Enlace Judío México e Israel.- Barcelona fue la primera ciudad del mundo donde los judíos pudieron ajustar cuentas con los alemanes nazis, según un reportaje publicado hoy en La Vanguardia.
PLÀCID GARCIA-PLANAS
Natalio Grün subió las escaleras del Madame Petit, un burdel junto a La Rambla, y escuchó a dos de las chicas hablar en yiddish.
Quedó abducido. En Barcelona había –como él– muchos sastres judíos de Polonia, sobre todo en la calle Sant Pau, pero en el Madame Petit descubrió que también había una extensa y sórdida red de prostitutas judías polacas. “He mandado dinero a mis padres –le dijo una de las chicas en yiddish–. Les he dicho que trabajo en Telefónica”.
“No lo olvidaré nunca. Era Pesaj [la festividad que conmemora la liberación del pueblo judío de la esclavitud de Egipto]”, recordaría Grün ya de mayor.
Barcelona vivió, justo antes del estallido de la Guerra Civil, un momento intensamente yiddish: la lengua de los judíos asquenazíes del centro y este de Europa, una lengua de raíz germánica con musicalidad hebrea y eslava. Un momento tan breve como sensual: entre sastres y prostitutas, incontables catalanes vistieron y desvistieron sus cuerpos en modo yiddish.
La primera oleada judía del siglo XX llegó a Barcelona con la Gran Guerra: sefardíes turcos venidos de Francia. La segunda, en los años treinta, llenó la ciudad de asquenazíes que huían del nazismo. Natalio Grün –que encontró su primer empleo preguntando en yiddish– recordaba que, sólo en la calle Sant Pau, además de vendedores ambulantes hebreos de corbatas y cinturones, había una veintena de comercios de judíos originarios de Polonia, la mayoría tiendas de ropa nueva y usada, tejidos y cuero: la tercera lengua de la calle Sant Pau era el yiddish.
Es una de las muchas historias que aparecen en Voces caídas del cielo. Historia del exilio judío en Barcelona, 1881-1954 (Comanegra), una fascinante investigación de la que podrían salir tres novelas, dos películas y una serie de Netflix.
“Para ellos no era Polonia, pero estas calles tenían un aire, algo que no les era ajeno”, me dice el autor del libro, el historiador Manu Valentín, adentrándonos por el Raval en busca de los portales que marcaron su paso por la capital de los catalanes.
A los sastres se unieron las prostitutas, arrastradas hasta Barcelona por las mafias asquenazíes expulsadas de Argentina en 1930, traficantes que engañaban a chicas judías de las profundidades polacas.
“La mujer de Polonia era un tipo completamente opuesto al característico de España. Podía dar buenos rendimientos… Claro, la novedad –escribía el reportero Paco Madrid en 1934 en el diario madrileño La Voz–. Y a medida que iban llegando judíopolacos a Barcelona, aumentaba en las mancebías populares la blanca carne de Varsovia y de Lvov, de Vilna y de Cracovia”.
Y a los tejidos y al sexo se unieron el exilio y la revolución, los asquenazíes anarquistas y comunistas que escapaban del Tercer Reich buscando el calor de la Segunda República. ¿Cuántos refugiados judíos había en la Barcelona de los años treinta? Varios miles. De las 58 personas que salían de un cine, el reportero de otro diario madrileño –El Sol– contó por su lengua al menos 18 judíos asquenazíes. Los veía por todas partes, “en el teatro, en el cine, en las corridas de toros, en el fútbol, en los restaurantes, en el metro… algunos venden periódicos y otros se limitan a deambular por las calles”.
Sonámbulos, en Barcelona los judíos cortocircuitaron con la esvástica. Los exiliados hebreos de izquierda y los nazis de la extensa colonia alemana rozaron como placas tectónicas. Se espiaban mutuamente, se hacían listados de unos y otros, y se dieron alguna paliza. Hubo quemas de retratos de Hitler en el puerto, cristales rotos en el consulado alemán y por las calles se vendía Der Antifaschist, un periódico bilingüe castellano-alemán escrito por judíos de Polonia.
Todo, con el insoportable peso de Europa sobre sus espaldas: en 1935, hubo meses en los que en Barcelona se suicidaban entre dos y tres refugiados judíos cada semana.
La Generalitat les abrió su puerta gótica: justo antes de la guerra los exiliados asquenazíes se reunieron con el presidente Lluís Companys para denunciar la impunidad con la que los nazis actuaban en Barcelona, y en el archivo de Yad Vashem se conservan cédulas personales de judíos de Polonia expedidas por la Generalitat en su diseño más déco.
Llegaban a Barcelona canalizados por dos organizaciones enfrentadas: la Asociación Cultural Judía –que ayudaba a los judíos de izquierda– y Ezra, creada por un judío anticomunista que atendía a los que no estaban políticamente marcados. La primera participó en la organización de la Olimpiada Popular anti Berlín, tan llena de músculos yiddish: el Yiddisher Arbeter Sport Klub de Amberes desembarcó con ganas.
Y, de golpe, el yiddish pasó de burdeles y sastrerías a las trincheras: estalló la Guerra de España y llegaron miles de asquenazíes antifascistas más y crearon una unidad militar judía –la compañía Botwin– en la que, mezclados con ellos, luchaban ¡dos árabes! ¿No es esto hermoso?
Y pasó algo sensacional: Barcelona, tan tejida de intereses alemanes, fue la primera ciudad del mundo donde sus ciudadanos judíos pudieron ajustar cuentas con sus ciudadanos nazis. Con la revolución tomando las calles, los asquenazíes exiliados requisaron coches, restaurantes y librerías de ciudadanos alemanes nazis, y fueron judíos los que asaltaron el consulado del Tercer Reich y las oficinas de Lufthansa en el paseo de Gràcia. Barcelona se adelantaba nueve años a lo que ocurriría en Europa entre 1944 y 1945.
Las contradicciones del mundo cayendo a plomo sobre la capital catalana. La antifascista Asociación Cultural Judía acabó asaltando el local de Ezra, tan antifascista y judía como ellos, pero conservadora. Entonces –como siempre– hubo gente que acabó agredida por todas partes, como los grandes almacenes SEPU de Barcelona y Madrid, propiedad de tres judíos suizos: antes de la guerra sufrieron asaltos tanto de falangistas (por judíos) como de anarquistas (por capitalistas).
El primer negocio nazi que los refugiados de la izquierda judía se incautaron fue la cervecería Münchener Bräustübl. Allí encontraron la lista de los tres mil alemanes afiliados al partido nazi en Catalunya. Ayer viernes, la cervecería ex nazi y ex yiddish –hoy cervecería Universitat– estaba rodeada por una acampada de jóvenes con mensaje gramsciano: “Instrúyanse. Conmuévanse. Organícense”. “No photo”.
Yiddish, también, en las detenciones y el tercer grado que Moscú sometía a la izquierda que iba por libre: “Los hombres de la NKDV-GPU [la policía secreta estalinista] que nos interrogaban en Barcelona eran todos judíos rusos –escribiría el anarquista alemán Helmut Kirshney–. Hablaban yiddish entre ellos, y como este idioma tiene muchas palabras alemanas, podíamos entenderlos”.
El último resplandor yiddish en tierra catalana fue en Pradell de la Teixeta, a las puertas del Ebro y su batalla, con los voluntarios judíos decorando su cuartel al estilo yiddish y en yiddish cantando en coro y representando obras de teatro antes de que muchos de sus cuerpos acabaran filtrados en la tierra.
Todo se evaporó en 1939. Los labios yiddish de esos comerciantes, prostitutas, combatientes, carniceros, vagabundos y atletas se han desintegrado en el polvo cósmico. La sastrería de León Alexandrovitz es hoy la Filmoteca de Catalunya. La de Yankel Brozgol es un supermercado pakistaní que anuncia la Fiesta del Nacimiento del Profeta Mahoma. La de Samuel Maytek es la Guardia Civil. La de Manuel Mendelshon es el bar Beirut. Y el edificio de Madame Petit acaba de ser derribado. ¿Cómo terminó sus días esa telefonista judía –“blanca carne de Lvov”– que enviaba a sus padres el dinero que ganaba ofreciendo su cuerpo en lo que hoy es un inmenso vacío en el Raval?
Vamos localizando los portales yiddish que han dejado rastro documental y me pregunto en qué punto de la calle Sant Pau estaba la pequeña carnicería kosher de Menachem Kinstlinger. ¿En esa carnicería halal? ¿En aquella tienda de teléfonos móviles? No sabemos el número. Sólo sabemos que era un hombre con temor de Dios y que había nacido en un pueblo llamado Oswiecim en polaco y Ushpitizin en yiddish.
Un pueblo más conocido por su nombre en alemán: Auschwitz.
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