Enlace Judío México.-Con El hijo judío, Daniel Guebel prueba una vez más que es –quizá con Aira– el escritor con mayor amplitud de registro de la literatura argentina, alguien capaz de pasar sin solución de continuidad de la invención más desenfrenada a la crudeza total del documentalismo autobiográfico. Algo de eso había anticipado con Derrumbe, pequeña joya desolada sobre el naufragio amoroso de un escritor que hacía las veces de eco menor, opaco, irreductible, de empresas novelescas temerarias como El absoluto.
El hijo judío, ahora, radicaliza la apuesta: Guebel el milyunanochista, el adalid de la dispersión, el malabarista de mundos posibles, vuelve a su cueva, se repliega sobre sí y hace zoom sobre una llaga personal (tópico clásico de la biografía de todo escritor): la relación con su padre. No es cualquier padre: es el suyo, y la famosa frase impersonal de Freud –“Pegan a un niño”– se convierte aquí en una constatación entre perpleja y aterrada que tiene el único sujeto que no debería tener: me pega mi padre. Esa diferencia –un sujeto– es todo lo que hace falta para que una estremecida fantasía infantil se convierta en relato, en esa clase peculiar de relato que los americanos llaman memoir y que Kafka, antes de que existiera, ya había revolucionado con su “Carta al padre”.
Sólo que ese padre que pegaba, que pegó, que de algún modo sigue pegando en la mente insomne del escritor que escribe es el mismo que hoy, viejo, invalidado por la enfermedad, está en manos del escritor, que puede hacer con él lo que quiera. Padre golpeador y padre golpeado funcionan acá como las fechas de nacimiento y de muerte a que Borges aconsejaba reducir la biografía de cualquier individuo: en este caso, la vida del que escribe, que se despliega, muda, entre el escalofrío atormentado que suscitan el cinturón y su hebilla sonora y la imposibilidad de no amar, a pesar de todo, a ese despojo que ya es de otro mundo. Por si no lo sabíamos ya, Guebel es nuestro Philip Roth: un escritor que cuando escribe no le tiene miedo a nada.
El papá alemán de Mónica Müller no pega –no a la hija que escribe, al menos– pero hace lo que hacen los padres que abruman sin dejar huellas inculpatorias: fascina. Bigger than life, el “loco Müller” está diseñado a la medida de Rutger Hauer o Klaus Kinski: llega al puerto de Buenos Aires de muy niño, enfermo de tuberculosis, y revive en Porto Alegre, cuando un hombre negro casi desnudo le da una banana para comprobar si está vivo y él se la come en tres bocados, sin pelarla.
Todo en Müller padre, héroe legendario de Mi papá alemán, tendrá esa lógica de tour de force extremo. Irradiado por el sur, el tísico sin esperanzas se convierte en un gladiador carismático, de una vitalidad extenuante, mezcla de atorrante lunfa e higienista germano que rema y conoce hasta el último recodo del delta, se arranca él mismo sus muelas malas, odia a médicos, peronistas y tilingos, y practica un arte de vivir espartano, muy principista, donde la sustentabilidad y el hedonismo naturista se confunden en una pedagogía no siempre a salvo del delirio autoritario.
Müller es una retratista extraordinaria, capaz de escribir con precisión y sensualidad hasta lo que no recuerda del todo, o lo que le cuentan, o lo que le gustaría que hubiera sucedido. Pero su arte, hecho a la vez de perspicacia y distancia, nunca brilla tanto como cuando debe lidiar con el agujero negro que yace en el corazón de su retrato: la posibilidad, la sospecha perturbadora de que ese padre radiante haya sido un poco un monstruo, y que las señales de racismo, homofobia o simple retrogradez que Müller hija va recolectando a lo largo de su vida –sumados a la niebla que envuelve la “vida alemana” de su familia– conduzcan todas a esa esvástica que dibujó, un poco para joder, en la medianera del hospital Británico que le habían encargado pintar, y que luego no consiguió tapar. Mi papá alemán es un ensayo sobre la ambivalencia, esa fuerza oscura, amarga, antipática, que está en el origen de muchas de las cosas que más nos importan en el mundo.
Hay más pruebas de gran olfato para los fenómenos bifrontes en Estética de la instalación, libro notable de otra alemana, Julianne Rebentisch, investigadora de la legendaria Escuela de Frankfurt. Sólo que aquí la ambivalencia es teórica, o más bien teórico-estética, y amenaza y anima uno de los desvelos más insidiosos de la teoría estética contemporánea: qué hacer con el paradigma modernista. Que la cuestión parezca zanjada desde hace casi 40 años (sobre todo por los franceses, esos enterradores profesionales, con Baudrillard a la cabeza) no quiere decir nada. O sí: es el único estímulo que los alemanes, esos profesionales de la exhumación, esperaban para reabrirla, desmenuzarla y actualizarla, hasta el extremo de que, una vez resucitada, no haya otra que merezca preocuparnos tanto.
Valiéndose de la instalación, vedette de los géneros del arte contemporáneo, Rebentisch vuelve a los clásicos del modernismo (de Greenberg a Adorno) y los lee como por primera vez, con esa paciencia y ese encarnizamiento de los que solo la crítica alemana parece poder jactarse, rastreando vacilaciones, tartamudeos, incongruencias, todos esos puntos de inestabilidad que, como promesas inauditas, siguen haciéndoles decir cosas radicalmente contemporáneas. Su tesis es que en la instalación eme rgen un concepto nuevo de autonomía, ya no ligado a un objeto (una obra) sino a una relación, una experiencia (el intercambio con el espectador), y un tipo de articulación reflexiva entre arte y política que hace de la autonomía no su bestia negra sino su condición misma de posibilidad. En otras palabras: las secuelas del modernismo palpitan activas en la forma antimoderna por excelencia.
Alan Pauls este año publicó Trance.
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