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domingo 22 de diciembre de 2024

Memoria de la historia, historia de la memoria

Enlace Judío México e Israel.- El domingo 13 de enero, durante la inauguración del CDIJUM y ante la presencia de miembros de la comunidad judía y autoridades culturales, Sara Sefchovich pronunció un discurso magistral el cual reproducimos a continuación.

“Es un honor para mí estar hoy aquí. Saludo y agradezco a Alicia Gojman de Backal, creadora en los años noventa del siglo pasado del primer centro de documentación de la comunidad en la Kehilá Ashkenazi, que fue reconocido por la UNESCO, semilla que hoy ha crecido hasta convertirse en este robusto árbol que es el Centro de Documentación e Investigación Judío de México, así como a Rubén Golberg y Mayer Zaga presidente y vicepresidente del patronato del CDIJUM por invitarme y darme la oportunidad de decir algunas palabras en esta inauguración.

Saludo también a Silvia Hamui Sutton, a quien agradezco por haberme invitado a formar parte del Comité Académico del CDIJUM, a Enrique Chmelnik, por dirigir espléndidamente el anterior y ahora este centro, a los miembros del Comité Académico todos ellos talentosos estudiosos y conocedores del tema de archivos y bibliotecas, en especial a mi esposo el historiador Carlos Martínez Assad, así como a todos ustedes que con su presencia hoy le dan sentido a este acto.

El honor y el gusto a que me he referido es por dos razones: la primera, por la importancia que tiene que exista un centro como este, que se propone preservar la memoria de los judíos en México. La segunda, porque el centro sea intercomunitario, es decir, que la memoria que preserva es la de todos los judíos que llegaron a México, vinieran de donde vinieran.

Parecería que acabo de decir un lugar común, una de esas frases que suenan bien y que hay que pronunciar en los discursos, pero que no significan nada.

Y sin embargo, no es así. Estoy verdaderamente convencida de que ambas cosas, preservar la memoria y hacerlo en un centro intercomunitario, son sumamente importantes y más, por que es muy difícil lograrlas. Y de eso les quiero hablar hoy, les quiero decir por qué lo pienso así.

Empiezo por la importancia de guardar la memoria. A este territorio antes llamado Nueva España y después llamado México, llegaron dos tipos de judíos: los conversos que cruzaron a este lado de la mar oceana, como se decía entonces, a pesar de la prohibición de ir a la América después de la expulsión de España en el siglo XVI, y los que desde fines del siglo XIX pero sobre todo ya en el XX, llegaron provenientes del imperio ruso y el imperio otomano, de Europa del este y los Balcanes, del Medio Oriente y el norte de África, y posteriormente de la ex Unión Soviética y algunos países de la América Latina. Todos ellos salieron de sus países para salvar la vida, que peligraba por guerras o persecuciones religiosas, o para poder ganarse el pan y tener mejores oportunidades.

¿Por qué eligieron México como su destino?

Los que vinieron de la España arrebatada por los Reyes Católicos a los árabes, después de ocho siglos de dominio, lo hicieron, con todo y el riesgo que significaba toparse con la inquisición, porque ésta era una tierra en la que esperaban encontrar oro, “ese rubio metal tras el que tanto se afanan”, como apunta una crónica de la época, “ese rubio metal que tanto los desvela” como escribió Gaspar de Villagrá. Los otros, los que llegaron huyendo de la pobreza y del antisemitismo en Rusia y Polonia, en Hungría y Austria, en Irak y Siria, en Turquía y Marruecos, y años después también en Cuba, Argentina y Venezuela, fue porque aquí tenían parientes o conocidos, pues como dice Liz Hamui Sutton, esas redes son fundamentales para las decisiones de migrar así como para los procesos de llegada y adaptación. O también por accidente, porque fue el barco al que se pudieron subir o la visa que lograron conseguir. O porque les parecía que el país estaba más cerca del destino de sus anhelos que era Estados Unidos. O porque hubo negociaciones internacionales ajenas a ellos que así lo determinaron o acuerdos entre los gobiernos.

De todos modos, cualquiera que fuera la razón por la que vinieron a dar aquí, la mayoría no tenía la menor idea de lo que eran México y los mexicanos, y si tal vez la tenían, era una idea cargada con los prejuicios que desde hacía cinco siglos consideraban a América y a sus habitantes, indios y mestizos, como inferiores, “extraños, inquietantes e incomprensibles” según dijo el escritor B. Traven.

Y a su vez, fueron recibidos en estas tierras también con prejuicios, pues desde la época colonial y hasta el día de hoy, se considera que los extranjeros nada más vienen a este territorio para buscar fortuna, para explotar y desposeer a los naturales: “Casi todos los extranjeros que solicitan carta de ciudadanía, obedecen sólo a una baja necesidad de orden mercantil” escribió alguien en los años treinta del siglo pasado.

Buena parte del antiextranjerismo prevaleciente, sin duda tuvo que ver con actitudes defensivas frente al hecho real de que en tiempos de los españoles, los inmigrantes realmente sólo querían oro y realmente atropellaron a los naturales, destruyeron sus dioses y culturas y se quedaron con sus tierras, ganado y mujeres. Pero en las épocas más recientes, tuvo más que ver con que tenían características físicas y costumbres o idiomas distintos y eso, ya nos lo han dicho los estudiosos, no gusta, pues lo ajeno, lo diferente, asustan y desagradan.

En el caso específico de los judíos, mucho tuvo que ver que siendo este un país católico, existía la idea de que los judíos eran el demonio, los asesinos de Jesús. Y a ello se sumaban los prejuicios que los consideraban egoístas y “con características psicológicas y morales que los hacían terribles y perniciosos”.

Pero total, que por esos prejuicios, ni los que vivían en estas tierras ni los que llegaron a ellas tuvieron deseo ni intención de mezclarse.

Y sin embargo, lo hicieron. A pesar de todas las dificultades, a pesar de que todo parecía conspirar en contra de que lo lograran, los recién llegados se quedaron en México y como escribe Delia Salazar Anaya, “tuvieron que adaptarse”, “tuvieron que hacer la casa” como decía el inmigrante guatemalteco Augusto Monterroso: trabajar, comer, rezar, educar a sus hijos, enterrar a sus muertos y divertirse. Se las arreglaron para poder cumplir con sus preceptos de religión y sus costumbres, y también para pasear por los jardines, viajar en tranvía, ir de compras al mercado, amigarse con las mujeres y hombres que vivían en la misma vecindad y con las y los que despachaban en las tiendas o los que proporcionaban los servicios y hasta aprendieron a bailar danzón y a romper piñatas.

Y a partir de allí y desde entonces, como dice el Génesis, ellos tuvieron hijos y sus hijos crecieron y se casaron y tuvieron hijos y nietos que son, que somos, los judíos mexicanos de hoy para quienes México se volvió su patria, nuestra patria.

Y henos hoy aquí a nosotros, segunda, tercera, cuarta generación que ya somos mexicanos, pero que seguimos siendo también lo que ellos quisieron que fuéramos, es decir, judíos.

Esta es la historia que guarda el CDIJUM: la historia de la inmigración y del establecimiento de los judíos a México. Una memoria colectiva de nuestra existencia como mexicanos y judíos.

Pero no nada más. El CDIJUM también guarda las memorias individuales, las que aterrizan en seres humanos concretos esa memoria colectiva.
Son las historias de las personas que abandonaron su casa sin la menor idea de lo que les esperaba, sabiendo solamente que no había retorno posible y que llegaban a un país en el que nada les era familiar, en el que todo les resultaba desconocido.

¿Qué conducta debe seguirse en estas tierras desconocidas entre los desconocidos? ¿Qué hacer en este lugar si uno se enferma? ¿cómo encontrar a un médico y cómo confiarle? ¿llegarán las cartas a esta extraña dirección? ¿cómo hacer para cumplir con nuestras obligaciones religiosas, para casar a nuestras hijas, para enterrar a nuestros muertos? ¿de qué manera se pedirá el pan? ¿dónde venden las papas? ¿cuánto vale esta moneda? ¿se podrá conseguir buen té? ¿existe siquiera el té? ¿a qué saben estas frutas? ¿qué son esos enormes recipientes de color tierra en los que juntan el agua? ¿porqué el azúcar es aquí más dulce que allá en la casa?

No puedo ni imaginar las dudas, los temores, las dificultades que pasaron los inmigrantes. No puedo ni imaginar el esfuerzo que significó para nuestros abuelos salir de sus hogares y llegar al nuevo lugar.

Es gracias a las entrevistas que se conservan en este centro, que conocemos esos recuerdos y que nos damos cuenta de que los que llegaron a México, aunque fueran todos judíos, eran muy distintos unos de otros, aún si se trataba de personas que vinieran de un mismo lugar.

Porque cada ser humano recuerda de manera diferente su país de origen, su llegada al nuevo país y la adaptación a él, y tiene modos distintos de imaginar y desear el futuro y de vivir el judaísmo.

Los judíos que llegaron a México venían de muy distintos países y culturas, no hablaban el mismo idioma, no tenían los mismos ritos religiosos, ni las mismas costumbres ni las mismas comidas, y sobre todo, no tenían las mismas memorias, la misma historia. Por eso se juntaron con quienes comían como ellos, rezaban como ellos y añoraban como ellos, creando cada grupo su comunidad con las instituciones que les parecieron adecuadas para sus necesidades: escuelas, templos, panteones, sitios para la socialización, en un doble proceso de esfuerzo por integración con el medio y al mismo tiempo por separación de los otros judíos. Y unos y otros no se mezclaron. Y es que quienes se exilian, aunque hayan salido huyendo por persecuciones o guerras, tienen nostalgia de aquello que fue suyo y quisieran que siguiera siendo igual. Y por eso se juntan con quienes vivieron lo mismo y quieren reconstruir en otra parte lo que vivían en su casa, no quieren que cambie: los de Damasco con los de Damasco, los de Lituania con los de Lituania.

Lo que resultó fue entonces sumamente paradójico: que había mayor separación y desconocimiento de los propios judíos entre sí que de los judíos con el medio mexicano.

Permítanme para ilustrarlo, ponerlo en primera persona.

Nací y fui educada en una casa de ashkenazim venidos de Lituania y Polonia. Mi familia, la nuclear y la extendida, y también nuestros vecinos y amigos, eran todos ashkenazim, todos comerciantes, sus hijos iban a la Idishe Shule, el Colegio Israelita de México, vivíamos en las colonias Condesa, Roma y Polanco, después de haber salido del centro de la ciudad donde sin embargo aún conservaban los negocios. Conforme mi generación crecía, muchos de nuestros padres pasaron de tener tiendas a tener fábricas y conforme su situación económica mejoraba, a vivir en las Lomas de Chapultepec y Tecamachalco. Los hijos varones estaban destinados a heredar el negocio del padre, pero poco a poco varios fueron a estudiar a la universidad para ser médicos, dentistas o contadores públicos. Las hijas mujeres estaban destinadas a casarse, aunque si querían estudiar, podían hacerlo en el Seminario para maestras en las escuelas judías y más adelante, para sicólogas.

Mi padre se enorgullecía de pertenecer a una comunidad que aseguraba que los niños tuvieran escuela, un centro deportivo, templos para cumplir con un judaísmo que era light pues conservaba las tradiciones sin ortodoxia, un panteón para ser enterrado como judíos y un servicio social para apoyar a quienes no tenían recursos, fueran personas enfermas o novias.

En ese mundo crecí, y no imaginaba yo que pudiera existir ni otro modelo de vivir ni otro modo de ser judío.

Muchos años después me enteraría, con sorpresa, que había otro tipo de escuelas, una en la que solo enseñaban hebreo y no idish, otra en la que se rezaba todos los días, y que había también quienes de plano no iban a escuelas judías. Y me enteraría que había otros templos con otros ritos y melodías. Y otro tipo de comidas. Y que no todos los judíos eran como mi familia, sino que había divorcios y hasta violencia doméstica y pobreza.
Y seguramente esas sorpresas le sucedieron también a quienes fueron criados en las otras comunidades, la turca, la shami o la haleby, quienes también deben haber pensado que su modo de rezar, de festejar Pésaj y Rosh hashaná, de vivir la vida familiar, eran el único modo de ser judío.

Así crecí porque así era entonces. Aunque a decir verdad, seguimos sin mezclarnos, si bien ahora ya no es tan rígida la separación entre comunidades y por decir, un ashkenazi y una turca se casan y no es el fin del mundo. Y no lo es, no fue porque los judíos de Aleppo quisieran acercarse a los de Kiev, sino por otra razón.

¿Cuál fue esa?

Para responder a esa pregunta seguiré el clásico método judío de dar una vuelta enorme.

Circula por allí un video en el que el escritor israelí recientemente fallecido Amos Oz, cuenta que cuando su abuelo quiso emigrar porque ya no aguantaba el antisemitismo, pidió visa para Estados Unidos y no se la dieron. Empezó entonces a pedir en otros países, incluso en Alemania, que ya estaba en plena época de Hitler. Por lo visto, cualquier lugar menos Israel estaba en su mente. A Israel no se le ocurría que se podía ir a vivir, con todo y que era y había sido toda su vida, un apasionado sionista. Pero es que él quería vivir en algún lugar cuya forma de vida y costumbres se parecieran a las que conocía. Y solo cuando ningún país le abrió las puertas, no le quedó más remedio que irse a Israel.

Lo mismo podemos decir de por qué en México las comunidades judías empezaron a mezclarse. No era que los judíos de Aleppo quisieran a los de Kiev, sino que fue porque los judíos eran pocos y solo tenían dos opciones: casar a una hija con un goi o con un judío de otra comunidad y evidentemente se prefirió eso. Lo cual no significó que las comunidades se unieran pero sí nos permitió perdonarnos la vida entre nosotros e incluso empezar a revolvernos en lugares como la Wizo y el Centro Deportivo Israelita, y crear instituciones intercomunitarias como el Comité Central que representa a todas las comunidades frente a los de afuera, especialmente frente al gobierno, y ahora este centro de documentación.

Regreso entonces al principio de esta charla: ¿Por qué es importante preservar la memoria y hacerlo en un centro intercomunitario?

Porque aunque como ya dije, las memorias son muy diferente entre unos judíos y otros judíos, sin embargo, paradójicamente, hay una misma memoria colectiva sobre la vida de los judíos en México. Y ello se debe a que además de buscar su parnasá y de organizarse comunitariamente, todos ellos, vinieran de donde vinieran, hicieron todo por “no perderse” y por no dejar de ser judíos.

Y esto es lo más importante pero también, si me permiten expresar mi opinión, lo más impresionante: que además de sacar adelante su vida en un país desconocido, hicieran por conservarse como judíos.

Y por si eso no bastara, lo hicieron además manteniendo todos el ideal sionista, ese que constituye nuestro mito histórico más persistente, nuestro sueño, nuestro deseo: la invocación le shaná habaá beyerushalaim, pero también la realidad de crear un estado para los judíos en la tierra de Israel.

¡Qué empresa señores, señoras! una tarea tan enorme y tan compleja que el Dalai Lama, líder espiritual de los tibetanos, expulsado de su tierra por los chinos, convocó alguna vez a varios rabinos y estudiosos judíos para preguntarles qué se requería para conseguir sacar adelante esto que parece imposible. Y la respuesta que obtuvo de esos sabios fue una: para seguir siendo no hay que olvidar.

Y eso lo hicieron nuestros abuelos, los sastres y comerciantes y maestros y amas de casa, esas personas sencillas, comunes y corrientes que salieron de Rusia y de Siria con nada en las manos.

Y déjenme decirles esto: no estoy segura de que tengamos conciencia de lo muy excepcional que fue lo que hicieron. Lo he dicho y escrito muchas veces: cualquiera de los héroes que nos presentan como gigantes se queda corto junto a estos inmigrantes. Reyes, príncipes y guerreros, no se pueden medir con esos sastres y comerciantes y maestros que salieron de sus casas y se aventuraron a países desconocidos para empezar una nueva vida. Escritoras y amantes célebres no le llegan a los talones a mis abuelas que pudieron organizar su casa y atender a su familia y educar a sus hijos en el nuevo lugar al que llegaron, donde todo les era ajeno y desconocido.

Y afortunadamente, la memoria de todo eso está aquí resguardada en este centro que hoy se inaugura. Aquí están los documentos, fotografías, cartas, entrevistas, libros que dan fe de la impresionante y tremenda cosa que hicieron nuestros abuelos.

Aquí está la memoria colectiva y están también las memorias individuales de esas personas que salieron de sus países para instalarse en otro país y allí crear comunidad y conservar su judaísmo y nunca dejar de mirar hacia Israel como mito y para convertirlo en la realidad de una mediná, un estado.

Pero además, en esa memoria colectiva y en esas memorias individuales no estamos solamente en México, sino que aprendemos lo que ha sido la historia del pueblo judío. En ellas están las vidas en los viejos tiempos, la nostalgia por costumbres y olores y sabores y lugares, las distintas lenguas que se hablaron. Y están también los dolores y las tristezas y los miedos. Pero sobre todo, en ellas está la necedad del pueblo judío para transitar por la historia conservándose como tal.

Estas son las dos cosas que conforman el fundamento de nuestra existencia como pueblo: la nostalgia por lo que fue y la conservación de la tradición, junto con la lucha por adaptarse a lo nuevo y salir adelante conservándose como judíos.

Nosotros heredamos ambas. Yo siento mía la emoción de mi abuela cuando su novio llegaba a casa de su familia a pasar el shabat y siento mío su odio hacia los jóvenes que pasaban por las calles insultando y jalándole las barbas al zeide sin que nadie hiciera por evitarlo o castigarlo. Todo eso se volvió mío como si yo lo hubiera vivido. Yo me enorgullezco cuando un judío gana el premio Nobel como si yo tuviera algo que ver y me avergüenzo cuando un judío comete un delito como si yo tuviera algo que ver.

Y es que las memorias se vuelven nuestras, tanto, que hasta tenemos recuerdos de cosas que no vivimos pero que nuestros abuelos o padres sí vivieron y nos implantaron.

Amos Oz cuenta que conoció en Paris a un palestino que soñaba con regresar a vivir al pueblo de sus abuelos, que desde 1948 ya era parte de Israel. No conocía el lugar, jamás había estado allí, pero lo imaginaba tal como se lo había relatado su abuelo y soñaba con “volver” para pasar allí apacibles temporadas, como si nada hubiera cambiado y todo se mantuviera idéntico. Yo me reí cuando lo escuché, pero después, cuando mi esposo fue a Polonia, le pedí que visitara el pueblo de mi abuela, se lo describí perfectamente, pero por supuesto no lo pudo encontrar porque no existía más, pues ya para entonces era parte de la ciudad de Varsovia y ni rastro quedaba de aquella vida que ella me contó y que yo hice mía sin que el tiempo cambiara las cosas como realmente las cambia.

Es por eso que durante siglos los judíos españoles expulsados en el XV heredaban de generación en generación la llave de su casa, suponiendo que cuando al fin pudieran volver todo estaría igual, esperándolos.

La memoria nuestra es la memoria colectiva y como ha escrito Carlos Martínez Assad, ella es una construcción que se alimenta de los hechos del pasado pero que se nutre también con capas que se van superponiendo en el presente, y, digo yo, esas capas se conforman también con las historias de otros y con las lecturas.

Yo he leído libros de personas que cuentan sucesos de su autobiografía que nunca sucedieron en los países de los que vienen, que revuelven momentos históricos y situaciones que son de otras latitudes y de otras personas y se las ponen a las suyas. Yo misma he escrito libros en los que cuento mis memorias de la India o de Cuba o de un Eretz Israel a los que nunca conocí, sino que los leí o escuché de boca de otras personas. En mi novela La señora de los sueños, aparecen pioneros y kibutznikim que es lo que yo había aprendido en la escuela sobre lo que fueron los primeros que llegaron a la tierra prometida a fines del siglo XIX y cuyas aventuras eran el sueño de la generación de mis padres que se transmitió a mi generación. Cuál no sería mi sorpresa cuando llegue a Israel la primera vez y había ciudades, tráfico y supermercados como en cualquier parte, albañiles y cargadores y dueños de puestos de verduras en el mercado y burócratas y taxistas y guías de turista y vagabundos y desempleados y prostitutas y ladrones y yo esperando a los personajes que estaban implantados en mi memoria, una memoria que no era mía, sino de los relatos que hice míos exactamente igual que el palestino del que habla Amos Oz, como si además nada fuera a cambiar y todo se mantuviera como cuando mis padres imaginaron el ideal sionista.

Y sin embargo, eso no importa. Lo que importa es que esa memoria, real o no, implantada o construida, exacta o imprecisa, diferente en cada quien, de todos modos conforma nuestra memoria colectiva y constituye el fundamento de nuestra cultura y de nuestro ser y nos hace pasar por la historia, de generación en generación, y continuar existiendo como especie, como grupo humano, como individuos. Si no recordáramos que el fuego sirve para cocinar los alimentos y que hay yerbas que no se pueden comer o relaciones sexuales prohibidas, hace siglos que habríamos desaparecido. Si cada generación tuviera que aprender todo desde el principio, si no recordara lo que sus antecesores aprendieron y le enseñaron, no habríamos pasado nunca de los primeros pasos. Cuando nacemos, entramos a una formación que nos preexiste: familia, grupo social, clase, país. Ellos no solamente nos enseñan cómo pensar y cómo hacer lo que hay que hacer, sino también a seleccionar y organizar y jerarquizar las experiencias y conocimientos. Y a conservarlos. Y a cuidarlos. “Felizmente esto es así” dice Tzvetan Todorov, “porque no podríamos hacerlo solos, es algo que estaría muy por encima de nuestras fuerzas como individuos”.

Por eso es tan importante este centro que guarda la historia de nuestra memoria y la memoria de nuestra historia. Pero sobre todo, que da fe de nuestro deseo de pertenecer siempre y en cualquier parte al pueblo judío.

Señoras, señores que hoy nos acompañan a la inauguración del CDIJUM:

Hay una película española que se llama Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto. Por suerte, a los judíos eso no nos va a suceder porque hemos hecho nuestro el mandamiento de que no olvidar: “Si me olvidare de ti, oh Jerusalém, si de ti no me acordare, pierda mi diestra su destreza, mi lengua se pegue a mi paladar”.

El CDIJUM guarda y guardará entre sus paredes la memoria de nuestra comunidad y las memorias y recuerdos de nuestros abuelos y padres y de nosotros mismos y de nuestros hijos y nietos, como colectivo y como individualidades.

Y lo hará con el objetivo no solo de recordar el pasado sino de construir el futuro en el que el primer y más fundamental mandamiento es conservarse como judíos. Este no es solamente un archivo o una biblioteca sobre el pasado sino una institución cuyo sentido es asegurar nuestro futuro como judíos, para que nuestros hijos y nietos y bisnietos lo sean. Porque conservar la memoria sirve para saber de dónde venimos y quiénes somos, pero también a dónde vamos. “Caminamos hacia delante mirando el pasado”, afirma la historiadora Fania Oz Salzberger.

Nuestra responsabilidad es muy grande. Pero si nuestros abuelos lo hicieron a pesar de sus muy difíciles circunstancias, nosotros no tenemos pretexto: no podemos ni debemos perderlo, algo que justamente es muy posible precisamente porque las nuestras son circunstancias fáciles, hoy nadie nos persigue, nadie nos obliga, nadie nos exige.

¡Cómo me gustaría que mis abuelos y mis padres estuvieran hoy aquí! En especial don Memo Sefchovich, mi padre, quien siempre soñó con que se creara en la comunidad un lugar para conservar la memoria y que estaría muy contento de saber que su biblioteca está aquí y que estamos inaugurando un centro como este para saber quienes somos, de donde venimos y hacia donde vamos como judíos y como judíos mexicanos.

Dice el escritor Luis Jorge Boone que nada vuelve a levantarse allí donde la memoria se derrumba. Ustedes, los que han creado y mantienen al CDIJUM contribuyen a mantener con su esfuerzo la llama encendida y a pasarla a las siguientes generaciones. Y nosotros se los agradecemos.”

 

 

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