Enlace Judío México e Israel.- En 2019 se celebra el ochenta aniversario del exilio español en México. Si bien la llegada de los republicanos españoles comprendió un periodo de tiempo más o menos amplio (desde 1937, cuando llegaron los “niños de Morelia”, hasta fines de los años cuarenta) los tiempos conmemorativos necesitan una fecha simbólica. Ese momento cristalizó en 1939, año en el que los republicanos perdieron la guerra, comenzó el exilio y llegó el vapor Sinaia a México, con casi mil seiscientos refugiados españoles a bordo.
DANIELA GLEIZER
En la misma época, en la década de los años treinta, otro exilio no fue tan bien recibido y, por lo tanto, nunca ha dado pie a conmemoración alguna. Se trata del exilio judío del nazismo. Si hubiera que buscarle una fecha significativa a dicho exilio, sería el año de 1938, cuando se impidió el desembarco de los veintiún refugiados que llegaron a Veracruz en el vapor Orinoco, el 22 de octubre. O quizás podríamos retroceder cuatro años atrás, a abril de 1934, cuando la Secretaría de Gobernación prohibió la entrada de judíos a México, a través de la circular confidencial nº 157, que también incluía restricciones a muchos otros grupos étnicos, nacionales y políticos.
La comparación entre el exilio español y el exilio judío difícilmente podría ofrecer más contrastes. Tan es así que a veces parece difícil creer que México haya sido, en efecto, el mismo país en uno y otro caso, el que abrió las puertas al primero y prácticamente las cerró al segundo.
Los refugiados españoles sabían que México podría ser tierra de asilo dos años antes de que terminara la guerra. En 1937 el país había aceptado recibirlos en caso de que fueran derrotados. Así se lo comunicó el presidente Lázaro Cárdenas a Juan Simeón Vidarte, vicesecretario del psoe. De hecho, el gobierno mexicano se involucró en la Guerra Civil desde 1936, cuando Cárdenas entregó veinte mil fusiles y varios millones de cartuchos al embajador español en México, Félix Gordón Ordás, y cuando en octubre de ese mismo año se constituyó el Comité Iberoamericano de Ayuda al Pueblo Español, con sede en México.
Los judíos que huían del nazismo, en cambio, tuvieron serias dificultades para ser considerados refugiados. En 1939, seis años después de la llegada de Hitler al poder, el secretario de Gobernación de Cárdenas, Ignacio García Téllez, expresó que se trataba de personas sobre las que “se carecía de datos sobre sus calidades de perseguidos”. Y en la misma línea, el cónsul de México en Marsella, Gilberto Bosques, consideraba en 1942 que de ninguna manera México debía constituirse en refugio de personas que, “no sintiéndose bien en Francia, pretenden continuar sus actividades lucrativas en nuestro país”.el 1 de abril de 1942. El subrayado es mío.
Para entonces ya había iniciado la “solución final”, y la Francia de Vichy colaboraba gustosamente con los nazis y entregaba a los refugiados judíos a la Gestapo. Con razón no se sentían a gusto.
La discrecionalidad de las leyes mexicanas da buena cuenta de la diferencia de trato. Las disposiciones migratorias se estiraron en un ejercicio de forzada excepcionalidad, en una dirección y en otra, para permitir la entrada y pronta adaptación de unos, para dejar afuera a los otros. A los españoles les pidieron pocos documentos (se entendió que escapaban de una guerra civil), les dieron permiso de trabajo y les ofrecieron la nacionalidad mexicana contraviniendo todas las disposiciones de las leyes que regulaban la materia. No solo se les eximió de la antigüedad requerida para nacionalizarse, sino que se les permitió no renunciar a la nacionalidad española, en un momento en el que no existía, ni para los mexicanos por nacimiento, la doble nacionalidad.
En el caso judío la prohibición confidencial de 1934 a su entrada, aunque derogada en 1937, fue reemplazada por otras disposiciones que le dieron intencionada continuidad. Así, las tablas diferenciales para la admisión de inmigrantes prohibían la entrada de apátridas (la mayoría de los refugiados judíos habían sido desnacionalizados por los nazis) y desechaban las solicitudes de asilo que fueran realizadas desde un país distinto al de persecución. En los consulados mexicanos en Europa les pedían todo tipo de documentos: desde actas de matrimonio o nacimiento, pasaportes válidos por dos años, o papeles que comprobaran que eran perseguidos políticos, imposibles de conseguir. Ya en México, una parte importante de quienes lograron ingresar no contó con permiso de trabajo –para evitar la competencia con los nacionales– y muchos tuvieron serios problemas para adquirir la nacionalidad mexicana, aun décadas después de haber llegado.
México recibió cerca de veinte mil refugiados españoles –de un total de entre 35,000 y 40,000 que llegaron a América Latina– y alrededor de mil ochocientos refugiados judíos, de los cerca de noventa mil que llegaron a esta región. Quienes pudieron entrar a México lo hicieron debido a que tenían parientes cercanos (la ley lo permitía), eran conocidos refugiados políticos, o entendieron los caminos de la corrupción.
Para explicar por qué los gobiernos de Lázaro Cárdenas y de Manuel Ávila Camacho adoptaron dos posturas tan distintas frente a ambos exilios, hay que ponderar factores políticos e ideológicos.
La dimensión política del exilio español es indiscutible, como indiscutible es también la identificación del presidente Cárdenas con el proyecto político de la República. En realidad, también hay que considerar el contexto previo de relaciones y afinidades políticas que se había dado entre los revolucionarios mexicanos y los republicanos y socialistas españoles desde mediados de los años veinte.
El presidente mexicano defendió a la República, además, en la esfera diplomática internacional, criticando desde la Sociedad de Naciones la postura de “no intervención” adoptada por las potencias. Y llegó a un acuerdo con la Francia de Vichy para proteger a los refugiados españoles en tanto pudieran embarcar para México. Cárdenas negoció con un gobierno, aunque derrotado, legítimo.
En cambio, la situación que dio origen al exilio judío fue considerada ajena a los intereses de México. Cuando el país fue invitado a participar en los primeros esfuerzos internacionales para tratar el tema de los refugiados provenientes de Alemania, el gobierno mexicano adoptó una política de distanciamiento y abstención: consideraba que se trataba de un problema europeo, mientras afirmaba no ser un país de “migración colonizadora”.
Solo se involucró en la Conferencia de Évian (1938) debido a lo conveniente que resultaba aceptar una invitación de Roosevelt, en el contexto de la fuerte tensión creada entre los dos países vecinos a raíz de la nacionalización del petróleo, ocurrida días antes de que llegara la invitación.
Sin embargo, Évian sirvió justamente para el objetivo contrario que parecía haber perseguido: lejos de que las potencias presionaran a los países de América Latina con el fin de flexibilizar sus políticas migratorias, los representantes latinoamericanos se dieron cuenta de que nadie estaba realmente dispuesto a abrir las puertas al exilio judío, y regresaron tranquilos a reportarlo a sus superiores. A partir de entonces, cada vez que se tocaba el tema de los refugiados del nazismo el gobierno mexicano aducía que estaba en espera de que se realizara un esfuerzo internacional coordinado para poder participar en él. Dicho esfuerzo nunca iba a llegar, algo que, es evidente, se sabía. Algunos autores han señalado que para que se lleven a cabo acciones concretas con respecto al salvamento de personas es necesario reconocer la interdependencia que existe entre política y humanitarismo, ya que un impulso público humanitario, por más fuerte que sea, no es suficiente para obligar a los gobiernos a la acción. En el caso español ese impulso político fue claro; en el caso judío, estuvo ausente.
En cuanto a los factores ideológicos, cabe recordar que, años antes de que españoles y judíos tuvieran la necesidad urgente de buscar refugio, ciertas ideas raciales habían encontrado tierra fértil en México. Así, a la idea de que la población mexicana formaba una “mezcla racial” muy particular, que debía ser protegida de influencias extrañas y elementos contaminantes, se le sumaron concepciones nacionalistas, que consideraban que existía una única identidad nacional, que el mestizaje era su fundamento y la homogeneidad de la población un garante de su integridad y supervivencia. Ello llevó a clasificar a los extranjeros en “asimilables” o “no asimilables” al mestizaje mexicano.
Los españoles, sobra decirlo, eran una de las ramas originarias del mestizaje, por lo que su capacidad de asimilación a la población mexicana no requería prueba alguna. Más allá de las diferencias históricas entre hispanófilos e hispanofóbicos, en la década de los treinta parece que hubo consenso entre los funcionarios públicos de que los españoles (incluso si eran “rojos republicanos”) eran los inmigrantes que “mejor se amoldaban a nuestra vida nacional”.
Gilberto Loyo, uno de los principales demógrafos del país, consideraba en 1939 que la llegada de los refugiados españoles era “la última oportunidad que por muchos años tendrá México para aumentar el caudal de su población española, porque el español es, sin duda, el mejor inmigrante que México puede recibir”.
Incluso el propio presidente Cárdenas había declarado: “ninguna [población] tan apropiada como la española, que es nuestra raza, pues de ella descendemos”.
Esos argumentos, irónicamente, correspondían más bien a la tradición de la derecha conservadora, no a la de la izquierda mexicana.
Los judíos, en cambio, fueron considerados “no asimilables” al mestizaje mexicano, y cayeron entonces en la categoría de “extranjeros indeseables”.
La condición de “indeseabilidad” de los judíos se basaba en estereotipos y prejuicios comunes en la época, que hablaban de características “psicológicas y morales” negativas y, por supuesto, los acusaban de solo dedicarse al comercio y al agio. En este caso, la distancia cultural parece haber sido casi insalvable, así como el antisemitismo de algunos funcionarios públicos que desempeñaron un papel importante en la definición de la política migratoria.
Aunque las diferencias en las políticas que se siguieron frente a españoles y judíos se fueron desdibujando con el paso del tiempo, hasta llegar a la idea de que México, en tanto “país de puertas abiertas”, recibió a todos los perseguidos sin distinciones nacionales, étnicas o políticas, en la época estas diferencias fueron abiertas y explícitas. En 1940 Ignacio García Téllez declaró que la política de puertas abiertas, “particularmente amplia en lo que se refiere a la admisión de ciudadanos españoles”, se había limitado cuando se trataba de perseguidos de otras nacionalidades, y aclaraba que “mucho más limitada” aún había sido la aceptación de los refugiados por persecuciones raciales.
Varias veces el secretario de Gobernación manifestó que México solo recibiría a los republicanos de la Guerra Civil, a los “luchadores por la democracia” o los selectos exponentes de las ciencias y las artes, evitando, por otra parte, las inmigraciones “desorganizadas o fraudulentas”.
La reconfiguración posterior de estos episodios ha llevado a reforzar la idea de México como país de asilo, sin hacer distinción entre las dos experiencias. Si se recibió a los refugiados españoles, se razona, se trataba de un régimen de puertas abiertas que debe haber permitido también la entrada de los refugiados judíos del nazismo. Pero no fue así. Por el contrario, es probable que el refugio español haya limitado las posibilidades que tuvo el exilio judío de ser aceptado en el país, colmando la capacidad del régimen para recibir más refugiados, y la capacidad del propio presidente Cárdenas para negociar el tema con su gabinete, que tampoco se mostraba muy entusiasmado con la recepción de los españoles, particularmente el secretario García Téllez.
La comparación entre la actitud del país frente al exilio español y el judío permite observar cómo un mismo régimen, en un mismo momento, con una misma legislación migratoria y los mismos funcionarios en el poder, puede dar dos respuestas radicalmente distintas a dos grupos que solicitan asilo.
Las respuestas dependieron, en suma, de las relaciones previas que se habían establecido con cada uno de estos grupos, los intereses políticos involucrados, los prejuicios (positivos o negativos) hacia los mismos y las presiones nacionales e internacionales. El caso mexicano demuestra, sin embargo, que no es necesario esperar un esfuerzo internacional coordinado para actuar. Con su excepcional generosidad frente al exilio español, México mostró cómo un solo país puede hacer mucho para salvar a personas en peligro.
La memoria del exilio español y la construcción de la idea de México como “país de puertas abiertas” han borrado la memoria del exilio judío, incluso dentro de la propia comunidad judía de México. Es normal, si se toma en cuenta que dicha memoria se construyó a partir de los recuerdos de quienes lograron entrar al país –genuinamente agradecidos frente al mismo– y no de quienes, habiendo visto tierras mexicanas, tuvieron que regresar al infierno europeo. Pero quizás sea buen momento para arrancarle esa otra memoria al olvido. Porque los demonios del racismo, de la xenofobia y del antisemitismo siguen presentes –y no se irán hasta que lidiemos con ellos.
*Daniela Gleizer es doctora en historia por El Colegio de México. Es autora del libro El exilio incómodo. México y los refugiados judíos, 1933-1945 (El Colegio de México/UAM, 2011). Es investigadora del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM.
Fuente:letraslibres.com
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