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jueves 21 de noviembre de 2024

Dinastía y mérito: la evolución del liderazgo en el judaísmo

Enlace Judío México e Israel- Al igual que todas las religiones antiguas, el judaísmo tuvo una casta sacerdotal que, durante mil años, dirigió espiritualmente al pueblo de Israel. Más por causas externas que por decisión propia, esta condición cambió. Muy favorablemente, por cierto.

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Toda religión que llegue a una condición mediana de evolución desarrolla dos elementos fundamentales: Sacerdocio y Ritual; si logra más desarrollo que eso, entonces también construye una Escritura Sagrada. Es evidente, entonces, que el Judaísmo ha sido una religión de alto nivel de desarrollo, ya que estos tres elementos están presentes en su Historia desde hace unos tres mil años.

Sin embargo, sucede algo curioso: La Escritura Sagrada y el ritual han evolucionado de una manera que podríamos definir como “normal”. En cambio, con la casta sacerdotal no hubo eso. Una evolución. Hubo una situación que obligó al judaísmo a aplicar un cambio radical, inédito en la Historia de otras religiones.

En el año 587 AEC el Templo de Jerusalén fue destruido por la invasión babilónica
. Eso puso al Sacerdocio fuera de funciones. Toda su vida cultual giraba alrededor del Templo. Con todo, el trance apenas duró un poco más de medio siglo. Tras la conquista persa de todo el territorio que antes dominaran babilonios y asirios, los israelitas recibieron autorización para regresar a su tierra de origen, y —entre otras cosas— reconstruir su Templo. Eso puso en activo nuevamente a la Casta Sacerdotal, y esa condición se mantuvo hasta el año 70 EC. En ese entonces, el Templo volvió a ser destruido —esta vez por los romanos—, y el Sacerdocio quedó nuevamente fuera de funciones. Sin embargo, existía la esperanza en que pronto se lograría la liberación del yugo romano. Simeón bar Kojba fue el último caudillo que intentó esa proeza. Tras el fracaso de su levantamiento (años 132-135), el pueblo judío entendió que el Templo no sería reconstruido en mucho tiempo, y que —por lo tanto— el Sacerdocio quedaba de manera inevitable fuera de la jugada.

Eso, curiosamente, no afectó la práctica de la religión judía. Desde varios siglos atrás había surgido una nueva institución que estaba lista para darle continuidad a la fe de Israel: La Sinagoga.

En ese tema el judaísmo también fue pionero: Tras la conquista persa de los territorios que antes habían dominado asirios y babilonios, todos los exiliados del antiguo Reino de Samaria y los del Reino de Judea quedaron bajo la jurisdicción de un mismo emperador, Ciro. Este —como ya se dijo— permitió el regreso de los cautivos a su patria ancestral. Pero sucedió que los que retornaron fueron, en realidad, una minoría. La gran mayoría de los israelitas dispersos optaron por permanecer en sus nuevos hogares, debido a que muchos de ellos ya habían echado más que raíces ahí. Los exiliados deportados por los asirios tenían casi dos siglos viviendo fuera de Israel; y los exiliados por los babilonios ya habían logrado reiniciar sus vidas (y sus negocios) después de medio siglo de expatriación.

Sin embargo, la refundación del Reino de Judea, así como la reconstrucción de Jerusalén y su Templo, permitió que la unidad del pueblo israelita sobreviviera pese a mantener, en términos prácticos, la condición de dispersión. Por ello, Ciro nombró a un Exilarca, es decir, un gobernante que representara a todos los israelitas, independientemente de en qué provincia del Imperio Aqueménida estuviesen establecidos. Para dicho honor, por supuesto, recurrió al linaje del rey David, eligiendo a Zerubabel como primer Exilarca judío.

Eso provocó un fenómeno desconocido hasta entonces: Que varias comunidades dispersas por diferentes lugares se mantuvieran apegadas, estrictamente, a su religión original. Para ello necesitaron “templos”, y para su dirección, necesitaron líderes. Por supuesto, la Casta Sacerdotal quedó desbordada. No tenía modo práctico —ni vocación histórica— para hacerse cargo de estos nuevos centros de reunión llamados Bet Hakneset, y que luego en griego fueron llamados Sinagogas.

Por ello, un nuevo grupo de líderes surgió y se consolidó espontáneamente. No tenían un linaje en particular. Podía ser, literalmente, cualquier israelita. La única condición era que fuesen personas lo suficientemente estudiadas como para poder enseñar a los demás. De ese modo, los maestros locales (rabinos) empezaron a ejercer el liderazgo informal de ese Judaísmo diaspórico, mientras la Casta Sacerdotal seguía atendiendo los servicios del Templo.

Pero tras la derrota de Bar Kojba, la Sinagoga y el sistema rabínico se convirtió en la última y única alternativa para la sobrevivencia espiritual del Judaísmo.

La transición —si acaso es correcta llamarla así— fue tersa, porque en términos objetivos los rabinos llevaban siglos dirigiendo las comunidades de la Diáspora. Acaso el verdadero reto fue establecer criterios que poco a poco pudieran volverse universales. Es decir, ser aceptados en todas las comunidades dispersas por todo el mundo.

El rol central en esa revolución lo jugó un genio del liderazgo religioso: Yojanan ben Zakkai, discípulo de Hillel y Shamai, que estableció nuevos criterios para construir “una valla alrededor de la Torá”. Es decir, una normatividad que garantizara que el exilio no se convertiría en un pretexto para abandonar la obediencia a la Torá.

El siguiente gran acierto del nuevo liderazgo judío fue lento, pero contundente: La integración del Talmud. El proceso de organización de todo ese universo de información se tomó unos 400 años, pero el resultado fue una colección tan compleja y tan variada, que prácticamente todas las comunidades judías del exilio se sintieron debidamente representadas en ese nuevo mundo escritural. Eso garantizó una homogeneidad suficiente para que todo el judaísmo, a partir de la Edad Media, fuese indudablemente rabínico.

Sólo de ese modo podemos explicar que justo entre los siglos XI y XII aparecieron Maimónides y Rashí, los dos grandes legisladores judíos que terminaron de unificar los criterios y modelos del Judaísmo Rabínico.

La transformación —más que transición— estaba completa. El sistema sacerdotal antiguo había quedado definitivamente superado (salvo por ciertos rasgos simbólicos en los que los Kohanim siguen teniendo un lugar prominente en cada sinagoga), y los rabinos locales, organizados a veces en rabinatos, se hicieron cargo de desarrollar esta nueva etapa del judaísmo.

Sus logros pueden considerarse perfectos, ya que los dos más grandes acontecimientos que ha vivido el pueblo judío en los últimos mil años —uno infausto y el otro maravilloso— no lograron alterar en lo mínimo el sistema de funcionamiento del Judaísmo Rabínico. Me refiero al Holocausto y a la fundación del Estado de Israel.

El sistema rabínico, dialéctico y discutidor por excelencia, pudo absorber ambos eventos, convertirlos en una nueva fuerza e impulso para seguir adelante, y por ello hoy por hoy goza de su mejor momento.

Tenemos judaísmo para bastante rato, siembre bajo el liderazgo no de los herederos de una dinastía, sino de los que verdaderamente se preparan y son dignos de ser llamados maestros.

Reproducción autorizada con la mención siguiente: ©EnlaceJudío

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