Enlace Judío México e Israel.- Infobae Cultura dialogó con Sacha Batthyany, periodista y autor de “La matanza de Rechnitz. Historia de mi familia” en su visita a Buenos Aires, invitado por el festival Basado en Hechos Reales. Los pormenores de la fatídica noche en Austria y la dificultad para inmiscuirse en los pasillos de su historia familiar.
LICIANO SÁLICHE
Sacha Batthyany ya estuvo aquí, en Buenos Aires, aunque le resulta inevitable sentirse extranjero. Lo es, sus rasgos lo rectifican: ojos pequeños, mirada clara, nariz fina y pelo lacio. Su apariencia es ineludiblemente europea.
Ahora, en el hall del primer piso del hotel Esplendor, desparramado sobre un sillón de tres cuerpos, habla de su libro: La matanza de Rechnitz. Historia de mi familia (Seix Barral, 2017). Mientras trata de decodificar las sensaciones que afloraron cuando decidió meterse en uno de los episodios más tristes y trágicos del nazismo, mira por el ventanal que da a la calle San Martín, se despeina con la mano izquierda sobre la nuca y esboza reflexiones. La palabra para definir su viaje literario no es exactamente el de divertido.
Este sociólogo y periodista nacido en Suiza en 1973 —que hoy está en Argentina invitado por el festival Basado en Hechos Reales— descubrió, un día como cualquier otro, que algo en su familia estaba mal. Hace algunos años que se reveló la historia de su tía, Margit Batthyány-Thyssen, dueña del palacio austríaco donde una noche de fiesta mataron a 180 judíos. En sus recuerdos de la infancia, Tía Margit —así le dice— es “alta, con un torso robusto sobre piernas delgadas. Cuando habla saca en los intervalos entre las frases la punta de la lengua, como hacen los lagartos. Yo me siento lo más lejos posible de ella”.
¿Alguien podría dormir sabiendo que una de sus tías fue parte victimaria del Holocausto? Emprendió, entonces, una investigación que lo llevó a hablar con toda su familia en diferentes partes del mundo. Por ejemplo, Buenos Aires, donde vivió hasta hace muy poco su tía, quien se refugió aquí durante la Segunda Guerra Mundial.
“Fue una matanza de ciento ochenta judíos lo que me acercó a mi familia”, escribe Batthyany.
Cuando el planeta comenzaba a girar más rápido; cuando la tecnología conectaba países, pueblos, personas; cuando las ciudades se subían al pedestal de la Revolución Industrial; cuando la democracia era un sueño que empezaba a cumplirse; cuando la Humanidad creyó que la razón era la mejor forma de crecer… entonces, llegó lo peor.
La historia es conocida: desde las entrañas de lo popular, un movimiento utilizó los prejuicios, los miedos y las inseguridades de una sociedad aturdida y devastada por los desastres de la Primera Guerra Mundial para volverse un imperio construido a base de muerte. El nazismo rompió todas las posibilidades de la imaginación.
El Holocausto, la noche más negra de la historia de la Humanidad, causó once millones de muertes entre judíos, gitanos y otros grupos étnicos, sociales e ideológicos. Nadie creyó que podía suceder algo así. Era impensado. Pero pasó. Y nos pasó a todos.
La noche del 24 de marzo de 1945 no fue una noche más. En Rechnitz, un pequeño pueblo de Austria al límite con Hungría, tranquilo y casi despoblado, hubo una fiesta. Fue en el palacio de la condesa Margit Batthyány-Thyssen, hermana mayor del Barón Thyssen y esposa del conde húngaro Ivan Batthyany. Eran alrededor de cuarenta personas: dirigentes nazis, miembros de la Gestapo, de las SS, de las Juventudes Hitlerianas y jefes de la policía local. Comenzaron a beber a las nueve de la noche y lo hicieron hasta entrada la madrugada. Bebieron y bebieron —la culpa nunca es del alcohol— hasta que a alguien se le ocurrió una idea.
El Ejército Rojo de la Unión Soviética se acercaba. Por eso los jerarcas nazis estaban allí, para frenar ese avance levantando un muro. Desde octubre del año pasado lo venían construyendo. Todos trabajadores judíos esclavizados, sacados de los campos de concentración y puestos a trabajar allí todo el día. Era una línea de defensa enorme que iba desde Polonia, pasaba por Eslovaquia y Hungría, y terminaba en la ciudad italiana de Trieste.
A las ocho de la noche, cuando la fiesta no había empezado, los oficiales obligan a 200 judíos a construir un pozo en forma de L: era su tumba. Estaban débiles y desnutridos, habían contraído tifus y decidieron que había que eliminarlos. ¿Cómo? En medio de la fiesta, el suboficial mayor SS Franz Podezin le encarga a Hildegard Stadler, directora de la Liga de Muchachas Alemanas de la localidad, que agrupe a varios invitados para una nueva tarea. Son las once de la noche. El armero Karl Muhr reparte fusiles y se suben a tres coches que esperan en el patio con el motor en marcha. Algunos tienen tantas ganas de participar que deciden ir a pie.
Desnudan a sus prisioneros frente a la zanja y los matan a todos. No a todos, dejan algunos vivos con palas para sepultarlos, que luego sí, al día siguiente, morirán. Pero esa noche, realizada la matanza, los envalentonados nazis que acaban de cometer lo que se conoce como la Matanza de Rechnitz vuelven al palacio. Ahora son las tres de la mañana y no se irán hasta entrada la madrugada. Siguen de fiesta. Beben y brindan por la impunidad.
En su idioma original, el alemán, La matanza de Rechnitz se titula ¿Qué tiene ésto que ver conmigo? Hay un momento en que Batthyany se da cuenta que debe soltar esa imparcialidad histórica para formar parte de la narración, para hacerse personaje, para meterse de lleno en la trama. “No quería escribir un libro histórico, que sólo se situase en el pasado. Quería escribir un libro que llegara hasta el hoy, y en el hoy estaba yo”, le dice a Infobae Cultura.
“De todo el material documental que junté, gente en Buenos Aires, gente en Austria, gente en Rusia, gente en Hungría, todo terminó convergiendo en mí. Yo estaba en el centro. No lo tenía tan claro, y en un momento lo vi. Y entendí, entonces, que eso sería un libro y que no sería puramente periodístico, porque en el centro estaba yo”, agrega.
Entonces con lo que se encuentra el lector que abre sus páginas no es un frío y lejano relato sino un inquietante zigzagueo entre el momento de la masacre y el de la investigación, cuando el autor dialoga con todas las fuentes posibles, cuando reproduce los diarios íntimos de sus tías, cuando conversa con su padre, con su psicoanalista. Incluso hay partes en que se permite la imaginación: “Tienes datos sueltos, sabes que unas personas estuvieron en el mismo lugar, en un día determinado, y bueno… luego te encargas de hacer lo tuyo. Esas partes en que recreé eventos las disfruté mucho”.
Cuando estaba escribiendo la historia, su abuela muere. Batthyany no tenía mucha relación con ella, pero sí su padre. Al morir, ella le pide a su hijo que queme todas las memorias que había escrito. No lo cumplió, por el contrario, cayeron en manos del autor. Así empezó a hacerse de un material valiosísimo en toda esta historia: textos escritos al calor de la época.
“Los diarios no eran parte de los documentos que tenía al principio —cuenta—, me cayeron del cielo. Cuando los tuve en mis manos, además de poder ver cómo alguien escribe en tiempo real su vida, pude observar los paralelos, que no se dan siempre, pero sí en varias partes. Puntos de contacto entre estas mujeres —se refiere a su abuela Agnes y a su tía abuela Margit— que se conocieron, que en un momento casi se cruzan en los diarios y, bueno, no ocurre. Todo eso me parece muy intrigante. Tener todo ese material me resultó crucial y muy interesante”.
— ¿Cuánto cambió tu percepción sobre la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto desde este libro?
—Antes de empezar, cuando ni siquiera tenía este proyecto, mi comprensión sobre la Segunda Guerra Mundial era la compresión de un libro de texto histórico. Una compresión más bien lejana. Era todo en teoría. Pero cuando empecé a escribir y a trabajar en esto el proceso se volvió más íntimo, me tocó de otra manera, y eso hizo que lo comprendiera de otra manera también. Me hice periodista porque me gusta entender las cosas. Y para realmente entenderla tienes que estar ahí. Lo de Brasil me tiene sorprendido. ¿Cómo fue que ganó Bolsonaro? Una cosa es leer los diarios o en teoría saber qué está pasando, y otra es cuando vas y miras: tienes una comprensión distinta de las cosas, más profunda.
—Hablas de refugiados en una época en que ese término no se usaba. Queda clara tu intención de poner en relación el pasado con el presente. En ese sentido, ¿cómo ves las tendencias xenófobas que se dan en Europa?
—Últimamente he trabajado mucho en artículos sobre temas como la inmigración, los refugiados. En abril fueron las elecciones en Hungría donde ganó de nuevo Viktor Orbán. Mi padre ahora vive allí, volvió. Y fui a cubrir las elecciones. Uno de los artículos que escribí fue un diálogo con mi padre, porque quería entender por qué la gente lo votaba masivamente. Mi padre fue inmigrante, vivió mucho tiempo en Suiza, luego volvió. Ahora, con este hombre, Hungría está blindada. ¿Viste las noticias? No recibe a los refugiados, un sentimiento antimusulmán muy grande, que también ocurre en Austria y en cierta medida también en Alemania, y que estos populistas de derecha saben que la carta que juegan es el miedo a los musulmanes. Es el mismo discurso de siempre: los consideran diferentes, que son terroristas y ese tipo de cosas. Ellos juegan esas cartas porque la gente tiene miedo de perder los privilegios que han tenido siempre: el de ser blancos, cristianos y hombres. Y de pronto eso empieza a moverse bajo sus pies y estos gobernantes lo saben y esa es la carta que juegan.”
Cuando le preguntó a su padre si sabía que Margit había estado en aquella noche, le dijo que sí. Lo sabía, como todos en su familia, pero nunca preguntó demasiado, nunca hurgó hasta saber cuán implicada estaba con la matanza. Quería creer que no, como les sucede a muchas familias que las tragedias les tocan cerca. Pero prefirió callar: el peor antídoto para la memoria: el olvido. Es por eso que el autor escribe en el libro: “El silencio se ha prolongado hasta hoy”, escribió.
Los Thyssen son una dinastía destacada, fueron una de las más poderosas de la industria europea. El Barón Thyssen, hermano de Margit fallecido en 2002 en España, fue un destacado mecenas, coleccionista de arte —dueño de una de las colecciones más importantes del siglo XX— y magnate de un emporio multinacional con más de 200 empresas.
“Intenté contactar a esa rama familiar para el libro, para seguir investigando, pero no recibí respuesta. No me siento relacionado con ellos. No es un parentesco directo, es más bien un parentesco político. Y aunque lo hubiera, no siento particularmente una relación. Cuando intenté contactarme con fines investigativos no lo conseguí”, cuenta el autor.
— ¿Crees que podría volver a ocurrir algo como lo que se sucedió en Rechnitz?
—Las matanzas no han dejado de ocurrir aquí y allá. Por supuesto no en la escala de la Segunda Guerra Mundial. No sé si puede volver a ocurrir algo así. Espero que no. Espero que seamos capaces de aprender del pasado. A veces me han preguntado en entrevistas por qué necesitamos otro libro sobre el Holocausto o sobre la Segunda Guerra. ¿Uno más? U otra película, por ejemplo. Incluso miembros de mi familia me han llegado a preguntar si escribí el libro para ganar guita. Aparte de decirle que no hay demasiado dinero en la industria editorial, sí me parece importante que esta historia se siga contando. No dejar de cortarla nunca. Se supone que como humanos, mientras más nos contemos estas historias, menos nos vamos a olvidar, y así quizás evitemos que vuela a pasar.
— ¿Es una novela que se puede leer cómo la búsqueda de tu identidad?
—Sí, definitivamente.
—La última pregunta que te hago: ¿has podido encontrar algún tipo de humanidad en Tía Margit?
—No pude sentir nada que me guste o admire de ella. Pero me di cuenta que era muy humana. Tenía una cualidad muy humana: que no te importen los demás, por ejemplo. O mirar hacia otro lado cuando alguien la está pasando mal. Eso es muy humano. Podría decir que mi tía es un monstruo, pero llamarla monstruo es demasiado simple, porque hace que te crees unas imágenes en tu cabeza cuando en realidad era humana.
Testigos asesinados y culpables exiliados fue lo que le siguió a la masacre. Por años todo quedó impune por falta de pruebas. Margit Batthyany-Thyssen se refugió en Suiza con sus caballos pura sangre hasta que, en 1989, murió. Nunca dijo nada sobre aquello. Se llevó a la tumba todas las imágenes que sus ojos vieron. Todo había quedado sepultado en el más absoluto olvido. Sacha Batthyany trajo todo de regreso.
“Si lo que sucedió, lo que cuento en el libro, una cosa tan grande y tan violenta, ocurriera otra vez en cualquier sitio, creo que no seríamos distintos como fueron mi tía, mi padre, mi abuelo, los verdugos, las víctimas. No sé si con el paso de los años nuestra generación ha mejorado y, ante una situación así, reaccionaría distinto. Ojalá que sí”, concluye el autor suizo.
¿Para qué sirve la memoria? El futuro sólo es posible si batallamos contra los fantasmas del pasado. “No hay que olvidar que esto es una guerra sin fin”, escribió Primo Levi. No hay que dejar de batallar.
Fuente: infobae.com
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