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domingo 22 de diciembre de 2024

A diez años de “Nazis en las Sombras”: la exhumación de un libro más vigente y terrible de lo que parece

Enlace Judío México e Israel.- Recuerdo de niños de gris y rapados, escritores valientes, y el asombroso diálogo entre un SS y un prisionero célebre.

ALFREDO SERRA

En estos días se han cumplido diez años de la publicación del libro Nazis en las Sombras – Siete historias secretas, editado por Atlántida y la AMIA.

Fue escrito a partir de mis investigaciones y seguimiento de tres criminales de guerra. Tres monstruos del infierno desatado por Hitler y su Tercer Reich.

¿Sus nombres? Walter Kutschmann, Eduard Roschmann y Klaus Altmann (Barbie).

Al primero lo encontré en Miramar, costa de Buenos Aires. Empleado de la empresa Osram, se ocultaba detrás de otro nombre: “Pedro Ricardo Olmo”.

Lo entrevisté, y en la nota revelé su paradero con detalles precisos: calle, edificio, número de departamento, y marca, color y patente de su auto.

A pesar de que pendían sobre él varios pedidos de captura, las autoridades argentinas hicieron la vista gorda. Como a partir de 1945, predominó su admiración, complicidad y protección de la escoria nazi…

Lo desenmascaré en julio de 1975, pero recién una década después, ante la presión internacional, fue detenido. Internado en el hospital Fernández, murió de un ataque al corazón el 30 de agosto de 1986.

Impune…

El segundo, Eduard Roschman, entró a la Argentina en 1948 y pronto logró documentos de identidad a nombre de “Federico Wegener”. Conocido durante la guerra como El Carnicero de Riga, inspiró al escritor y hombre de los servicios secretos británicos Frederick Forsyth su novela Odessa: historia de la red de protección de criminales fugitivos nazis.

Extraño golpe del destino: Forsyth narró la mitad de la vida de Roschmann, pero ignorando el resto, le dio a su novela un giro de ficción.

La otra mitad –la real– estuvo en mis manos…

En julio de 1977, una de las muchas pistas me llevó a Asunción del Paraguay, donde vivió varios días en una miserable pensión.

La noche antes de mi llegada al lugar, y ya sin dudas sobre su verdadera identidad… el azar me jugó en contra: lo habían internado (ataque al corazón), y lo reconocí en la morgue por su cara, que no había cambiado demasiado respecto de sus documentos, y por cinco dedos de sus pies, mutilados: dato señalado desde su Agencia Judía por Simon Wiesenthal.

Impune…

En marzo de 1972, la investigadora Beate Karsfeld lanzó un alerta rojo: “Klaus Barbie, el jefe SS de la Gestapo en Lyon, Francia, durante la ocupación nazi, vive en Bolivia”.

Allí partí. Altmann/Barbie estaba detenido en el Panóptico de San Pedro, la principal cárcel de La Paz, por presión internacional…, pero bajo una excusa faresca: ¡averiguación de identidad!, cuando vivía , hacía negocios y era un ciudadano ilustre para Bolivia… ¡desde su llegada en 1951!

Por una triste razón, y a pesar del medio centenar de periodistas europeos que intentaban entrevistarlo, fui el único al que recibió: sus primeros pasos de refugiado los dio en Buenos Aires y bajo el germanófilo manto de protección del gobierno peronista.

El reportaje fue tan exitoso como aterrador. Un nazi de pies a cabeza, SS (cuerpo de elite), defendiendo sus crímenes, alabando a Hitler, y añorando el retorno de las águilas y las cruces gamadas.

La nota se publicó en las revistas GENTE y Paris Match, y en Infobae el 20 de enero de 2017.

A pesar de la avalancha de pruebas, Bolivia lo extraditó a Francia… ¡en 1983! Juzgado en Lyon con increíble demora a partir de 1987 y sentenciado a cadena perpetua por crímenes contra la humanidad, murió de cáncer cuatro años después: 25 de septiembre de 1991.

 

Casi impune…

El aniversario citado –esos diez años del libro–me impulsa, además de la breve reseña de los tres criminales, a reflotar de esas páginas un tríptico nada arbitrario. Un lejano recuerdo de mi niñez, una valiente actitud –con insólito final– de grandes escritores nuestros, y el último capítulo de un documento acusador para todo tiempo: el libro Los Asesinos están entre Nosotros, de Simon Wiesenthal, cuya edición francesa tuvo la generosidad de dedicarme.

Carta Abierta a la Argentina cómplice

En 1946, las gorras de los generales nativos eran anchas, duras y altas, altísimas. En 1946, los cascos de los soldados nativos cubrían toda la frente y toda la nuca. En el primer caso, no por estética. En el segundo, no por celosa protección. Eran así porque también las gorras y los cascos nazis eran así. Y miente el que diga lo contrario: en aquellos años, la germanitis, los germanófilos y los tercerreichistas pululaban en cada esquina de Buenos Aires, de la vasta llanura, del inhóspito sur…

Desde luego, yo no lo sabía. Yo era un niño. Tenía siete años. Iba a la “escuela número veinticuatro consejo escolar quince, sin nombre” (así se decía, de un tirón), en O´Higgins al dos mil ochocientos, barrio de Núñez, y estaba en primero superior, grado ya desaparecido.

Un día de invierno llegaron a la escuela muchos chicos de piel muy blanca. Algunos, de pelo colorado. El realidad, ese color era difícil de distinguir, porque todos –pelirrojos, rubios, castaños– estaban rapados: raro contraste contra nuestros jopos engominados.

Cuando preguntamos por qué, la señorita dijo “por los piojos”.

Me pregunté si sus tristes, horribles guardapolvos grises –que hacían más blancos los blancos y almidonados del resto– y sus zapatillas (era obligación, para el resto, usar zapatos) tendrían relación con los piojos, pero no encontré respuesta.

Ellos no hablaban como nosotros, no eran como nosotros. Por eso, cuando llegaba la hora de Religión, alguna temida autoridad de la escuela los invitaba a pasar a otro ámbito (el helado patio, casi siempre) con palabras hirientes:
–Los judíos, afuera.

Esta mínima historia no merece más suspenso: lo dice todo. Ellos, “los del asilo” (otro mote que circulaba entre los maestros), eran huérfanos judíos refugiados. Sus padres habían muerto en los campos de exterminio. Eran víctimas del Holocausto: palabra y espanto que aprendí mucho después. Los habían torturado y asesinado los Mengele, los Roschmann, los Kutschmann, los Bormann, los Schwammberger: muchos de los que vivieron, impunes y hasta la vejez, en la Argentina de Perón. Y así los trataba el sistema educativo criollo…

Muchos años después, cuando pude gritarle su nombre a Kutschmann y complicarle sus serenas noches de música clásica, rosas y perros dormitando junto al fuego, sentí que una deuda moral con aquellos chicos rapados, de gris y sin abrigo, estaba saldada. Apenas, por supuesto. Pero saldada al fin.

De buenos y de hijos de puta.

Adolfo Bioy Casares, en su libro Descanso de caminantes, cuenta esta historia…

“Ezequiel Martínez Estrada (1895–1964) era enjuto, de frente ancha, ojos redondos, hundidos, afiebrados, labios finos, voz criolla baja, de expresión tajante. Podía ser muy despreciativo si el interlocutor no le inspiraba temor o siquiera respeto. Carecía de coraje. Durante el primer peronismo estuvimos los dos en la comisión directiva de la Sociedad Argentina de Escritores, él como presidente, yo como vocal. Entre las conversaciones entre amigos aventuraba juicios condenatorios contra el peronismo, pero como presidente de nuestra sociedad descollaba por encontrar siempre razones de orden estratégico para postergar toda declaración que pudiera molestar al tirano. Su habilidad era prodigiosa: en casi todas las reuniones conseguía suprimir o modificar algún proyecto de protesta sin que a nadie se le ocurriera jamás que lo impulsaba la cobardía o la tibieza de convicción. Al comienzo de la guerra, cuando habían caído Polonia, Francia, Bélgica, Holanda, Noruega; cuando Inglaterra defendía sola al mundo libre, nos reunimos (por indicación de Borges y mía) en el restaurante chino La Pagoda, en Diagonal Norte y Florida, para firmar un manifiesto a favor de los aliados”.

“Esa mañana, los primeros en llegar fuimos Borges, Ulyses Petit de Murat, Martínez Estrada y yo. Entre Borges y yo explicamos nuestro propósito. Martínez Estrada dijo que quería hacer una salvedad o, por lo menos, una reflexión. Nos preguntó si no habíamos pensado que tal vez hubiera alguna razón, y quizá también alguna justicia, para que unos perdieran y otros triunfaran. Si no habíamos pensado que tal vez de un lado estaban la fuerza, la juventud, lo nuevo en toda su pureza, y del otro, la decadencia, la corrupción de un mundo viejo. Yo pensé que con un personaje así no se podía ni siquiera discutir y, mentalmente, lo eliminé de la posibilidad de firmantes. Me apresuraba, me equivocaba. Ulyses Petit de Murat se levantó y dijo que para nosotros el asunto era más simple: de un lado está la gente decente, del otro los hijos de puta. Si es así –contestó Martínez Estrada–, firmo con ustedes encantado. Y ante mi asombro, estampó su firma”.

“Dirían que se ha vuelto loco”

“Era una tarde de septiembre de 1944. Nos hallábamos cerca de Grybow, Polonia, durante la retirada alemana del Este. El campo de concentración de Lwów había sido liquidado, sus doscientos guardas SS se habían desenganchado con éxito del avance del ejército rojo, y yo era uno de los treinta y cuatro sobrevivientes de ese campo…

Aquella tarde, el Rottenführer Merz me había invitado a echar con él un vistazo en el pueblo vecino. La comida escaseaba: se trataba de conseguir algunas papas, y como yo hablaba polaco, Merz pensó que podría serle útil.
Era un día caluroso. Encontramos dos bolsas de papas pequeñas en casa de un campesino, así que de vuelta al vivac, cada cual cargaba con una de ellas. Cosa de por sí insólita, porque de costumbre yo hubiera tenido que llevar las dos.

Al llegar a un arroyo, junto a un bosque, Merz propuso que nos sentáramos un poco a descansar. Merz fue uno de los pocos SS que se había mostrado siempre correcto con los prisioneros: no nos había apaleado, nunca nos había hablado a gritos, y se dirigía a nosotros con un Sie, el “ustedes” alemán, como a seres humanos. Sin embargo, yo no estaba preparado para lo que siguió:

Merz me dijo:

–De pequeño me contaron aquel cuento de hadas del niño que quiere ir a cierto lugar, expresa su deseo, y un águila de enormes alas lo lleva allí. ¿Lo recuerda, Wiesenthal?

–Bueno, recuerdo el de la alfombra mágica.

–Sí, la idea es la misma.

Merz se había echado boca arriba y contemplaba el cielo. Todo era pacífico, irreal: el prisionero y el SS descansando en el idílico campo en medio del Apocalipsis.

–¿Y si el águila se lo llevara a América, qué contaría allí?

Permanecí en silencio.

Merz adivinó mis prensamientos. Sonrió y me dijo:

–No tema. Puede hablar con franqueza.

–Herr Rottenfürer, ¿cómo llegaría yo a América? Es como si pretendiera ir a la luna.

–Imagínese, Wiesenthal, que llega a Nueva York y la gente le pregunta “¿Cómo eran esos campos de concentración alemanes?” ¿Qué respondería usted?

Le dije, recuerdo que vacilando:

–Creo… creo que les diría la verdad.

¿Iba a matarme? Había visto a los SS matar con mucho menor motivo.

Merz seguía contemplando el cielo. Asintió con la cabeza, como si hubiera esperado aquella sincera respuesta.

–Usted le contaría la verdad a la gente de América. Eso es. Y… ¿sabe lo que ocurriría, Wiestenthal?

Se incorporó lentamente, me miró y sonrió:

–No le creerían. Dirían que usted se había vuelto loco, y hasta quizá lo encerraran en un manicomio. ¿Cómo podría nadie creer semejante horror sin haber pasado por él?

Así termina el libro Los Asesinos están entre Nosotros: las estremecedoras memoria de Simon Wiesenthal (1905–2008), arquitecto, sobreviviente de nueve campos de concentración, director de la Agencia Judía de Viena, que cada vez que lo llamaron “Cazador de Nazis”:

–No me cabe ese término. Nunca quise venganza. Quise justicia.

Post scriptum. En los últimos tiempos se ha puesto de moda decir “no me gusta ser autorreferencial”. Inútil preludio para una catarata de autorreferencias…

Pues bien. No tengo ese prurito ni esa excusa. En el caso de esta nota, y por los diez años del libro antes citado, creo necesario agitar ciertas memorias dormidas por simple distracción… o por vergüenza.

En todo caso, me atengo –con respeto por esos nombres– a las palabras de Miguel de Unamuno que solía recordar Abelardo Castillo:

–Escribo sobre mí porque soy el hombre que tengo más a mano.

 

 

 

Fuente:infobae.com

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