Enlace Judío México e Israel.- Yo estaba cumpliendo una sentencia de diez años por el crimen de “actos perjudiciales en contra del Estado”.
Esto, por supuesto, era una patraña. La verdad era que él era un judío observante que había cometido el “crimen” de observar su Idishkait -Judaísmo- a toda costa, y de inducir a otros judíos a hacer lo propio. Cuando esto se descubrió, fue enviado por diez años a un “Campo Correccional de Trabajo” en Siberia, para ser reeducado en compañía de otros infractores políticos.
En alguna otra ocasión será muy interesante conocer más acerca de sus experiencias en este Campo de Trabajo. Ahora, sin embargo, hemos de contarles acerca de cierto Pésaj que pasó allí. Era en el año 1943, el séptimo de su sentencia. Así es como comenzó su conmovedora narración:
“Cierto día del mes de Adar recibí una carta de mi casa en la que decían que me enviaban un paquete con Matzot y otros productos para Pésaj como en años anteriores… La carta había sido dirigida primero al Campo donde anteriormente yo había estado trabajando, y luego fue reencaminada al nuevo Campo. De inmediato escribí a casa para informarles mi nueva dirección, y confié en que el paquete llegaría a mí a tiempo.
La carta la entregué a David, un amigo mío que era el encargado del Departamento de Alimentos del Campo. El, a su vez, se la pasó a alguien fuera del campo que viajaba a Moscú.
Con ansiedad esperaba este paquete con Matzot y productos para Pésaj que me permitirían observar la Festividad como es debido, además de darme fuerzas pues estaba un tanto débil y tenía algunos problemas con mi estómago.
Algunos días después de Rosh Jodesh Nisán, la mujer que estaba a la cabeza de la División Política del Campo vino a verme. Ella era también quien censuraba las cartas y las encomiendas dirigidas a los prisioneros.
Era nueva en el cargo y vino a preguntarme si aún conservaba mis creencias y prácticas religiosas. ¿Todavía me abstenía de trabajar en Shabat y en las Festividades, y no comía los alimentos que provenían de la cocina del Campo? Como de paso, también me preguntó: “¿Qué es Matzá?”
Le expliqué, y entonces me preguntó: “¿Cuándo es Pésaj?”
Le respondí: “En diez días”.
“¿Qué harás si tu esperado paquete de Matzot no llega a tiempo?”, me preguntó.
“Comeré sólo papas”, respondí.
“¿Y si no consigues papas?”
“Entonces no tendré otra alternativa que pasar hambre”.
“¿Ocho días?”, me preguntó, sorprendida.
“El Todopoderoso no me abandonará”, fue mi respuesta.
La conversación concluyó allí, y ella se fue.
Llegó la primera noche del seder. No había paquete. No había Matzot. No había el secreto de cómo es que tenía tres Matzot.
“Desde que estoy en los Campos de Trabajo siempre guardé algunas Matzot de un Pésaj para el otro, por si acaso tuviera dificultades para obtener matzot en el Pésaj siguiente. Este año, afortunadamente, estas Matzot resultaron una bendición y estoy agradecido por el pensamiento de tomar esta precaución”.
David estaba muy enojado conmigo por no haberle contado que este año no había recibido matzot para Pésaj.
“De haberlo sabido, jamás hubiéramos comido tu último trozo de Matzah ayer por la noche”, declaró.
“Esa es justamente la razón de que no te lo contara”, le respondí. “Cada judío tiene la obligación de comer en las noches del Seder un trozo de matzah de al menos el tamaño de una aceituna. Durante el resto de Pésaj, sólo debemos abstenernos de comer Jametz (productos leudados). Uno se las puede arreglar comiendo papas, frutas, verduras, etc.”, le dije.
“Puedes olvidarte de las frutas, ni tampoco es tan fácil obtener papas”, retrucó David. “¿Cómo esperas sobrevivir todo Pésaj?”, demandó acalorado.
“Mi padre me bendijo diciendo que habría de retornar a salvo a casa, y que, con la ayuda de Di-s, podré salir adelante”, repliqué con calma.
David no se dio por satisfecho y se fue iracundo. Lo vi sólo un par de veces en el curso de todo Pésaj. Trató entonces de convencerme de que comiera Jametz o, al menos, que aceptara algo de la cocina del Campo si es que no quería morir de hambre. Cuando sus intentos fracasaron, evitó encontrarse conmigo; aparentemente no podía soportar verme sufrir hambre.
En el primer día de Jol HaMoéd tuve una visita inesperada: la censura. Yo estaba haciendo mi trabajo y ella notó que mis manos temblaban. Se dio cuentan de que estaba débil por la falta de alimentos.
“Te traje algo para comer”, me dijo, y extrajo un panecillo recién horneado. El apetitoso aroma me produjo tremendos mareos. Le dije que nosotros, los judíos, no tenemos permitido comer eso en Pésaj. Le agradecí y rechacé el pan. Se fue sin decir palabra.
Al día siguiente volvió a visitarme, y realmente me sentía mucho más débil. Esta vez me trajo algunas masas elaboradas con harina blanca (un verdadero lujo).
“Yo misma las he horneado”, me dijo, “con azúcar y aceite. ¡Tienes que comerlas, pues de otro modo te morirás de hambre!”
Le agradecí, pero volví a rechazarlas.
“Seguramente estarás preguntándote por qué me preocupo tanto por ti”, me dijo. “Probablemente tienes una esposa e hijos que están esperando el momento de que seas libre y puedas regresar a ellos. Siento simpatía por ellos. Yo no tengo esposo que me espere. El era un funcionario en este Campo y fue enviado al frente de batalla. Cayó en acción, luchando contra los nazis. Ahora, toma una de las masas, por favor. Te hará bien”, imploraba.
“Gracias, no. Me apenas oír tu pérdida, pero, por favor, déjame en paz”.
Se fue, obviamente fastidiada por el fracaso de su intento de que comiera algo de lo que ella me había traído. Me sentí tan débil que tuve que acostarme, y ya no tuve más fuerzas para levantarme.
Berkovitch vino a verme un par de veces y me trajo un poco de agua caliente endulzada para beber. Siempre se retiraba apenado por mi triste desdicha.
En la mañana del último día de Pésaj vino a verme y me encontró casi inconsciente. Le pedí que vertiera un poco de agua sobre mis manos y me diera mi Sidur. Lo hizo, pero las palabras bailoteaban delante de mis ojos y mi cabeza daba vueltas. Caí en la inconsciencia.
Cuando recuperé el conocimiento me encontré con la enfermera principal del hospital de pie junto a mi cama. Aparentemente me había dado una inyección que me hizo sentir muy caliente.
“No sé de dónde saca este judío obstinado tanta fuerza y resistencia”, le oí decir a David, también presente. La enfermera salió de la habitación.
David se quedó junto a mí hasta que oscureció.
“Pésaj acaba de concluir”, me dijo.
Traté, pero estaba muy débil como para rezar Maariv -la oración. “Me traen unas galletas blancas y un poco de azúcar.
Sumergió las galletas en té dulce, y me dio de comer como a un niño.
Luego de la comida me quedé dormido y no desperté sino hasta la mañana siguiente. Aún estaba tan débil que David tuvo que ayudarme a ponerme mis Tefilin.
Dos días después de Pésaj Berkovitch vino a contarme la buena noticia de que había sido dejado en libertad y muy pronto se le permitiría regresar a su casa. Al mismo tiempo me contó que mientras estaba en la Oficina de Correos oyó decir que cierto tiempo antes de Pésaj había arribado desde mi casa una encomienda para mí, pero fue devuelta al remitente por orden de la censura.
Ahora entendí por qué se había enojado tanto cuando me negué a comer su comida en Pésaj. Temía que yo muriera de hambre, y mi muerte pesaría sobre su conciencia.
Berkovitch, una vez liberado, permaneció en el pueblo unas dos semanas más antes de regresar a su casa. Cada día me traía leche, papas, pan, un poco de azúcar y, en una ocasión, algo muy especial: ¡bulbos de ajo! Gradualmente fui recuperando mis fuerzas.
Entretanto fui llamado a la oficina del Superintendente del Campo. Berkovitch estaba presente. Y también la censura. El Superintendente me contó que se había enterado de que la mujer había devuelto mi encomienda antes de Pésaj y, de hecho, ella lo había admitido. Investigaciones adicionales revelaron que ella también había retenido y destruido dos cartas que habían llegado desde mi casa, para que no supiera de la encomienda que se me había enviado.
El Superintendente me pidió que firmara una queja contra la censura, diciendo: “Yo me ocuparé personalmente de que sea castigada”.
La censura estalló en lágrimas y suplicó al Superintendente:
“Apiádate de mí y de mis hijos huérfanos”, imploraba. “Su padre entregó la vida por su patria”, lloraba.
“No pidas de mí que me apiade de ti. Debes pedir el perdón a este hombre, en contra de quien con tanta crueldad has obrado mal”, le respondió el Superintendente.
Yo dije al Superintendente que obviamente la mujer estaba arrepentida de su inhumana conducta, y que de alguna manera había intentado corregir su mal proceder. Además, considerando que su marido había muerto peleando contra los Nazis y la había dejado con la responsabilidad de cuidar de los huérfanos, yo estaba dispuesto a perdonarla. Pero bajo la condición de que ella prometiera fielmente no provocar más dificultades a los prisioneros del Campo.
El Superintendente estaba visiblemente impresionado por mi declaración de perdón. Prometió no informar acerca de esta cuestión a las autoridades superiores. Lo que sí hizo, sin embargo, fue trasladar a la mujer a un puesto en el que tuviera menos autoridad.
De esta manera terminó la cuestión. Pero aquel Pésaj”hambriento” quedará en mi memoria todos los días de mi vida. Agradezco a Di-s estar con vida para poder contar esta historia”.
Fuente:es.chabad.org
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