Enlace Judío México e Israel.- Las historias van y vienen a través de nuestro árbol genealógico. Cada familia rememora y vive sus recuerdos, sus memorias, de distinta manera y con diversa intensidad: en ocasiones un sobrino no recuerda aquello que hacía junto al tío en las tardes otoñales; un esposo podrá recordar el rumor de las hojas cayendo una tarde de primavera, pero no recuerda la corbata que usó en la primera cita con su mujer… Nuestros recuerdos y, por ende, nuestra memoria son selectivos y van conformando, con las historias personales, contadas día a día, una memoria colectiva que se renueva y encuentra rescoldos en recuerdos que, con sus raíces, nutren nuestra historia.
EMMANUEL POOL
Muchos de los recuerdos de mi infancia transcurren sentado frente a mi bisabuela, quien, con muchos años encima, tejía, bordaba o simplemente nos mostraba fotografías de personas muertas hace mucho tiempo, a quien ella extrañaba. El recuerdo más vívido, extraído de mi memoria de aquellos años, sucedió un día en el cual el calor de Mérida atenazaba nuestros sentidos. La historia aún recrea sensaciones vívidas en mí: mi chichí ―pues así se les llama a las abuelas o bisabuelas en Yucatán― narraba cómo había conocido a su esposo unos años antes, durante un paseo por la ciudad de México. Él había llegado de Turquía, ella de Barcelona. Ambos hablaban distintos idiomas al que escuchaban alrededor: ella el catalán ―que durante su vida fue olvidando al no poder hablarlo con alguien de su entorno―, él el djudesmo y el hebreo, que solamente fueron usados en cartas nunca enviadas a su familia. Él se privó de su religión por estar con ella; ella, por estar con él, renunció a su tierra y también a su familia. Ambos abandonaron la metrópoli y se fueron a tierras más cálidas, a Mérida, la de Yucatán.
Gran parte de mi memoria se cultivó escuchando a mi chichí y a todas las generaciones que convivían juntas en su casa. Era un lugar hermoso donde todos podían hablar, leer, recordar, rezar y, en ocasiones, cantar. Siendo yo un cantante muchos se preguntarán por aquellas melodías que aprendí de niño. Debo admitir que mi memoria de la infancia no es tan basta y son pocas melodías que recuerdo de esa época: El Rossinyol catalán, Puruxón, Peregrina, Aires del Mayab, Nunca de Mérida, alguna canción del centro del país. Lista corta para alguien que ha dedicado la mayor parte de su vida al canto. En la lista no aparece ni una sola melodía sefardita y, aun sabiendo la herencia cultural por parte de mi bisabuelo, no me interesé en ese instante en aprender alguna canción. Sin embargo, algo sorprendente ocurrió hace unos años. Cuando comenzaba a hacer música antigua con un grupo de San Luis Potosí, conocí con ellos una canción en ladino. En seguida hubo en mí una sensación de familiaridad. Sentí que la música había sido heredada por un alquímico proceso, que ésta estaba en la sangre a través de las décadas y de los númenes familiares. A partir de ese instante me dediqué a investigar sobre el repertorio, el idioma, la forma de canto, de acompañamiento instrumental. Toda esa investigación resultó en un primer hijo, la tesis de licenciatura Dos ciclos vocales con melodías sefarditas en la canción de arte del siglo XX: Lucien L. Bernheim y Manuel García Morante y el concierto Ansí yoran los mis odjos por ti.
Sin embargo, la investigación e interpretación del repertorio sefardita no pararon allá. Hubo más conciertos con canciones en ladino: desde pequeñas intervenciones en obras de teatro donde metía las melodías, hasta conciertos, tipo schubertiadas, para LadinoKomunita, la comunidad virtual más importante del idioma judeo-español, en su viaje a México. Actualmente, aunque alejado un poco del tema por la maestría en interpretación en la UNAM y mi tema, el compositor Salvador Moreno y su ópera Severino, las canciones aún circulan por mi sangre y mi canto. Cuando estoy solo en casa, ante amigos que me piden cantar algo, ante personas interesadas por los judíos sefarditas, o ante cualquier oportunidad tomo mi laúd árabe y me acompaño o acompaño a alguien más para poder hacer que esa hermosa música y la lengua estén presentes en México.
Fueron estas reflexiones sobre mi familia y sus diversos viajes personales, así como el querer cantar el repertorio dentro del programa de maestría, lo que me motivó a escribir una pieza en un «lenguaje musical contemporáneo». Influyeron también en mis meditaciones la situación de los migrantes africanos en Europa y la de los sudamericanos en Estados Unidos. Por último, tal vez mi propia sensación de exilio pesó al escribirla. En la pieza hay dos elementos separados ―la voz y la flauta― unidos por un discurso, en electrónica, que intenta recrear el mundo de aquellos que huyen. La voz entona la endecha Ya krezen las yervas de los judíos de Marruecos y la flauta, con su improvisada melodía, se entrelaza a ella. El primer elemento representa la tierra original que nunca se aparta de aquel que la deja y el segundo los vericuetos del caminante, habitante indómito del mundo.
El exilio, el destierro, el ir de un lado a otro del mundo, decía mi bisabuela, es una muerte lenta, un abandono en el cual la memoria se aferra a lo conocido y teme lo venidero. El exiliado, como los amantes desterrados del abrazo de su amada, viaja, recuerda, hace memoria, camina hacia su muerte y crea la ficción de su vida. Mi bisabuela insistía en que uno parte muerto al exilio, recrea en su mente un paraíso perdido, un huerto ya cerrado a la realidad; pues, desde ese instante, ya no habrá nada más tangible y verdadero que lo aún desconocido y nuevo. Aunque el exiliado regrese a su tierra de origen ya no será de aquí o de allá: uno pertenece y pertenecerá, junto a su familia, solamente al exilio.
6 de julio del 2019
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