ¿Era un eximio simulador? ¿O alternaba periodos lúcidos con ataques maníacos?

Durante años, mientras estaban los siete prisioneros originales en Spandau, no dejó dormir a sus compañeros de las celdas vecinas debido a los alaridos que pegaba de noche, motivados según él en fuertes dolores en el abdomen, aunque los médicos jamás le encontraron afección alguna. Un guardia confesó que nunca había escuchado nada igual.

En los diarios de Albert Speer muchas entradas mencionan los aullidos nocturnos de Hess. Las autoridades en algún momento pensaron en cambiarlo de sector para que no afectara la salud mental de los otros seis.

En sus cuarenta años de reclusión Hess pasó por los más variados estados de ánimo. Y por varios intentos de suicidio, aunque la mayoría fueron algo tímidos y poco convincentes.

Ya en el Juicio de Núremberg se había hecho pasar por loco, aduciendo una amnesia, que mostró ser sugestivamente selectiva.

En sus últimos años creía ser el mismo que había sido en 1924. Las circunstancias se asemejaban: ese año también lo había pasado en prisión; su compañero de celda le dictaba a Hess un largo escrito: así escribió Hitler Mi Lucha.

Recibió su primera visita en la cárcel recién en 1964, 18 años después de su ingreso. Y fue de su abogado, un excéntrico personaje que ostentaba una habilidad única en la práctica del derecho: con cada intervención suya -siempre enérgicas y extremas- la situación procesal de su defendido empeoraba.

Recién en 1969 lo visitaron su esposa y su hijo. Con el tiempo y siendo el único habitante de ese monstruo espectral en que se había convertido Spandau, obtuvo más libertades y comodidades.

Los soviéticos, sin embargo, se mantenían alertas. Durante una internación en un hospital alemán para ser sometido a una intervención quirúrgica en el corazón, los hombres de la Unión Soviética llegaron al ridículo de mantener -durante su mes de regencia- apostados en las seis garitas de vigilancia, a lo largo de las 24 horas del día, a sus soldados fuertemente armados. Nadie los pudo convencer de la inutilidad de la tarea: el único habitante de la prisión no se encontraba en ella.

Enfermo mental o no, joven o anciano de 93 años, algunas cosas permanecieron inalterables. Obligó a que una de las enfermeras que lo asistía fuera desplazada por que era de raza negra.

Hess tenía una rutina diaria. Mucho más laxa y relajada en la década del ochenta. Una tarde de hace treinta y un años, paseaba como cualquier otra tarde. En medio del jardín había una pequeña cabaña amueblada en la que el anciano criminal de guerra se detenía, cotidianamente, a hacer una breve siesta. Los guardias, en un pacto tácito, le permitían cierta intimidada; sólo debía dejar un ventana visible, son correr la cortina.

La versión oficial -con el tiempo se tejieron las más diversas teorías conspirativas: imaginativas pero poco fundadas- dice que se enroscó el largo cable de un velador alrededor del cuello y se ahorcó.

Así dio por finalizado su largo cautiverio. Y también la vida útil de la prisión de Spandau.

Su hijo Wolf, quien reanudó el contacto con su padre ya de grande, fue el principal impulsor de la teoría del asesinato. Según él, Hess fue asesinado por dos agentes británicos. Sostuvo que dos años después mandó a realizar una nueva autopsia y que el resultado fue muerte por asfixia y no por colgamiento. Además agregó que la artitris avanzada en las manos cansadas de su padre hubieran hecho imposible todas las maniobras que implican un ahorcamiento (el médico de Spandau negó este supuesto).

Esta teoría revisionista, esta versión alternativa de la historia, es una de las tantas historias conspirativas que rodean a los nazis. Modos de intentar torcer la historia y de buscar motivos para nuevas reivindicaciones para los genocidas.

Se debe recordar que en el bolsillo de Hess se encontró una nota dirigida a su familia expresándole agradecimiento por todo lo que habían hecho por él esos años, una nota suicida.

También que no se encuentra móvil alguno al asesinato (Wolf Hess dijo que el padre iba a revelar secretos de guerra británicos: no se entiende qué podría haber dicho de nuevo que no dijo en esos cuarenta años ni qué podría recordar con claridad dada su avanzada demencia senil).

Hess había tenido al menos otro cuatro intentos de suicidio anteriores desde su llegada a Spandau.

La autopsia original fue clara y no controvertida por ninguna parte en su momento; la segunda autopsia no llega a las conclusiones que Wolf Hess sugiere -tampoco se debe olvidar que el hijo de Hess se convirtió en un prominente agitador neonazi-.

Las potencias occidentales durante los últimos diez años de vida del criminal nazi intentaron liberarlo para que regresara a su hogar por razones humanitarias -lo mismo pidieron los diferentes gobiernos alemanes- por lo que no se ve cuál era la utilidad de asesinarlo.

La teoría del asesinato logró convertir a Hess en objeto de culto y cada 17 de agosto se congregaron varios centenares de neonazis a rendirle homenaje, a él y al régimen que representaba, bajo la batuta de Wolf Hess.

En 2012 el municipio alemán en el que se encontraba su tumba le denegó la renovación de la concesión para evitar estas manifestaciones; su cuerpo entonces fue cremado por su familia, y sus cenizas esparcidas en el mar.

Apenas finalizaron los trámites ocasionados por el suicidio de Hess, se comenzó a derruir la cárcel. Mientras el gobierno alemán buscaba precio entre distintas empresas de demolición, los soldados ingleses con hachas, mazas y machetes fueron destruyendo varias de las principales instalaciones y muebles.

No había que perder tiempo. No querían que nada quedara en pie, que nada se conservara como una reliquia, ni que posibilitara un peregrinaje hacia el lugar años después. Esa era una de las mayores preocupaciones de los aliados. Fue por eso que el cuerpo de Hess fue entregado a su familia que se comprometió a realizar un funeral privado.

Dada la avanzada edad de varios de los detenidos originalmente, ese debate -macabro-, el de qué hacer con los cuerpos una vez fallecidos los nazis detenidos, se dio muy tempranamente.

Las posiciones fluctuaron según qué país las sostuviera y según el momento histórico. La Guerra Fría hacía cambiar de opinión con velocidad a los involucrados. Pensaron cremarlos y esparcir las cenizas en un lugar desconocido, enterrarlos en Spandau o entregarlos a las familias.

No fue necesario, salvo en el caso de Hess, tomar una decisión. De los siete jerarcas presos originalmente, seis murieron fuera de la cárcel.

 

 

Fuente:infobae.com

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