Enlace Judío México e Israel – Una familia judía húngara que ha sobrevivido el Holocausto llega a México unos días antes del terremoto de 1957. No lo saben pero se trata de un siniestro vaticinio. Esta es su historia.
2017. Más que el movimiento trepidante de la tierra bajo los pies, lo primero en sacudir la percepción es el sonido: un monstruo de incalculables dimensiones parece rugir desde el subsuelo como si quisiera emerger para tragárselo todo. No hay piso firme. Los pasos, la carrera para ponerse a salvo a nivel de calle, para huir del tendido de cables oscilantes que amenaza desde los postes recuerda al acto de surfear las olas. Pero estas olas no son de agua sino de tierra, una tierra que se sacude frenética el peso que los hombres le han colocado encima.
Luego, una cornisa se derrumba cerca. Un transformador eléctrico encuentra también su camino hacia el asfalto. Todo es confusión. Dos horas antes, el simulacro. ¿Es esto un simulacro también?
Otra mañana del 19 de septiembre, 32 años antes, un terremoto distinto deja tras de sí una ciudad colapsada. Cientos de edificios son ahora montones de escombros humeantes. Nubes de polvo avanzan por las calles de la ciudad, otra ciudad pero la misma, ante el pasmo de las supuestas autoridades. Aquella mañana, esta mañana de 1985, serán los obreros y los trajeados, las enfermeras y los estudiantes, los taxistas y los mensajeros quienes tomen las palas para buscar vida entre las montañas de cemento y ladrillos pulverizados. Una de esas montañas de escombros es lo que hasta hace unos minutos había sido el edificio ubicado en la esquina de las calles San Luis Potosí y Tonalá, en la colonia Roma. Uno de esos hombres que remueve piedras y losas en el epicentro del caos es un ingeniero de 53 años que busca el cuerpo de su hermano, Ervin Barcs, y de su cuñada, Judka. Entre los voluntarios también está el sobrino de ambos, Tomás. El matrimonio habita en la parte baja del edificio: el ingeniero sabe que no hay ninguna esperanza de encontrar vida en lo que por años fue el departamento de su hermano.
Un par de horas después del terremoto, el segundo 19 de septiembre, el del año 2017, ya se sabe que, una vez más, hay derrumbes. Se derrumba así también la fantasía generalizada según la cual estaba la ciudad estructuralmente blindada contra un nuevo desastre telúrico. Han caído edificios nuevos, escuelas, oficinas. Hay personas atrapadas con vida bajo los techos que debían protegerlas. En la calle Escocia de la colonia Del Valle Centro, dos edificios se han convertido en tumbas masivas. Uno de ellos, el que se ubica en la esquina de Gabriel Mancera, ha quedado en tal estado que resulta inaccesible. Todos los esfuerzos de rescate se concentran en el otro, a 20 o 30 metros, en la esquina de Edimburgo. Cientos de personas forman largas filas que corren del derrumbe hacia la avenida. Cubetas llenas de escombros van. Cubetas vacías vuelven. Desde el cielo debe parecer aquello un hormiguero. Entre los voluntarios que trabajan sobre la pila de escombros, removiendo pesados bloques de material constructivo, aporreando losas que, luego se sabrá, fueron lápidas, se encuentra una joven delgada y pequeña de ojos claros. Trabaja a la par de los hombres. Toma y pasa cubetas de 20 o 30 kilos. Hace circular la precaria herramienta. Brinda aliento a sus compañeros. “Toma”, dice mientras ofrece su casco, uno de los pocos que a estas alturas se ven entre los voluntarios —con trabajos hay cubrebocas—, “al menos yo tengo pelo”.
Dos o tres días después del 19 de septiembre de 1985, aquella otra mañana, el ingeniero encuentra al fin el cuerpo de su hermano. Su sueño y el de su esposa han quedado interrumpidos para siempre. Colapsados bajo el peso de ese otro sueño que fue su habitación.
Dos días después del 19 de septiembre de 2017, ya no entre las ruinas del edificio de Edimburgo y Escocia sino frente a la siniestra estampa del de Álvaro Obregón #286, un grupo de voluntarios que ha trabajado durante horas o días se apresta a completar su misión: entrar a la planta baja del edificio de oficinas, que funge como estacionamiento y ha quedado en pie bajo seis pisos de escombros, para colocar puntales de madera bien construidos que sustituyan a los que otro equipo ha colocado unas horas antes. Hay que darle soporte a ese último reducto del edificio que se mantiene en pie, porque arriba, entre las inmensas losas de concreto que constituyeron alguna vez los seis pisos del edificio, decenas de voluntarios y oficiales trabajan desde hace dos días para extraer personas con vida. El techo pandeado cruje cada cierto tiempo. Es uno de los pocos sonidos apreciables en la calma tensa y polvosa de esta madrugada. Los marinos, que han desaconsejado la maniobra, la observan a unos metros. Los jóvenes voluntarios entran y salen del edificio en ruinas con los puntales al hombro: desde que las medidas iniciales se tomaron, cuatro o cinco horas antes, el techo del edificio ha bajado entre 10 y 20 centímetros: hay que recortar las bases de los puntales para hacerlos embonar bajo el techo amenazado.
Ervin y Judka Barcs
El funeral de Ervin y Judka Barcs se lleva a cabo en el Panteón Israelita de Constituyentes. El tío de ambos, Ferenc, ha movido cielo y tierra para que la comunidad acepte ahí el cuerpo de ella, que no es judía. La tumba ha de ser de ambos, casados por tanto tiempo, amantes por tanto tiempo, muertos juntos bajo la misma tumba de cemento que acabó siendo el edificio caído. El ingeniero y su hermana y los hijos de estos acompañan a los hijos del matrimonio muerto, Jorge y Eva, en un dolor que pesa tanto como los escombros. También está la esposa del ingeniero. También el tío Ferenc, su esposa, Gisella Roth, y la hija de ambos, Gabriela. Juntos dirán el Kadish para que luego el mundo quede en silencio.
La maniobra de apuntalamiento del edificio ubicado en Álvaro Obregón #286, en la misma colonia Roma en que murieron los Barcs 32 años antes, ha terminado. El terror indecible de hallarse bajo una amenaza colosal ha quedado atrás. El cansancio es otra losa. El equipo de voluntarios se toma selfies frente al derrumbe. Será el único documento que pruebe su gesta. Los primeros rayos de la mañana iluminan el camellón por donde se ve llegar al equipo de rescate israelí que pronto asumirá el control de las labores de rescate, pues son ellos y no las autoridades mexicanas quienes cuentan con la tecnología para buscar vida bajo los escombros con alguna certeza. Porque algo más se ha derrumbado esta vez, este otro septiembre, y es el discurso oficial: queda claro que ni el gobierno de la ciudad ni el federal estaban preparados para esta reedición maldita de una vieja pesadilla. En el grupo de soldados rescatistas viene la mujer más hermosa del mundo. Los chicos se toman selfies con ella. El embajador de Israel, que lidera la comitiva, mira las ruinas con azoro.
Once años después de aquél 19 de septiembre, el 13 de agosto de 1996, el ingeniero muere de un infarto. Su tumba es la única que lleva una estrella de David en el bosque de cruces mórbidas de un panteón civil de muertos católicos. La esposa del ingeniero es una mujer mexicana y él ha dispuesto, años atrás, que sean enterrados juntos, cuando a ella le llegue su tiempo, en un panteón donde se le acepte a ella, el gran amor de su vida. También para él hay un Kadish. Además de la estrella, de su nombre hebreo y de su año de nacimiento y defunción, se imprime una frase que en la Comunidad Bet El, a la que él ha asistido por años, se dice cuando se le ofrece consuelo a los deudos: “Que su memoria sea una bendición como lo fue su vida”.
La familia Braun antes del Holocausto
El ingeniero y su hermano y el tío Ferenc, que para el 19 de septiembre de 2017 estarán todos muertos, han migrado desde Hungría, donde sobrevivieron a la Shoá. Ervin ha escapado de un campo. Ferenc, de otro. El ingeniero, que entonces no es un ingeniero sino un niño flacucho de 12 años, ha escapado del gueto junto a dos primos, ocultos en un vehículo cargado con cadáveres. El tío Ferenc es el primero en llegar a México. Tras sus pasos han llegado los otros, años después, en 1957, pocos días antes de que un terremoto arranque de su columna a la Victoria Alada. Ninguno se imagina entonces que otro terremoto terminará de sellar la tragedia familiar, años más tarde.
Una semana después del terremoto del 19 de septiembre de 2017, la esperanza de hallar vida bajo los escombros del edificio de Álvaro Obregón #286 se ha extinguido. Es entonces que el grupo de israelíes se despide. Estos hombres y mujeres, que han viajado al otro lado del mundo en el día más sagrado de su fe para ayudar a perfectos desconocidos no sabe que, poco después, una febril teoría de la conspiración dirá que fueron ahí solo para recuperar algunos archivos secretos del Mossad.
Ervin Barcs no ha crecido con ese nombre. Tras la Shoá, su apellido real, Braun, es demasiado alemán para su gusto, así que se lo arranca antes de llegar a México. El ingeniero, sin embargo, ha conservado su apellido original, ese breve y simple apellido alemán que a muchos judíos les fue asignado en algún momento de la historia de su imparable diáspora, quizás inspirado en el color de su piel, que por aquel entonces habría sido más oscura que la de los europeos. Es por eso que en su tumba, que hoy en día se encuentra ya en otro cementerio, y que comparte con su suegra, la muy católica madre de su esposa, y junto a su nombre hebreo y la fecha de su nacimiento y de su defunción en ambos calendarios, y junto a la frase que el rabino Rittner tantas veces dijo antes del Kadish, ese Kadish que el ingeniero ha pronunciado cientos de veces por su padre, muerto en el gueto, por su madre, muerta en México, por su hermano, muerto bajo los escombros, por su suegra católica, muerta en un hospital paupérrimo del Estado de México, no dice János Barcs sino János Braun. Mi padre.
A la memoria de todos ellos.
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