Enlace Judío México.- Cuando llegó a Auschwitz, la ginecóloga Gisella Perl comprendió que las embarazadas eran asesinadas de inmediato, o a lo sumo luego de servir a los experimentos brutales de Joseph Mengele. Decidió entonces ayudarlas a abortar y así salvó sus vidas.
En 1982, a los 72 años, de visita en Nueva York desde Israel, donde vivía, para recibir un homenaje, Gisella Perl, ginecóloga que fue a la vez prisionera y médica de otras mujeres en los campos de concentración nazis, dijo que lo peor que podía pasarle a alguien en Auschwitz —una afirmación difícil— era ser una mujer embarazada. Ella arriesgó su vida, como acaban de recordar en un estudio sus colegas, e historiadores de la Shoah, George Weisz y Konrad Kwiet, para salvar la de una cantidad incalculable de mujeres: las ayudó a abortar —o a provocar un parto prematuro, en el caso de las que llevaban meses de gestación— y, así, a sobrevivir.
Heinrich Himmler había argumentado que no tenía sentido exterminar a los adultos “y dejar que sus niños crezcan y se venguen de nuestros hijos y nietos”: así, de seis millones de personas asesinadas, en su inmensa mayoría judíos, un millón y medio fueron niños. Al llegar al campo de concentración, las embarazadas iban directamente a las cámaras de gas.
Las que ocultaban su estado por un tiempo solían delatarlo porque no podían hacer trabajo forzado como las demás, y pronto tenían el mismo destino. Si lograban llegar a término, sus hijos eran ahogados al nacer, o recibían una inyección letal.
Josef Mengele, que realizaba experimentos médicos brutales con los detenidos, tenía una predilección por los gemelos, los discapacitados y las embarazadas. “Mengele me dijo que era mi deber informarle sobre cada mujer embarazada”, recordó Perl en una nota de The New York Times. “Dijo que irían a otro campo para recibir mejor nutrición, incluso leche. Las mujeres corrían a avisarle directamente a él: ‘Estoy embarazada'”.
Sin embargo, Perl sabía que se trataba de una mentira. En sus memorias, I was a doctor in Auschwitz (Fui una médica en Auschwitz) recordó que un día de 1944, cerca del crematorio, vio embarazadas “apaleadas con porras y fustas, destrozadas por perros, arrastradas por los pelos y golpeadas en el estómago con las pesadas botas alemanas”. En el momento en que se desmayaban, las arrojaban al crematorio. “Vivas”.
“Decidí que nunca más habría una embarazada en Auschwitz”, escribió.
Y, como señalaron Weisz y Kwiet en la Revista Médica Rambam Maimonides, se sumó a la historia de “hombres y mujeres detenidos por los nazis que arriesgaron sus vidas para salvar otras”. En su caso, enfrentó “un dilema moral” que fue “un desafío incuestionable”.
“La decisión le costó mucho, pero comprendió que si ella no interrumpía los embarazos, tanto las madres como sus hijos enfrentarían una muerte segura”, agregaron. “A pesar de sus creencias profesionales y religiosas como médica y judía practicante, Perl comenzó a realizar abortos sobre el piso sucio, sólo con manos sin lavar. Sin instrumentos médicos ni anestesia, y con frecuencia en las cuchetas abarrotadas y mugrientas dentro de las barracas para mujeres de Auschwitz, Perl terminó con innumerables fetos con la esperanza de que las madres sobrevivieran y, luego, quizá, pudieran tener hijos”.
En ocasiones se encontró con gestaciones muy avanzadas, que ya no permitían el aborto. Entonces perforaba la bolsa amniótica y dilataba manualmente la cervix de la madre para inducir el parto. “En esos casos, los niños prematuros morían casi instantáneamente”, explicaron los médicos e historiadores. “Sin la amenaza del descubrimiento de su embarazo, las mujeres podían volver a trabajar, ganar un aplazamiento de sus condenas a muerte”.
Perl escribió con particular emoción sobre la circunstancia límite de esos partos prematuros forzados en la miseria del campo de concentración: “Nunca nadie sabrá lo que significó para mí destruir esos bebés, pero si no lo hubiera hecho, tanto la madre como el hijo habrían sido asesinados de manera cruel”. En una ocasión, estranguló a un niño de tres días, tras darle un beso de despedida.
Gisella Perl nació en 1907, en un hogar de judíos ortodoxos, en Sighetu Marmatiei, en Transilvania, Rumania. Fue una niña precoz, la primera judía que terminó el secundario en su pueblo y la primera mujer egresada de Medicina. Se casó y tuvo uno hijo y una hija. Trabajaba como ginecóloga cuando los nazis invadieron la región en mayo de 1944. En una razzia de cinco días, los alemanes deportaron a los 14.000 judíos del pueblo, en su mayoría a Auschwitz, donde murieron casi de inmediato. Entre ellos, el marido y el hijo de Perl, detenidos con ella; la hija fue escondida por una familia de gentiles.
Cuando llegó al campo y la separaron de su familia, Perl fue obligada a ocuparse de las donaciones forzadas de sangre de las detenidas para socorrer a los soldados alemanes heridos. “Olvidaron la rassenschande, la contaminación con sangre judía inferior. Éramos demasiado inferiores como para vivir pero servíamos para mantener el Ejército alemán vivo con nuestra sangre”, escribió en sus memorias.
Cuando Mengele supo que era ginecóloga la cambió de tarea. Sin camas, instrumentos ni medicinas, trataba a las pacientes con su voz: “Les contaba historias bonitas, les decía que un día celebraríamos de nuevo los cumpleaños, que un día volveríamos a cantar”. La misma desesperanza en la que se ahogaba se convirtió en “un sentimiento de rebelión que me sacó de mi letargo y me dio un nuevo incentivo para vivir”.
No se sabe a cuántas mujeres salvó. Pero sintió que ellas la salvaron a su vez: “Yo debía permanecer con vida. Dependía de mí salvar a todas las mujeres embarazadas” de su destino en la cámara de gas. “Dependía de mí salvar la vida de las madres, si no había otra manera, destruyendo la vida de sus hijos no nacidos”, escribió.
La evacuación del campo en 1945, cuando se aproximaba el ejército soviético, llevó a la muerte de la cuarta parte de los 60.000 detenidos en Auschwitz. Para entonces Perl estaba en otro campo, cerca de Hamburgo; cuando llegó la liberación, trasladada a Bergen-Belsen, las tropas británicas la encontraron asistiendo el parto de una mujer. Fue el primer niño judío que nació en libertad en Bergen-Belsen.
Luego buscó a su marido y a su hijo en Alemania, durante meses. Al fin averiguó que los habían matado. En 1947 intentó suicidarse. Sobrevivió y emigró a los Estados Unidos.
“Al llegar, se sospechó que Perl había cometido crímenes de guerra”, resumieron Weisz y Kwiet la pesadilla que le esperaba, y que Joseph Sargent contó en la película Out of the Ashes. Logró probar que no había colaborado con Mengele y “su testimonio resultó clave para condenar a al menos un médico en los juicios de Auschwitz, y fue visiblemente similar a los testimonios de otros sobrevivientes”. En una de las ocasiones en las que habló de su tragedia, conoció a Eleanor Roosevelt: con su ayuda se convirtió en ciudadana estadounidense y abrió una clínica de obstetricia en Manhattan, dedicada en su mayor parte a sobrevivientes de la Shoah.
Retomó la vida académica y se dedicó a investigar sobre infertilidad en el Hospital Mount Sinai, donde trajo al mundo a más de 3.000 niños. Murió el 16 de diciembre de 1988 en Herzliya, Israel, adonde había emigrado para vivir con su hija.
Fuente:infobae.com
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