Enlace Judío México e Israel.- Y déjenme les cuento que es una fama bien ganada. No todos los judíos son brillantes y notables, pero todas las áreas del quehacer humano tienen judíos que se destacan de manera relevante. Y la generalidad de los judíos se desenvuelve con soltura y eficiencia en lo que hace. ¿De dónde viene esa capacidad para sobresalir en prácticamente todas las actividades —salvo el deporte—?
IRVING GATELL EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO
La respuesta es relativamente sencilla: el judaísmo ha desarrollado una serie de hábitos que parecen rutinarios y hasta banales, pero que en conjunto han construido una identidad que va más allá de la religión y la cultura.
En la época de la destrucción del Segundo Templo, el Rabino Yojanan ben Zakkai enseñó que era necesario “construir una valla alrededor de la Torá”. Con esto se refería a que las nuevas circunstancias del pueblo judío nos obligarían a cambiar de hábitos en muchos sentidos.
La forma en el que el libro Pirké Avot nos lo cuenta es muy escueta (apenas menciona esa frase), pero se trató de una idea de sorprendente lucidez, cuyos efectos serían contundentes durante los siguientes siglos.
Evidentemente, Ben Zakkai tomó consciencia de que sin Templo —eje toral de la religiosidad judía durante mil años—, y con el país destruido, las comunidades de la diáspora (que ahora se convertía en exilio) estaban en riesgo de desvincularse, y eso sería la puerta para la asimilación y, eventualmente, la desaparición.
Por eso propuso crear una serie de hábitos o prácticas cotidianas sencillas, fáciles de memorizar y repetir, que se convirtieran en una “valla alrededor de la Torá”. ¿Qué significa esto? Que ante una nueva situación en la que muchos preceptos de la Torá ya no se podrían cumplir literalmente (por ejemplo, todo lo relacionado con el Templo), había que desarrollar modos de vida que pusieran límites a nuestra conducta, cuyo objetivo sería que aun viviendo en ignorancia sobre cómo adaptar la Torá a nuevas condiciones, no quebrantáramos el espíritu de sus ordenanzas.
De ese modo y a partir de ese momento, poco a poco se fue desarrollando la rutina característica del judío: Levantarse agradeciendo por todo, ponerse los Tefilín o filacterias, hacer recurrentemente lavados de manos y encendidos de velas, cambiar con cierta frecuencia las ropas propias o las de la casa, tomar baños rituales, evitar en Shabat una lista de trabajos más larga que la que se acostumbró hasta el siglo I, asistir a las academias de estudio en las tardes y noches, celebrar rezos en los horarios en los que antes se practicaban los sacrificios del Templo, e inculcarle a los hijos una serie de extravagantes prácticas sobre cómo ponerse la ropa o cortarse las uñas (entre otras muchas cosas).
Todo esto provocó —no sé si decir que involuntariamente— que los judíos pronto adquiriésemos características que, a la larga, fueron determinantes para hacernos destacar.
La primera es muy evidente: Identidad. Desde hace casi dos mil años, la rutina del judío se volvió algo sumamente particular. Es decir, el judío se distinguía sin problemas del resto de los grupos humanos por su obsesiva precisión a la hora de hacer todos esos actos pequeños, breves, pero concisos y contundentes. La gran ventaja que todo esto significó fue que, pese a la distancia que podía separar a las comunidades judías dispersas por el mundo, un judío de la antigua Sefarad podía llegar a Bukhara y sentirse en casa. Cierto, muchos matices en cada una de estas prácticas serían diferentes, pero conservarían una esencia claramente identificable que facilitaría que dos judíos de diferentes lugares del mundo pudieran decir, en términos generales pero exactos, “somos del mismo pueblo”.
Eso fue todo un éxito. Es cierto que mantener la misma creencia y basarse en un mismo libro —la Torá— propiciaban la base de esa identificación, pero descubrir que, además, había un modo de vida en común, hizo que el sentimiento de pertenencia se impusiera fácilmente.
La segunda característica relevante fue la higiene. Todo lo mencionado en el primer punto se convirtió en una ventaja psicológica para que cualquier judío pudiera identificar a sus correligionarios y sentirse parte de ellos en cualquier lugar del mundo. Pero eso no necesariamente garantizaba que la mayoría de los judíos quisiera hacerlo. A fin de cuentas, en las épocas en las que más difícil era ser judío, ¿qué deseo podría tener un judío emigrado a un país lejano, de reintegrarse a su comunidad y volver al riesgo de ser perseguido?
Pero la higiene es un poderoso argumento. El que come higiénico se siente mejor que el que no lo hace. Además, el que está acostumbrado a un ambiente limpio tiene menos tolerancia a los ambientes sucios. Los baños rituales y los lavados de manos generaron que la higiene judía personal fuera superior, en promedio, a la de los demás grupos humanos. Y las normas del kashrut, aplicadas no sólo a la comida sino al hogar entero, hicieron de los espacios vitales judíos —casas, baños, sinagogas— lugares notoriamente más habitables. Por estos hábitos, era casi una norma que un judío estaba programado para sólo sentirse cómodo en lugares judíos.
La tercera característica fue estar bien despierto. Mucha gente no lo sabe, pero la proverbial habilidad y tesón del pueblo judío para el trabajo es consecuencia prácticamente directa del hábito de usar Tefilín (filacterias). La presión que las cintas de cuero ejercen sobre la cabeza y el brazo izquierdo generan una estimulación nerviosa bien documentada, que hace que uno simplemente despierte. Después de un rezo con filacterias —de domingo a viernes—, uno sale de la sinagoga listo para comerse al mundo. Si eso se vuelve un hábito cotidiano, el nivel de concentración y rendimiento se ve altamente incrementado. A eso hay que agregar que muchos judíos forjaron sus hábitos laborales en lugares difíciles, donde sus ganancias no correspondían a su esfuerzo. Me refiero a las amplias zonas de Europa del Este donde, paradójicamente, más se multiplicaron las comunidades judías. Al emigrar a zonas más amables, como los países americanos durante el siglo XIX o inicios del siglo XX, o —por supuesto— al moderno Estado de Israel, la rutina de esfuerzo y dedicación se convirtió en una fuente de riqueza asegurada.
Si en lugares como Estados Unidos de repente apareció una aristocracia judía próspera y adinerada, en Israel se logró un milagro inaudito al transformar un desierto inhóspito en uno de los países más productivos y poderosos del mundo.
Ya se sabe que todo eso se logró porque los judíos tenemos esa característica: Muy trabajadores. Lo que se dice muy pocas veces es que los Tefilín tienen un papel orgánico —literalmente— muy destacado en todo eso.
Una cuarta característica fue que el judío se volvió un adicto a los libros. Tras la destrucción del Templo, los rezos sustituyeron a los sacrificios del Templo en la práctica cotidiana. Pero ello exigió que las liturgias se homogeneizaran lo más posible. Por supuesto, no se logró una unificación absoluta, y por ello existen diferentes rituales (el Ashkenazí y el Sefaradí son los más evidentemente distintos). Pero cualquiera que los conozca sabe que las diferencias no son sustanciales. La esencia de cualquier Sidur (libro de rezos), sin importar la época o el lugar del mundo, es la misma.
Para lograr semejante logro fue indispensable que los judíos nos volviésemos productores de libros. La unificación litúrgica no se habría logrado recurriendo exclusivamente a la memoria, por lo que hubo que producir la mayor cantidad de Sidurim posibles. Primero a mano, y una vez inventada la imprenta, impresos.
Eso favoreció la posibilidad de reforzar y aumentar un hábito que ya distinguía al judío: La lectura. Desde mucho antes de la destrucción del Segundo Templo, el pueblo judío ya producía una gran cantidad de literatura, y tenía uno de los más altos índices de alfabetización generalizada.
Todo esto se tradujo en que —como lo señala el historiador israelí Yuval Harari— los libros suplieran a los sacrificios. Poco a poco, el judaísmo dejó de ser una típica religión meso-oriental que giraba en torno a animales degollados en un santuario, para convertirse en una religión de libros, discusiones, análisis, prédicas, academias. Ante la ausencia —y nostalgia obligada— del Templo, las sinagogas se convirtieron en el eje de la vida judía, pero construyendo su papel más relevante como centro de estudio. Por eso la costumbre de llamarlas Bet Hamidrash, cuya raíz etimológica es el verbo DERASH, que significa buscar, investigar o estudiar.
El perfil del judío promedio vino a ser el de una persona acostumbrada a discutir y analizar los temas desde varias ópticas posibles, en una época en la que esa posibilidad era simplemente impensable para la abrumadora mayoría de la humanidad.
Durante la Edad Media, las comunidades judías —junto con sus academias de estudio y sus brillantes estudiantes— fueron reducidas, por lo general, a la marginación. Por ello, la participación de judíos en los primeros pasos del desarrollo científico en Europa no fue particularmente importante. Pero a partir del siglo XIX, con la llegada de movimientos emancipadores y la posibilidad de que los judíos también fueran a las universidades, la situación cambió radicalmente.
Era lógico: Los judíos para ese entonces teníamos un historial de, por lo menos, mil quinientos años de práctica en el arte de analizar y discutir. Más aún: En el arte de la tesis y la antítesis. Por ello, no pasó mucho tiempo para que los judíos conquistaran la mayor relevancia posible en la ciencia y en las artes. Y cuando se recuperó Israel, el milenario pueblo judío, originalmente integrado por pastores y campesinos que habitaban una pequeña provincia siempre abrumada por los grandes imperios, vino a convertirse en un ejemplo de liderazgo mundial.
Hoy las cosas parecen haber dado un giro radical. El desarrollo de las tecnologías inteligentes ha puesto en nuestras manos computadoras, tablets y celulares que nos conectan con la información en tiempo real, a una velocidad que hace apenas 30 años era inimaginable.
Pareciera que el estilo tradicional judío quedó superado y abrumado por esas nuevas ventajas. Hoy por hoy, cualquier persona puede consultar cualquier dato en cualquier lugar del mundo.
Pero no se lo crean. En realidad, el pueblo judío conserva una ventaja que garantizará que los judíos sigamos destacando, y es la paciencia para el aprendizaje.
Con los grandes beneficios de las nuevas tecnologías, el ser humano ha conseguido también grandes problemas. Y uno de ellos es la impaciencia. Nos enfurecemos si la página de internet tarda más de cinco segundos en abrir. No se diga si el archivo no se descarga.
Además, los niños y los jóvenes de hoy no pueden mantener su atención más de dos minutos. Requieren que los contenidos sean breves y compactos, porque se han acostumbrado a que la información debe ser sinónimo de velocidad.
Mientras tanto, el judaísmo sigue siendo la única religión cuyo rito de paso o iniciación a la vida adulta es leer un libro. Un libro viejo, muy viejo, lejano a las pantallas táctiles de nuestros aparatos modernos. Tan viejo, que todavía se elabora como rollo de pergamino y se escribe a mano en un idioma que muchos judíos no hablan como lengua materna.
Aprender a hacer esa lectura para el Bar o Bat Mitzvá obliga al judío a pasarse un buen rato de entrenamiento —generalmente, un año— para poder cumplir decorosamente con su máximo compromiso de infancia.
Eso, a la larga, provoca que muchos judíos sigamos siendo adictos al libro de papel. Ese que no tiene prisas para descargar imágenes, porque ya todo está impreso. Lo único que nos pide es paciencia y dedicación para ir página tras página, asimilando y absorbiendo conocimiento.
Seguimos siendo el Pueblo del Libro. Y seguimos poniéndonos Tefilín en las mañanas, y seguimos aferrados a nuestros hábitos de higiene, y no se diga a discutir.
Así que, les puedo garantizar, tenemos judíos para rato.
Las opiniones, creencias y puntos de vista expresados por el autor o la autora en los artículos de opinión, y los comentarios en los mismos, no reflejan necesariamente la postura o línea editorial de Enlace Judío.
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