Enlace Judío México e Israel.- Javi Rabinowitz fue dolorosamente tímida desde su más temprana infancia. Al ser la penúltima de los once hijos de Sima y Rafael Najman Rabinowitz, ella se sentía satisfecha jugando con sus hermanos. Sin embargo, interactuar con los demás —especialmente con los adultos— le producía una enorme ansiedad.
RAB HANOCH TELLER
Sima estaba consciente del carácter único de cada uno de sus hijos y entendió que Javi era más sensible que los demás. Pero en el área de servicio comunitario, ella no tenía ningún problema. Incluso a los nueve años de edad, Javi ya se consideraba un soldado de infantería en el legendario ejército de jésed (bondad) de su madre.
Su tarea era leer dos noches a la semana para Estelle Leibenson, una mujer de aproximadamente sesenta años que era ciega de nacimiento, que nunca se había casado y vivía sola. Estelle agradecía profundamente cualquier ayuda, compañía y conversación. Una noche de invierno, varios meses después de haber conocido a Javi, Estelle suspiró profundamente y murmuró con nostalgia:
—Dos años… Sólo dos años más…
— ¿Qué pasará dentro de dos años? —preguntó Javi, indecisa, con curiosidad, pero sin querer entrometerse en asuntos ajenos.
— ¡Dentro de dos años podré ver!
— ¿¡Qué!? Pero… ¿cómo?
—Cuando cumpla los sesenta y cinco, con ayuda de Dios, podré obtener ayuda del gobierno. Y entonces por fin podré pagar la cirugía que puede corregir mi visión.
Javi estaba estupefacta. Ella no sabía que la ceguera innata de Estelle fuera de cierta clase que en verdad podía llegar a corregirse con las herramientas y las técnicas actuales. Si realmente ya había una operación que pudiera brindar visión e independencia a Estelle, después de toda una vida en la oscuridad, entonces, ¿por qué debía la pobre mujer estar dos años más cerca de la tumba para poder operarse?
A la mañana siguiente, Javi entró corriendo a todos los salones de clase de la Escuela Elemental Bet Yaakov a la cual asistía, incluso a las de las magníficas alumnas de sexto grado. La niña que una vez había temblado ante los demás, ahora acaparaba la atención.
— ¡Mírenme! —les ordenó—. Y ahora, con los ojos cerrados, piensen en la pobre señorita Leibenson, que ha vivido así todos los días de su vida y que tiene que seguir viviendo de esta manera tan sólo porque no tiene el dinero para la cirugía. Lo taamod al dam reejá, “¡No te quedes sin hacer nada al ver sangrar a tu prójimo!” —gritó Javi, invocando la prohibición de la Torá contra la complacencia cuando una vida se encuentra en juego.
Al final del día escolar, Javi solicitó donaciones incansablemente a cada alumna de su escuela y —al menos desde su adorable e ingenua perspectiva— obtuvo un éxito impresionante.
Sin poder contener su emoción, Javi fue de inmediato al departamento de Estelle y le ordenó:
— ¡Muy bien! ¡Nos vamos!
— ¿A dónde? —preguntó, asombrada, Estelle.
— ¡Tengo el dinero para la operación y no debemos desperdiciar ni un minuto más!
Estelle estaba tan sorprendida que accedió, mientras era conducida por una pequeña niña dispuesta a cumplir su misión.
No hubo entrenamiento religioso ni médico —y el Doctor Marty Moskowitz tenía mucho de ambos— que hubiera podido dar al ocupado oftalmólogo una pista respecto a lo que hacía esta singular pareja en su consultorio.
Al Doctor Moskowitz no le tomó mucho tiempo confirmar que la situación de Estelle Leibenson ameritaba cirugía y la aceptó como paciente. Informó a ambas que no tenía un turno libre sino hasta dos meses y medio después. Javi rechazó la noticia contundentemente:
—Mi amiga no puede esperar tanto —dijo con firmeza. ¡Queremos que la opere… hoy!
— ¿Hoy? —repitió el Doctor Moskowiz, tratando de contener la risa.
—Sí, hoy. ¡Ya estamos aquí, y listas!
Una segunda mirada a la expresión seria de Javi dijo al Doctor Moscowitz que no era ninguna broma.
—Jovencita, la señorita Leibenson necesita una cirugía complicada llamada vitrectomía, la cual sólo puede ser practicada en un hospital, no en un consultorio médico. Además, para obtener más detalles médicos necesarios, ella debe realizarse muchos otros exámenes, aparte de los que recién realicé, y eso puede llevar varios días hasta obtener algunos de los resultados del laboratorio… Y después, por supuesto, tendremos que coordinar un equipo quirúrgico… Y yo sólo tengo autorización para realizar operaciones en el quirófano un día a la semana.
—Bien. ¿Ya realizó una cirugía esta semana? —preguntó Javi ansiosa.
—En realidad, no. Tengo un paciente programado para mañana.
— ¡Entonces puede practicar la cirugía de Estelle inmediatamente después!
—Miren —dijo el Doctor Moskowitz, cansado—. Les doy mi solemne palabra que, debido a las poco usuales circunstancias de este caso, daré a esta cirugía la mayor prioridad y colocaré a la señorita Leibenson en el primer lugar en mi lista de espera, para suplir las cancelaciones de otros pacientes.
¿Está bien, Javi? Ahora, en cuanto al pago…
—Ya todo está bajo control —le respondió desbordante de alegría Javi, mientras entregaba al médico un abultado sobre.
El Doctor Moskowitz miró adentro del sobre y le preguntó:
— ¿Cómo conseguiste esto?
—Es todo lo que ahorré de mis regalos de cumpleaños y de Janucá, y otro poco de dinero que recibo por cuidar a mi hermanito —respondió Javi, sonrojándose—. Pero gran parte —continuó emocionada, bajando la vista para no parecer engreída— es lo que recolecté en mi escuela.
El Doctor Moscowitz se quedó en silencio por unos instantes. Cuidadosamente colocó el sobre dentro del bolsillo de su bata de laboratorio.
—Señorita Leibenson, estoy seguro de que tendrá muchas preguntas y debo responderlas todas. Por el momento, permítame asegurar que la incomodidad será soportable. Y si todo sale bien, lo cual espero, con la ayuda de Dios comenzará a tener visión unos pocos días después de la operación.
Apenas diecinueve días después de que Javi hubiera entrado al consultorio del Doctor Moskowitz, Estelle fue admitida en el Hospital Judío de Long Island. Su operación fue un éxito rotundo. Ver el mundo y todos sus colores por primera vez era algo sobrecogedor. Fue como volver a nacer. El primer lugar donde Estelle se atrevió a ir sola fue a la casa de los Rabinowitz. De alguna manera, la grandiosa noticia de la cirugía que transformó la vida de Estelle Leibenson no había llegado a los oídos del jefe del jésed, quien tan generosamente durante años había ayudado a coordinar su atención.
— ¿No lo sabía? —dijo Estelle, con la respiración entrecortada—. ¿Pero cómo es posible que no lo sepa…? ¡Todo fue gracias a Javi!
Si con el primer golpe no tembló la tierra lo suficiente, con el segundo seguro que sí.
— ¿Mi… Javi?
La posibilidad de que su hija de nueve años —la menos asertiva de todos sus hijos— hubiese tenido la más mínima participación en la metamorfosis médica de Estelle, estaba fuera de su capacidad de comprensión.
Después de que Estelle Leibenson partiera, Sima discretamente lanzó su propia investigación y descubrió toda la historia. De hecho, aunque el seguro de Estelle había cubierto los gastos de hospitalización, no era suficiente para suplir la gran suma de dinero necesaria para la cirugía. Con reticencia, Sima fue al consultorio del Doctor Moskowitz.
—Como le expliqué, doctor, desconocía completamente lo que organizó mi hija. Por supuesto que le estoy sumamente agradecida por dar la oportunidad a la Señorita Leibenson, y me imagino que se le debe mucho dinero. Sólo le pido que nos permita pagarlo a largo plazo. ¿Qué le parece algo así como treinta años?
—Señora Rabinowitz, esta ha sido la transacción más extraordinaria de toda mi carrera. ¿Cuán a menudo uno puede realizar la mitzvá, la increíble oportunidad de devolver la vista a alguien? No estoy dispuesto a negociar este privilegio ni por todo el dinero del mundo. Pero me pregunto si puedo pedirle un favor…
El médico metió la mano en su bolsillo y cuidadosamente sacó el arrugado sobre que, según él dijo, contenía $83 dólares, la mayoría en billetes de un dólar.
—Esto es lo que su pequeña hija me entregó como pago por la cirugía —explicó—. Son sus ahorros y lo que ella recolectó. ¿Puedo quedarme con esto?
Sima Rabinowitz sintió un nudo en la garganta, tan grande que no pudo hacer más que asentir con la cabeza, sin decir palabra.
—Mire, Señora Rabinowitz. Cuando tengo momentos de desánimo —y a nosotros los médicos nos sucede con frecuencia, porque hay tantos a quienes no podemos ayudar—, meto la mano en el bolsillo y se restablece mi fe, mi sentido de propósito. ¡Siento que su Javi me pagó millones!
[1] Extraído del libro Too Beautiful” (“Demasiado Bello”), por Rab Hanoch Teller, Feldheim Publishers.
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