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sábado 02 de noviembre de 2024

Sinfonía inconclusa

Enlace Judío México e Israel – La muerte de Moshé del otro lado del Jordán debe consolarnos a todos, al darnos cuenta de que no alcanzaremos todos nuestros objetivos.

RABINO JONATHAN SACKS

Cada año, al aproximarnos al final de los libros de Moshé y de su vida, me pregunto: ¿realmente debía terminar de esa manera, sin la posibilidad de poner un pie en la tierra a la que condujo a su pueblo durante 40 tempestuosos años? En la Corte Celestial, ¿no podría la justicia haber cedido el paso a la misericordia en los pocos días que le habrían llevado a Moshé cruzar el Jordán y ver cumplida su misión? ¿Y por qué estaba siendo castigado? ¿Por un momento de ira cuando habló duramente a los israelitas mientras se quejaban por la escasez de agua? ¿Un líder no puede ser perdonado por haber cometido una sola falta en 40 años? En la boca de los sabios: ¿Es esta la Torá y esta su recompensa?

La escena en la que Moshé asciende al Monte Nebó para ver de lejos la tierra a la que nunca ingresaría es una de las más conmovedoras de todo el Tanaj. Hay una extensa literatura midráshica que responde a la petición de Moshé: “Permíteme, te suplico, cruzar y ver la buena tierra que está al otro lado del Jordán” (Deuteronomio 3:25), una escena dramática, en la que Moshé expresa un argumento tras otro en su defensa, solo para recibir una rotunda negativa del Cielo: “Basta ya; No me hables más de este asunto”. (Deuteronomio 3:26) ¿Por qué?

Este es el hombre que el Tanaj lo llama “servidor de Dios” 18 veces. Ningún otro ha merecido esta descripción excepto Joshua, dos veces. Su propio obituario en la Torá dice: “Nunca más se levantó profeta en Israel como Moshé” (Deuteronomio 34:10). ¿Por qué aparentemente fue tratado por Dios con tanta dureza, cuando entre sus atributos existen el perdón y la compasión?

Claramente, la Torá nos dice algo fundamental. Pero, ¿qué es? Hay muchas explicaciones. La más profunda y simple nos lleva al comienzo de los tiempos: “En un principio Dios creó el cielo y la tierra”. Hay un Cielo y hay una Tierra, y no son lo mismo.

En la historia de la civilización, una pregunta ha resultado ser la más difícil de todas. En palabras del Salmo 8: “¿Qué es el hombre que tienes en mente?” ¿Qué es el ser humano? Somos una pizca infinitesimal en un universo casi infinito de cien mil millones de galaxias, cada una de las cuales contiene cien mil millones de estrellas. Sabemos que nuestras vidas son como de un microsegundo frente a la casi eternidad del cosmos. Somos terriblemente pequeños. Sin embargo, también somos asombrosamente grandes. Dominamos el planeta. Tenemos un creciente control sobre la naturaleza. Somos la única forma de vida conocida hasta ahora, capaz de preguntar: “¿Por qué?”

De ahí las dos tentaciones que han acosado al Homo Sapiens desde el principio: pensarnos más pequeños o más grandes de lo que realmente somos. ¿Cómo habríamos de entender la relación entre nuestra mortalidad, falibilidad y la infinitud del tiempo y el espacio?

Frecuentemente, las civilizaciones han eliminado la línea divisoria entre lo humano y lo divino. En la mitología, los dioses se comportan como humanos, discuten, pelean y luchan por el poder, mientras que algunos humanos, los héroes, son considerados semidioses. Los egipcios creían que los faraones se unían a los dioses después de la muerte; algunos fueron considerados dioses aún en vida. Los romanos declararon a Julio César como Dios después de su muerte. Otras religiones creen que Dios ha adquirido la forma humana.

Ha resultado excepcionalmente difícil evitar adorar al ser humano fundador de una fe. En la era moderna, la supresión de los límites se ha democratizado. Nietzsche argumentó que tendríamos que ser como los dioses para reivindicar el haber destronado a Dios mismo. El antropólogo Edmund Leach comenzó sus conferencias de Reith con las siguientes palabras: “Los hombres se han vuelto como dioses. ¿No es hora de que comprendamos nuestra divinidad?” Como judíos, creemos que esta es una estimación demasiado elevada de nuestra o de cualquier humanidad.

Por otro lado, en el mito y más recientemente en la ciencia, los humanos has sido considerados cercanos a la nada. En El Rey Lear, Shakespeare hace que Gloucester afirme: “Lo mismo que las moscas para los chicuelos traviesos somos nosotros para los dioses: nos dan muerte por divertirse”. Somos juguetes descartables de los dioses, impotentes ante fuerzas que están fuera de nuestro control. Como señalé en un ensayo anterior, algunos científicos contemporáneos han expresado posturas seculares equivalentes. Dicen que no hay nada que distinga al Homo Sapiens de otros animales. No hay alma. No hay un yo. No hay libre albedrío.

Voltaire habla de los humanos como “insectos que se devoran los unos a los otros en un pequeño átomo de barro”. Stephen Hawking dijo que “la raza humana es solo una escoria química en un planeta de tamaño moderado, que orbita alrededor de una estrella muy promedio en el suburbio exterior de uno entre cien mil millones de galaxias”. El filósofo John Gray escribió que “la vida humana no tiene más sentido que la baba de un moho”. En Homo Deus, Yuval Harari sugiere que “mirando hacia atrás, la humanidad será considerada como una onda en el flujo de datos cósmicos”.

El judaísmo es la protesta de la humanidad contra ambas ideas. No somos dioses. Y no somos basura química. Somos polvo de la tierra, pero en nosotros existe el aliento de Dios. Lo esencial es nunca borrar el límite entre el Cielo y la Tierra. La Torá habla en forma oblicua de este tema. Nos dice que hubo una época anterior al Diluvio, “que viendo los hijos de Dios que las hijas de los hombres eran hermosas, tomaron para sí mujeres, escogiendo entre todas” (Génesis 6:2). También nos dice que después del Diluvio los humanos se reunieron en el llano de Shinar y dijeron: “Vengan, construyamos una ciudad para nosotros y una torre que llegue hasta el cielo. De esta manera nos volveremos famosos” (Génesis 11:4) . Independientemente de lo que significan estas historias, hablan de eliminar la línea divisoria entre el Cielo y la Tierra: “Hijos de Dios” que se comportan como humanos y humanos que aspiran vivir entre los dioses.

Cuando Dios es Dios, los humanos pueden ser humanos. Primero separar, luego relacionarse. Esa es la manera judía.

Para nosotros, como judíos, la humanidad en su punto más alto sigue siendo humana. Somos mortales Somos criaturas de carne y hueso. Nacemos, crecemos, aprendemos, maduramos, nos abrimos camino en el mundo. Si somos afortunados encontramos el amor. Si somos bendecidos, tenemos hijos. Pero también envejecemos. El cuerpo envejece aún cuando el espíritu se mantiene joven. Sabemos que este don de la vida no dura para siempre porque en este universo físico, nada dura eternamente, ni siquiera los planetas o las estrellas.

Para cada uno de nosotros hay un río que no cruzaremos, una Tierra Prometida en la que no entramos y un destino que no alcanzamos. Hasta la vida más grande es una sinfonía inconclusa. La muerte de Moshé del otro lado del Jordán es un consuelo para todos nosotros. No debemos sentirnos culpables, frustrados, enojados o derrotados por cosas que esperábamos lograr, y no conseguimos. Eso significa ser humano.

Tampoco debemos quedar atrapados por nuestros errores. Creo que ese es el motivo por el que la Torá nos dice que Moshé pecó. ¿Realmente debía incluir el episodio del agua, la vara, la roca y la ira de Moshé? Sucedió, ¿pero la Torá debía decirnos que ocurrió? Pasaron más de 38 de los 40 años en el desierto en silencio. La Torá no menciona todos los incidentes, solo aquellos que son una lección para la posteridad. ¿Entonces, por qué no mantener el silencio y cuidar el buen nombre de Moshé? ¿Qué otra literatura religiosa ha sido tan franca sobre las fallas del más grande de sus héroes?

Porque eso es lo que significa ser humano. Incluso los más grandes de los seres humanos cometen errores, fallan, triunfan y viven momentos de intensa desesperación. Lo que los hizo grandes no fue que eran perfectos sino que siguieron adelante. Aprendieron de cada error, no perdieron la esperanza y finalmente adquirieron la mayor virtud que solo el fracaso puede otorgar: la humildad. Comprendieron que en a vida fracasamos cien veces y nos volvemos a levantar. Se trata de no perder nunca los ideales, aún sabiendo lo difícil que es cambiar el mundo. Se trata de levantarse todas las mañanas y caminar un día más hacia la Tierra Prometida aún sabiendo que posiblemente no lleguemos, pero también sabiendo que hemos ayudado a otros a llegar hasta allí.

Maimónides escribe en su código legal que “todos los seres humanos pueden llegar a ser justos como Moshé, nuestro maestro, o malvados como Jeroboam”. Esa es una frase sorprendente. Hubo un solo Moshé. La Torá lo dice. Sin embargo, lo que Maimónides dice está claro. Proféticamente, hubo un solo Moshé. Pero moralmente, nosotros debemos elegir cada vez que tomamos una decisión que afectará la vida de otros. Moshé, el más grande de los líderes, vivió sin ver cumplida su misión e incluso fue capaz de cometer un error. Ese es el don más profundo que Dios nos pudo haber dado a cada uno de nosotros.

Esas son las tres ideas transformadoras de vida con las que concluye la Torá. Somos mortales. Por lo tanto, haz que cada día cuente. Somos falibles, aprende de cada error. No completamos la travesía, inspira a otros a continuar lo que comenzamos.

Fuente: The Times of Israel / Reproducción autorizada con la mención: © EnlaceJudíoMéxico

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