Enlace Judío México e Israel – En sus libros, nos ayudó a enfrentarnos a nosotros mismos. Un año después de su muerte, aún lloramos por él.
DAVID GROSSMAN
Amos Oz fue un maestro para mí, un amigo. Una vez al mes viajaba temprano en la mañana desde mi casa en las afueras de Jerusalén hasta la suya en Ramat Aviv. Según él, me preparaba “el mejor café de la ciudad” y nos sentábamos a charlar.
No estoy seguro de que fuera el mejor café de la ciudad, pero definitivamente era la mejor compañía. Hablábamos de la situación en Israel, que parecía no tener solución. Hablábamos del sueño y de cómo ese sueño se hacía añicos. De libros que habíamos leído, de otros autores, de libros que escribimos, de las frustraciones y el bloqueo de los escritores. Y hablábamos de nuestras familia, de nuestros nietos y del mundo que les dejamos.
No me gané su confianza fácilmente. En nuestros primeros encuentros se sentaba en un sillón frente a mí, pero su cuerpo y su rostro giraban a otro lado. En esas reuniones escuchaba muy poco y hablaba mucho. Básicamente era un monólogo. Pero en cada reunión posterior se giraba en su silla unos centímetros en mi dirección. Los monólogos disminuían en cada encuentro, conversaba y escuchaba cada vez más. Y cuando finalmente se sentó con su rostro hacia mí, supe que había empezado a confiar en mí.
Tenía grandeza, nobleza. Incluso hacia aquellos que lo atacaban. Era una nobleza un poco anacrónica, como si viviera en el siglo XIX. No fue fácil para él, ser Amos Oz. No fue fácil para él ser la persona en la que tantas personas veían tanto: sus deseos más profundos, sus esperanzas y decepciones, todo lo que no está resuelto en su interior.
Pienso en Amos el escritor, y en Amos el portavoz, y en lo que fueron sus escritos que tanto lograron levantar a sus lectores; agitarlos, sacudirlos y despertarlos.
Pienso en sus personajes ficticios, pero también en las personas que conoció y documentó. Por ejemplo, en su deambular por Israel en el otoño de 1982, el viaje que dio a luz a uno de sus mejores libros, En la Tierra de Israel. Cuando leemos esta narrativa, nos sucede lo mismo que les sucedió a innumerables personas que leyeron Una Historia de Amor y Osuridad: sentimos que tocamos algún secreto evasivo que se encuentra en los cimientos de la existencia de Israel.
Es difícil definir este secreto con palabras: un tipo de vibración interminable, espiritual, consciente. Una vibración de una memoria milenaria y de traumas insoportables que aún no han sido digeridos ni comprendidos verdaderamente. Un sentimiento de profunda inseguridad existencial aunado a una especie de autosatisfacción excesiva y confianza precipitada en sí mismo. Más que nada, creo, es la vibración de un terrible dolor, de miles de años, que no tiene consuelo. El dolor de un pueblo perseguido y odiado que fue casi aniquilado. Qué turbulento es leer todo esto en un libro. Y qué difícil que es vivirlo.
En cada uno de sus libros, Amos expresó una postura ética, política y claramente humana, y nosotros, los lectores, viajamos con él durante todo el proceso. Vivimos una variedad de emociones y pensamientos, impulsos y deseos que atrapan las abominaciones de nuestra propia alma, aquellas distorsiones y deficiencias que sabemos que han “existido en la familia” por generaciones.
Gracias a Amos y a su inigualable habilidad, nos hemos enfrentado a ellas, nos hemos quemado por ellas, quizás incluso hemos sido tentados por ellas. También hemos sentido las dudas del que las documenta. A veces también nos distanciábamos de él: a veces él mismo parecía un personaje de uno de sus libros, el mismo racionalista virtuoso y razonable que nos frustraba, y a veces nos enfurecía, por su impotencia y su incapacidad para mejorar nuestra complicada existencia.
Una vez me dijo: “Odiaba a mi padre en mi adolescencia, porque pensaba que por él mi madre se había suicidado. Y luego odié a mi madre, porque ¿cómo pudo hacerme algo así? ¿Cómo pudo salir de la casa sin decir adónde va? Cada vez que salíamos de la casa, ella era la que nos exigía a cada uno de nosotros que dejáramos una nota debajo del jarrón diciendo a dónde íbamos…”
“Y sobre todo me odiaba a mí mismo, porque si mi madre se suicidó, no debo haber sido lo suficientemente amable con ella. ¿Cómo podía ser? Incluso las madres de los nazis amaban a sus hijos, ¿y mi madre no?”
“Y sólo cuando tuve mis propios hijos comencé a tener compasión por mis padres y a amarlos. Sólo entonces fui capaz de entenderlos. Y cuando escribí Una Historia de Amor y Oscuridad, en realidad era el ‘padre de mis padres'”, expresó Amos.
Un mes antes de su fallecimiento, me pidió que invitara a mi esposa Mijal a nuestro último encuentro. Y ese encuentro fue distinto a los anteriores. Amos estaba en su apogeo, divertido, ingenioso, irónico, brillante. Casi no habló de su enfermedad, que en ese momento ya estaba avanzada. Sólo dijo: “El arquitecto del cuerpo fue un genio, pero el contratista escatimó en materiales”. Mijal y yo nos reímos, pero aparentemente Amos vio mi expresión y dijo: “No me compadezcas. He tenido una muy buena vida. Mucho mejor de lo que jamás podría haber imaginado. Tengo hijos cariñosos, tengo a Nili, mi amada esposa. Mis libros se leen en todo el mundo. He recibido mucho más de lo que uno puede pedir de la vida”.
Fuente: The Guardian / Reproducción autorizada con la mención: © EnlaceJudíoMéxico
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