Enlace Judío México.- Vienen caminando por el medio del callejón envueltos en una nube de tierra y chocándose entre ellos. Pero no lo hacen como cualquier chico que juega con otros en la calle.
GUSTAVO SIERRA
Son Rahaf, una niña de 11 años, Fadi y Ali, dos varoncitos de 9 y 7. Ciegos de nacimiento y huérfanos de la guerra siria. Llegaron a esta zona del campo de refugiados de Faida, en el valle de Bekaa, en la frontera sirio-libanesa, gracias a unos vecinos que los trajeron de un suburbio de Damasco. Están traumatizados después de vivir durante meses bajo las bombas. Hablan poco y cuentan menos. La trabajadora social Fátima Hellany los contiene mientras esperan que llegue una maestra especializada en Braille que enviará el gobierno desde Beirut. Son apenas tres de los cientos de chicos que aparecen en ese mismo momento, esa mañana fría, para ir a la escuela. La mayoría de ellos, como los hermanitos ciegos, sin familia ni documentos.
“La educación es un derecho de todos los niños y más de estos que están en un estado tan vulnerable. Tenemos ya más de 6.000 chicos aquí en Bekaa y siguen llegando de a cientos cada día”, me cuenta Saskia Baar, la portavoz de la Organización de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) mientras caminamos entre los refugiados. La escuela está constituida por siete carpas amplias de color celeste y blanco en las que los maestros tratan de darles a los chicos herramientas para las circunstancias que están viviendo.
En los nueve campos de refugiados que hay en esta zona de unos diez kilómetros a la redonda y otro tanto de la frontera siria hay decenas de chicos y adolescentes huérfanos que llegaron allí gracias a la ayuda de algún familiar o, simplemente, de un “alma caritativa”. La gran mayoría están sin documentos de identidad y son considerados apátridas. Se los conoce como “los Maktoumeen” (viene de “Maktoumi al-Kayd”, sin reconocimiento por el Estado). Se suman a una legión que aún permanecen en campos de refugiados de la guerra civil de El Líbano durante la década de 1980 o que nacieron allí y nunca consiguieron el reconocimiento de sus Estados. Hay muchos palestinos, sirios e iraquíes. Y no están sólo aquí en El Líbano sino también en Jordania y Turquía.
Y es allí, entre los Maktoumeen donde Hezbolá, el partido y milicia armada libanesa que lucha junto a las fuerzas de Bashar al Assad e Irán en la guerra siria, está buscando sangre joven. Necesita imperiosamente reemplazar a los aproximadamente 2.000 combatientes que perdió en Siria y a los 8.000 o 9.000 que sobrevivieron pero están exhaustos. En las últimas semanas, funcionarios civiles del “Partido de Dios” recorrieron los campos de refugiados de Bekaa y la zona sur de Beirut para detectar a los adolescentes de entre 10 y 18 años que forman parte de la legión de los Maktoumi al-Kayd y que podrían unirse a sus filas. Les ofrecen entregarles una tarjeta de residencia temporal con la que podrían circular y les garantizan su subsistencia. La única exigencia es que atiendan un curso en alguno de los cuarteles que tiene la milicia chiita en el centro y sur del país. Allí intentarán captarlos para la organización y darles entrenamiento militar.
La cultura del martirio que rodea a los chiitas en general junto con el imaginario del miliciano héroe que predomina entre los jóvenes libaneses musulmanes, nutrió por años una milicia de aspirantes a mártir. “No tenemos uno o 10 comandantes, ni miles de combatientes, sino generaciones de comandantes y combatientes”, aseguraba Hassan Nasrallah, el líder del Hezbolá en un programa del canal de televisión de ese partido, Al Manar.
Sin embargo, en el sur del país, las familias chiitas son cada día más reticentes a entregar a sus hijos a una guerra que consideran ajena.
“No se nos ha perdido nada en Siria, y el enemigo sionista esta al sur no al este de Líbano”, me dice un panadero oriundo de la sureña localidad de Bint Yebel y que ahora vive en Faida, muy cerca de la frontera siria.
Tampoco convence como lo hizo por décadas el subsidio de 400 dólares que reciben las viudas o las madres de los milicianos muertos en combate. “No alcanza para nada. Yo perdí a mi marido y ahora tengo a mis dos hijos en Siria ¿Qué voy a hacer?”, decía entre llantos una mujer libanesa entrevistada por la cadena Al Jazeera. Por todo esto es que Hezbolá posó su mirada sobre los Maktoumeen y su necesidad de obtener una identidad. “Eso es lo más importante, estos chicos necesitan reconocimiento. No lo tienen de sus padres ni de su país ni del que les dio refugio”, comenta Saskia Baar. Una necesidad de los indocumentados de Medio Oriente que los convierten en “carne de cañón” de las organizaciones extremistas.
Los chicos que quedaron en la zona de guerra, y particularmente los que vivieron dentro del califato del ISIS hasta su caída en octubre de 2017, no tuvieron ese “privilegio” de ir a estudiar o dedicarse a jugar. Las escuelas bajo el dominio del régimen de Bashar al Assad funcionan sólo en algunas zonas y en forma intermitente. En el califato cambiaron el currículum tradicional para convertirlas en centros de adoctrinamiento. Y los varones mayores de 9 años fueron reclutados para campos de entrenamiento donde recibían instrucción religiosa y militar. Después de dos o tres meses, los pre-adolescentes eran enviados para cumplir tareas bélicas. De acuerdo al relato de decenas de testigos, a los chicos los mantenían en el frente para enviar mensajes entre las unidades, preparar la comida y las armas de los combatientes y también como donadores de sangre para los milicianos heridos. En otros casos, directamente los usaron como escudos humanos.
Con su participación en la guerra siria, el Hezbolá ganó peso político dentro de El Líbano. En mayo, en las primeras elecciones parlamentarias en nueve años, la rama política del movimiento y sus aliados obtuvieron más de la mitad de los escaños. Esto también reforzó la influencia de Irán en la región y complicó la relación libanesa con Israel y Estados Unidos de quien depende para reactivar su estancada economía. El Hezbolá surgió en 1982 como respuesta a la intervención israelí de ese momento y sus milicianos fueron entrenados, organizados y adoctrinados por comandantes de la Guardia Revolucionaria de Irán. De Teherán continúa recibiendo importantes remesas de dinero para subsidiar a grandes porciones de la población chiita libanesa. También tiene una ramificación internacional importante como la que mantiene en la Triple Frontera de Argentina, Brasil y Paraguay. Allí, como en otros centros comerciales de todo el mundo, un grupo de comerciantes libaneses lavan y transfieren dinero de la organización desde y hacia Beirut.
La estrategia de Hezbolá de construir una “sociedad de resistencia” hace que el entrenamiento de sus futuros líderes comience a muy temprana edad. A los seis o siete años, los chicos se inician en el movimiento juvenil de Hezbolá, un primer paso en el largo camino para convertirse en un luchador de la resistencia. “Las actividades incluyen conferencias, obras de teatro y eventos deportivos a través de los cuales los jóvenes participantes se sumergen en el entorno moral, religioso, político y cultural de Hezbolá. Las asociaciones culturales y editoriales afiliadas a Hezbolá producen libros y panfletos y organizan seminarios y conferencias para difundir el credo de la resistencia”, reza el sitio oficial del partido. Organizaciones como la Asociación Cultural Islámica Maaref, el Instituto Imam al-Mahdi y el Centro Cultural Imam Jomeini, organizan las actividades de los chicos. La mayoría del material de lectura que reciben proviene de Irán. Con dibujos y lenguaje simple promueven las enseñanzas del Ayatollah Ruhollah Jomeini. También ven dibujos animados que relatan historias de la resistencia o cuentos de hadas con judíos malvados y heroicos niños palestinos y libaneses.
Durante las vacaciones de verano es común ver en los suburbios del sur de Beirut las hileras de chicos que van a las “colonias” del Hezbolá. Allí toman clases, compiten en pruebas de atletismo o se distraen con una película en un ambiente fuertemente militarizado. También asisten a campamentos organizados por los “Imam Mahdi Scouts” en los valles del sur libanés y el norte de Bekaa, imbuidos de un sentido de hermandad militar y disciplina repleta de uniformes. Durante la conmemoración de la festividad religiosa de Ashura o los desfiles anuales del Día de Jerusalén, los niños pequeños marchan junto a los combatientes regulares, todos vestidos con uniformes de camuflaje y fusiles de madera mientras cantan “Oh Jerusalén, estamos llegando”.
Un miliciano alto y engreído del Hezbolá, de unos 35 años, que me “custodió” mientras esperaba para hablar con un comandante en Beirut en 2013, me mostró imágenes en su teléfono celular de unos 50 chicos de escuela primaria vestidos con uniformes camuflados que marchaban por una escarpada montaña. Me explicó que eran los hijos de los “shahid” (mártires), los combatientes muertos en acción, que estaban participando en un ejercicio de entrenamiento militar. Los instructores caminaban junto a los niños y los ayudaban a trepar cuesta arriba. En un momento se camuflaban manchando la cara con tierra y algunos disparaban con un rifle AK-47 apuntando a las rocas de un río. Un instructor arrodillado los ayudaba a sostener el arma pesada. “Ésta es la próxima generación de muyahidines”, me dijo el comandante con una sonrisa orgullosa.
Muchos de esos chicos del video del miliciano, probablemente ya se convirtieron en combatientes o están a punto de serlo. A ellos se les unirán ahora los Maktoumeen, los chicos huérfanos de la guerra que no tienen muchas otras alternativas más que regresar al campo de batalla para conseguir una identidad.
Fuente: cciu.org.uy
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