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domingo 24 de noviembre de 2024

“¿Por qué un alemán, hijo de un nazi, quiere convertirse en un judío?”

Enlace Judío México e Israel – En un recorrido que va desde la medieval ciudad alemana de Bamberg, pasando por el Museo Yad Vashem de Israel, y hasta la moderna ciudad de Miami en EE.UU., la historia del Dr. Bernd Wollschlaeger, hijo converso al judaísmo de un fervoroso alemán nacionalsocialista, es un sendero de conmovedores momentos que gritan como consigna última: “Nunca Más”. Esta es su historia, recontada en el auditorio del colegio CIM ORT en el marco del Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto el pasado 24 de enero de 2019.

Siempre que hablo enfrente de una audiencia me pregunto: ¿Qué es lo que estoy haciendo? Porque después de todo, no hablé de nada por muchos años. Estaba apenado. Prometí conectarme con mi propio corazón, hasta que mi hijo Tal, que tiene 30 años de edad, me preguntó a la edad de 14 o 15 años una pregunta muy simple: “Papá, ¿quién es mi abuelo?”. Ustedes dirán que es una pregunta muy simple para responder. Esa fue la raíz del problema porque no fue fácil para mi. Porque, ¿cómo puedo explicarle a un buen chico judío, cuyo padre es un judío y sirvió en el ejército israelí, pero que por otro lado, mi padre, su abuelo, fue un comandante de tanques alemán altamente condecorado de la Segunda Guerra Mundial y un nacionalsocialista. Conectar estos dos mundos fue muy difícil para mi, hasta que empecé a hablar, porque tenía que contarle algo a mi hijo, no podía dejarlo abierto. Y lo que le conté a él fue aproximadamente lo que les digo a ustedes después de muchos años, por supuesto con algunos pequeños cambios por la información que recibí, pero esta es aproximadamente la historia.

Y le conté la historia de mi vida. Y cada historia comienza con el tiempo y lugar en donde uno nació. Yo nací el 9 de mayo en 1958 en la ciudad alemana de Bamberg, en la parte noreste de Bavaria. Esta ciudad nunca fue destruida, siempre se preservó, y es como un museo viviente. Siempre crecí con una conciencia de la historia en este museo. Desde niños nos enseñaban todo. Todo tenía que ver con la historia en Bamberg. Pero había una parte de la historia que faltaba. Sabía que había habido una guerra, y sabía que en la guerra hay quienes pierden y quienes ganan, y el hecho de que había de 10 a 15 mil soldados de EE.UU. estacionados en esa ciudad de 75 mil personas, significaba que no habíamos ganado esa guerra. Eso era todo lo que yo sabía.

Pero sabía también que algo había pasado en la guerra que había afectado a mi familia también. Hay una palabra en alemán que caracteriza esta actitud de no hablar nada, totschweigen, “silencio hasta la muerte”. Mi padre y mi padre empezaron a hacerlo, pero en un primer momento no querían hablar nada de ello. Algo realmente malo había pasado para que no quisieran hablar de ello. Mi madre y mi padre me contaron sus respectivas historias y eran muy diferentes. Mi padre me habló de largas caminatas que tenía los domingos por la tarde en el bosque, era cazador, me enseñó a pescar y a cazar, yo tenía una relación muy cercana con él. Y me contó la historia de cómo sirvió como el comandante más joven de una unidad de tanques bajo Heinz Guderian, el padre del Blitzkrieg alemán. Mi padre le sirvió como su guia personal y asistente. Los tanques de mi padre fueron los primeros en entrar en combate en batallas importantes como la invasión de Polonia o la Operación Barbarroja contra la Unión Soviética. Debido a sus méritos durante el intento de llegar a Moscú, recibió una condecoración de Adolf Hitler.

Yo no sabía nada de historia, era un niño sin puntos de referencia. Lo único que sabía era que mi padre era un héroe, y lo que reforzaba esto eran las visitas de sus viejos amigos de la guerra a la casa al menos una vez al año para celebrar los viejos tiempos. Entre ellos exmilitares de alto rango y un general, así como el hijo de Guderian. Y me decían, “Debes de estar orgulloso de tu padre porque él es nuestro héroe”. Por lo que pensaba que mi padre era un héroe.

Por el otro lado, mi madre me contó una historia totalmente diferente. Fue una catástrofe. Era de origen étnico alemán, nacida y criada en Checoslovaquia, en una familia acaudalada. Sin embargo al final de la guerra tuvieron que huir, y mi madre fue una de las sobrevivientes, y se estableció en Bamberg con mi padre. La guerra era gloriosa y era un horror, por lo que había dos historias diferentes. Había algo más acerca de nuestra casa: había una mujer que vivía en el edificio de nuestra casa, y mi madre me decía que ella era “la condesa”, y que no debía de hablar con ella. Y en el pasillo de la casa había un cuadro de un hombre en atuendo militar, al que mi padre se refería como “el traidor”. De niño, no entendí porque mi padre se refería como traidor a alguien vestido como él. Hasta que descubrí por la misma “condesa” que era un retrato de su exmarido: el conde Claus von Stauffenberg, la cabeza detrás de un intento de asesinato contra Hitler. De ella escuché una historia completamente diferente.

¿Cómo podía ser que unos eran malos y otros buenos? Cuando estaba en la escuela con unos 12 años de edad, hablamos de la guerra y sobre su historia. Sin nada que mencionara el Holocausto. Y entonces llegó un evento que cambió todo en mi vida, y esa es la razón por la que estoy aquí: las Olimpiadas de Múnich 1972.

Los profesores nos dijeron que era un evento único porque teníamos que demostrar que ésta era una Alemania diferente. Después de ver al canciller Willy Brandt arrodillarse frente a un monumento en Varsovia en 1970, preguntamos a nuestro padre qué por qué hacía eso, y nos dijo, “No de nuevo. No es más que un traidor. No de nuevo con ellos. Vean lo que le hizo a nuestro país”. Cuando en mi casa vimos la inauguración de los Juegos Olímpicos, mis padres y sus amigos que invitaron quedaron en silencio al ver la bandera con una estrella en el medio al desfilar por la ceremonia. ¿Por qué los adultos reaccionaron así? Era lo que me preguntaba, y no tenía idea de ello. Poco después ocurrió la masacre de Múnich. “Judíos asesinados de nuevo en Alemania”, leí al otro día en un titular de un periódico, pero ese de nuevo removió mi curiosidad. ¿Los judíos fueron asesinados de nuevo en Alemania?, me pregunté. Cuestioné a mi padre y me dijo, “Todo eso es una mentira. Nunca pasó. Mira lo que nos hicieron, mira lo que hicieron, destruyeron nuestras Olimpiadas”. En la escuela comenzamos a hablar sobre el Holocausto, o lo que entonces se veía como la verdadera historia de Alemania entre 1933 y 1945. Y aprendimos todo: Auschwitz, Buchenwald, 6 millones de judíos asesinados. Yo me sentí en shock porque nunca había escuchado de eso. En primer lugar quería saber qué había hecho mi padre. Llegué a casa y le hablé de ello. “¿Hablaron del, así llamado, Holocausto? Todo eso es propaganda judía. Tus profesores son comunistas. Nunca pasó. Créeme”, me dijo.

Trataba de entender quién estaba en lo correcto y quién no. Respetaba a mis profesores y temía a mi padre, pero de alguna manera debía de encontrar la verdad. Y comencé a leer lo más que podía acerca del Holocausto. Entre más conocía, más sospechaba que mi padre ocultaba algo. Por lo que decidí preguntarle a mi padre acerca de esa época, pero no quería hablar de ello. Cuando estaba alcoholizándose una vez, le pregunté y comenzó a hablar: “Cualquier cosa que haya pasado en el Este, no lo hicimos nosotros. Fueron las SS”. Tras la reunificación de Alemania descubrí una foto de mi padre sentado al lado de Heinrich Himmler en 1942. Descubrí que mi padre envío a más de 600 prisioneros rusos, soldados y oficiales, hacia un lugar llamado Auschwitz-Birkenau. Mi padre sabía de ello. Y hace tres años, cuando daba clase en Bamberg, un historiador militar me otorgó un maletín que le llegó de un mecánico que era parte de la unidad de mi padre, y la familia del mecánico quería que yo lo tuviera porque era el hijo del comandante, me dijo. Abrí el maletín y en su interior había pedazos de rollos de Torá. Y pregunté que qué era eso. “La unidad de tu padre entró a aldeas judías y asesinó a todos, saquearon los rollos de Torá de la sinagoga, los empaparon en agua, los cortaron en pedazos y los usaron como material para los tanques alemanes”, me dijo. Mi padre fue un asesino.

“Cuando se asesinaba a civiles, todos eran partisanos. La Convención de Ginebra no aplicaba”, me decía mi padre. Y yo me preguntaba, ¿cómo es que un millón de niños murieron en la guerra? “El mundo debería de reconocernos por haber limpiado la Schmutz (la suciedad) del Este”, así fue como se refería a los judíos. Ese fue el tope que tuve con mi padre, y fue cuando me alejé de él. No era un héroe, era un asesino. Le pregunté a mi padre qué tenía qué hacer y me dijo, “Tienes que reparar el daño hecho a los judíos”. Así fue como participé en un encuentro multireligioso en una iglesia, donde reunían anualmente a judíos israelíes y musulmanes palestinos. Yo tenía 18 años. Conocí a una chica israelí y me enamoré, pero me dijo que tenía irme a Israel. Sólo que no tenía ni dinero ni pasaporte. Pero en octubre de 1977 logré ir de Alemania hacia Italia, y de ahí hasta Haifa. Estando en Israel fue cuando me pregunté qué pasaría si alguien se enterara que estaba relacionado a alguien que mató judíos. Los padres de la chica me recibieron muy cordialmente, y en un momento, el padre, nacido en Polonia y que perdió a toda su familia en el Holocausto, me dijo en alemán: “Nosotros también podemos hablar alemán”. Y les pregunté, “¿Cómo aprendieron alemán?”. No dijo nada, sólo se levantó la manga de su ropa y me mostró su número. “Viví en campos”. Yo quería que me tragara la tierra. Me puso su mano sobre mi hombro y me dijo, “Bernd, no tengas miedo. Sobreviví a Auschwitz y pasé 3 años en campos de refugiados en Alemania y aprendí que no todos los alemanes fueron monstruos”.

Luego, él me llevó a Yad Vashem y me fue llevando de la mano por toda la exposición. Colapsé. No podía procesar todo eso. Su padre me dijo, “No es tu culpa”. Yo me pregunté cómo era que unas personas que habían sufrido mucho me habían recibido como un invitado. ¿Cómo fue que reconstruyeron toda una vida en otro país? Había algo especial en los judíos que yo quería entender. Empecé a buscar judíos, y en Bamberg había una comunidad pequeña de 30 judíos. Cuando fui a su sinagoga descubrí nombres de judíos asesinados en el Holocausto inscritos en el recinto. Uno de los miembros de la comunidad, llamado Itzhak, que me enseñó el número marcado en su brazo. Yo sólo me puse de pie, no sabía qué hacer. Le pedí que me enseñara acerca de los judíos. Me dijo que sí, pero que a cambio yo sería su Shabes Goy, la persona que hace labores entre el viernes y el Shabat. Conforme más me fui acercando a la comunidad judía con el paso del tiempo, más me alejaba de mi comunidad de origen, hasta que llegué al quiebre con mi familia. Un año, Navidad se empalmó con un Shabat, y no estuve con mi familia. Al día siguiente, me preguntaron por mi ausencia y les dije lo que hacía entre los viernes y los sábados. “Voy a ayudarles [a los judíos] por todo aquello que ustedes destruyeron”, les dije. ¡Raus!, me gritó mi padre. Me corrieron de la casa.

Yo estaba necesitado de dinero, y en una ocasión, después de 5 años, un hombre de edad avanzada, llamado Aaron, se me acercó y me dijo en idish, “Tu saco y tus zapatos están sucios”, y me dio 100 marcos alemanes. Itzhak me dijo, “Todos nosotros, después de la Shoá, quedamos sin sentimientos, los reconstruimos de manera muy cuidadosa. Aaron no sabe ni siquiera qué le pasó a él. Sabemos por la Cruz Roja que es judío y que vivió en Auschwitz, pero no tiene familia”. Aaron se volvió mi amigo y platicábamos. Descubrí que fue un miembro de los Sonderkommando, los grupos de judíos que se encargaban de los hornos crematorios, tanto de llevar a las víctimas hacia su muerte, como de limpiar sus restos. Seis meses después Aaron murió. Regresé a la comunidad y me pidieron que hiciera el Kaddish en su tumba por ser su amigo. Cuando estaba por leer el Kaddish, le dije a Itzhak, “No tengo familia. Quiero ser judío”, y me respondió, “Esa es una muy mala idea. ¿Qué no has visto qué le pasa a los judíos”, y me mostró su brazo. Aunque en un primer momento se me negó la conversión, fui persistente, y en el otoño de 1986 pasé por una conversión ortodoxa en Alemania. El rabino que me convirtió me hizo sólo una pregunta, “¿Por qué un alemán, hijo de un nazi, quiere convertirse en un judío”. En ese momento supe que era el fin de mi vida en Alemania.

Inmediatamente me dirigí a la Agencia Judía para Israel, la Embajada de Israel en Alemania y quise hacer lo que deseaba en ese momento: ingresar a las Fuerzas de Defensa de Israel. En enero de 1987 dejé Alemania. Me dijeron que me fuera a despedir de mi familia. Fui a mi casa, traté de hablar con mi padre, pero estaba borracho y mi madre llorando, así que me salí de ahí. Por seis meses permanecí en un Kibutz donde coseché plátanos, y luego me mudé a Tel Aviv y me enlisté en el ejército. Hice mi entrenamiento básico y curso de oficiales cuando estalló la Primera Intifada, la revuelta palestina en los territorios palestinos. Me transfirieron como parte de las actividades militares hacia Bet El, Cisjordania. Fue el infierno. Temí que descubrieran que yo era el hijo de un nazi, pensé que me echarían, y decidí no hablar de mi vida. Sólo sabían que era un judío de Alemania que hizo aliyá y que me llamaba Bernd.

Me casé, tuve hijos después de la Primera Guerra del Golfo, donde fui parte de un equipo de rescate cuando Irak bombardeo con misiles a Israel. Mi esposa se estresó mucho y me pidió que nos fuéramos a EE.UU. Nos fuimos a Miami, a nuestro matrimonio no le fue bien. Hasta que mi hijo Tal me preguntó, “Papá, ¿quién es mi abuelo?”. Y le respondí. Sólo me dijo, “Qué cool, se lo voy a contar a mis amigos”. Y yo le dije que no, que eso se quedaba entre él y yo. Un día a mi hijo se le escapó decir en la escuela que su abuelo era nazi y me llamaron con los principales. Cuando estaba con ellos me dijeron que les contara la historia, pero no quería hacerlo. El rabino me llevó de la mano al salón de clases de mi hijo, y ahí comenzó a hablar de la historia. En ese momento sentí que se me quitaba un peso de los hombros y me pregunté por qué no había llegado a cerrar este círculo de vida.

Decidí regresar a Alemania 28 años después, con mi hijo. Fui al cementerio donde están las tumbas de mis padres y descubrí que sus lápidas estaban al lado del muro que separaba la zona cristiana de la zona judía, donde las lápidas judías parecían proyectar su sombra sobre las de ellos. Le dije a mi hijo que era un símbolo: mis padres nunca lidiaron con el pasado y el pasado los continúa persiguiendo en la muerte. Yo aprendí a salirme de la sombra, ver atrás, nunca repetir ese error de nuevo, y no sólo cambiar mi vida sino influir en la de otros para que nunca haya asesinato ni genocidio de nuevo. Eso fue lo que hice y lo que hago. Y aprendí una gran lección de mi padre que quizá no quiso enseñarme: las palabras de odio tienen consecuencias. Porque las palabras de odio que se dejan intactas caen en la tierra fértil de la mente de otros, y brotan en actos, y si estos actos se dejan intactos, se convierten en hábitos, y si estos prevalecen, entonces se formaran caracteres, y si estos dominan, entonces una sociedad cambiará. Y eso explica, pero no justifica, que una nación entera, la alemana, dio la espalda cuando los judíos fueron asesinados. No es una cuestión alemana, es una cuestión humana. Es el modo en que estamos conectados. La mejor forma de prevenir el genocidio es denunciar. Denunciar a los nazis y al odio. Ustedes tienen que denunciar el odio. Si no lo denuncian, son parte del problema, no parte de la solución. Y aprendí mi lección.

¿Por qué estoy contando esta historia? Porque quiero llegar a cuanta gente sea posible. Lo hago porque quiero ayudar a otros a entender que esto no es un problema alemán, no lo fue ni nunca lo será, y que los alemanes no sólo han aprendido la lección: la han traducido en hechos una y otra vez en el pasado. Ayudando a Israel financieramente o militarmente, e invitando a más de 100 mil judíos soviéticos a Alemania después de la caída del Muro del Berlín.  En cuanto a lo que aprendió, ningún otro país ha hecho lo que Alemania. Los alemanes no son el problema, somos nosotros. Y vivimos en tiempos muy peligrosos, cuando la gente busca a un gobierno autoritario, busca a un líder. Alguien que diga la verdad. Porque la verdad en los periódicos es una mentira. Este es un tiempo peligroso. Hay cientos de grupos de odio. Y la pregunta es: ¿Qué hacemos? Hay que contar la historia. Hay que decirle a la gente que esto llevará al abismo. Hay que pelear contra él antes de caer en él.

Reproducción autorizada con la mención siguiente: ©EnlaceJudíoMéxico

 

 

 

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