Juntos venceremos
jueves 21 de noviembre de 2024

Reflexiones de un judío mexicano con COVID-19

Aunque tú te olvides de tu Comunidad, tu Comunidad no se olvida de ti

Enlace Judío México e Israel- Eran las once de la mañana y, después de haber terminado mi ritual matutino – que empieza muy temprano y consiste en tomar un vaso de agua tibia, meditar, hacer estiramientos y ejercicios para que no se atrofie el cuerpo, preparar un desayuno suntuoso y sano (sí, soy un gluten freak), hacer la cama, leer las noticias y darme un regaderazo – puse música y me senté en el escritorio a escribir.

EDDIE VOGEL

De repente, sentí un escalofrío muy fuerte.

Supuse que fue provocado por el aire que corría por el departamento, a causa de mi inexplicable manía de orear la casa desde que me levanto. Cerré las ventanas, me puse una sudadera y seguí escribiendo. Al paso de una hora, y de nuevo sin aviso, volvió el escalofrío, pero con mayor fuerza y replicado varias veces.

Intenté ignorarlo pero, conforme fue pasando el tiempo, el sentimiento inicial evolucionó muy deprisa en un malestar general. Tenía el cuerpo cortado y una sensación rara en la garganta, como si alguien me estuviera apretando el pescuezo. Sin alarmarme, fui al baño y me puse un termómetro digital abajo de la lengua. Caminé de un lado al otro del cuarto, esperando impaciente a que sonara el “bip” del aparato. Finalmente lo escuché. La pantalla marcaba 37.6 grados.

Consulté de inmediato al Dr. Google (el cotizado médico multiespecialista de mayor renombre en los últimos tiempos), quien me informó que tenía “febrícula”, una fiebre ligera prolongada que puede ser un primer aviso de que algo no anda bien en el organismo. Fue en ese momento cuando pensé por primera vez que podía tener coronavirus.

El pensamiento no tuvo tanto que ver con el número arrojado por el termómetro, ni con la información poco fidedigna que encontré en una página web. Uno conoce su cuerpo y reconoce malestares pasados. No era el principio de una gripa cualquiera o de una influenza estacional. También se sumó a la fiesta un dolor de cabeza, y decir que yo sufro de una o dos jaquecas al año es exageración. Con más razón, supe que se trataba de algo raro y diferente.

¿Qué hago?, me pregunté. ¿Le hablo a mi doctor de cabecera? Seguro me va a tirar de loco. ¿Lo consulto con la familia? No, no, preocupar en vano a una idishe mame equivale a cometer un crimen de lesa humanidad. ¿Sigo investigando en Google? Todos sabemos que eso, lejos de ayudar, sería contraproducente. ¿Me hago un té y me espero otro rato a ver si se pasa?

Mientras hervía el agua en la tetera, me acordé de un correo que recibí de la Kehile en el que compartían los datos de Jerum, la organización intercomunitaria que se creó específicamente para atender casos de COVID-19.

Y, ¿si hablo?, me pregunté. ¿No estaré exagerando? Por otro lado, siendo honesto, he estado tan molesto y tan alejado de la Comunidad, que el año pasado ni siquiera quise pagar la cuota. Nota al margen: Jane, ¡por favor llámame el lunes a jalarme las orejas y a exigir el pronto pago de lo pendiente!

¿Con qué vergüenza les pido ayuda? Pero, como dice el dicho, “la vergüenza cuando sale, ya no entra”, y menos cuando uno se siente mal. Así que busqué el comunicado y marqué. Poco sabía que esa llamada me daría una gran lección.

Soy (y ahora con orgullo puedo decir que era) una de esas personas que piensa que la Comunidad solo se aparece en tu vida cuando te casas o te mueres y, por supuesto, para pedirte dinero. Como todavía no he sido sentenciado a la cadena perpetua del matrimonio y, como claro está que sigo caminando entre los vivos, entonces, ¿a mí qué me importa la Kehile? ¿qué hace por mí? ¿en qué me ayuda o me beneficia?

Esas preguntas me fueron contestadas en el lapso de los 5 minutos que transcurrieron entre que me contestó el teléfono el voluntario de Jerum y recibí atención médica. No es exageración. Rápidamente me tomó mis datos, me preguntó a qué comunidad pertenecía y qué síntomas estaba mostrando. Antes de colgar me dijo que un doctor de su consejo médico me llamaría para hacer una valoración.

No pasaron más de 3 minutos cuando sonó el teléfono (aun siendo sábado a la hora de la comida). Era la Dra. Raquel Katz. Amable y con un tono de voz muy reconfortante, me explicó que por la edad (tengo 37 años) y por gozar de un buen estado de salud general, las probabilidades de salir bien librado de un posible contagio del temible virus eran muy buenas, si es que estaba infectado. Cabía la posibilidad de que fuera otra cosa.

Me recetó Tylenol, me pidió avisarle de inmediato si empeoraba (en especial si aumentaba la fiebre o si empezaba a tener dificultades para respirar), y sugirió esperar a ver cómo evolucionaba. Les cuento que hasta me hizo llegar un tapabocas y unos guantes.

A las 9 de la noche me sentía mucho peor y el termómetro marcaba 39.4 grados. No tuve que recurrir al Dr. Google para saber que se trataba de una fiebre, hecha y derecha. Volví a hablar con la Dra. Katz, quién no titubeó en pedirme que el lunes a primera hora acudiera a la sucursal de Montes Urales de Biomédica a hacerme una prueba.

Ante mi resistencia, ya que yo insistía en que no tenía tos, me convenció de hacerlo, aclarándome que lo determinante era el conjunto de la temperatura, la garganta cerrada y el dolor de cabeza, y no solo la presencia o ausencia de tos. Me envío por whatsapp la receta y me pidió avisarle en cuanto tuviera el resultado.

Pasé la noche del sábado al domingo en vela, con calentura y temblorina, a la que el Tylenol no le hizo ni cosquillas. El domingo por la tarde empecé a sentir una leve mejoría. Sin embargo, el lunes a las 6:30 de la mañana me encontraba haciendo cola afuera del laboratorio, hirviendo en calentura.

Tras una espera que se me hizo más larga que la cuenta del Omer, me hicieron pasar a un cubículo hechizo de tela. Me senté en una silla, eché la cabeza para atrás y guardé la respiración, mientras un técnico insertó un q-tip del tamaño de un palo de billar hasta el fondo de mis fosas nasales. Fueron solo unos segundos de ardor y comezón de cada lado, pero sentí como si se me hubieran revuelto hasta las ideas. En tres días hábiles estaría el resultado.

El martes mi cuerpo me pedía a gritos descansar y dormir, y el miércoles estaba tan bien que llegué a pensar que había sido uno de esos virus comunes y corrientes que duran 72 horas. De cualquier forma, el veredicto final lo tendría hasta el jueves.
Ese día me levanté sin rastros de fiebre, pero con la garganta apretada a todo lo que daba, dolor de cabeza y oleadas repentinas de calor y frío. A mediodía, recibí la llamada de Biomédica. Tenía COVID-19.

Sin ánimos de hacerme el fuerte, les platico que lo tomé con mucha resiliencia. No tuve pensamientos apocalípticos ni pensé que el virus me iba a llevar al otro mundo. Solo me preocupaba pensar que podría llegar a faltarme el aire. Entré en una especie de modo de acción: “ok, ya lo tengo, ¿qué hay que hacer?, ¿cuáles son los pasos a seguir?”.

En cuanto le avisé por mensaje, la Dra. Katz me llamó y me dio instrucciones: quedarme en casa en aislamiento total por las próximas dos semanas, tomar mucha agua, comer frutas y verduras, seguir con Tylenol cada 4 horas, baños de agua tibia en caso de calentura y reportar cualquier cambio radical en mi condición.

Adicionalmente, tenía que avisarle a la gente con la que interactué durante las dos semanas previas, para que se aislaran y se hicieran la prueba si comenzaban a mostrar síntomas. Si todo salía bien y la situación no pasaba a mayores, me dijo, habría que repetir el estudio en 3 semanas y ver si salía negativo. No había más que hacer. Me pidió que la mantuviera al tanto y reiteró que estaría muy al pendiente de mí.

La reacción y la atención de la Comunidad no pudo haber sido mejor. Al respecto, quiero aprovechar estas líneas para hacer un reconocimiento público a todo el equipo de Jerum por la gran labor que están haciendo (en particular a Daniel, Enrique, Samantha y Jacobo)Desde luego, mi eterno agradecimiento a la Dra. Katz, quien me llevó de la mano durante todo el proceso y me tuvo paciencia, mostrando siempre una gran calidez humana. ¡Muchísimas gracias!

Asimismo, quiero agradecerle de manera muy especial a Mauricio Kershenobich, quien tocó base conmigo para presentarse y ofrecerme todo el apoyo que fuera necesario. Más allá de eso, y de recibir un mensaje diario de su parte, me abrió un espacio para hablar sobre por qué me alejé de la Comunidad, y me invitó a regresar. Puedo decir que hoy por hoy, lo considero un amigo.

Al final del día, a todas estas grandes personas les tuvo sin cuidado si Eddie estaba al tanto de sus cuotas, si era miembro activo de la Comunidad, o incluso si se expresaba mal de ella. Lo único que les importó fue ayudarme de la mejor manera posible a salir adelante de esta experiencia. Y así fue. Tres semanas después, y sin haber tenido que pisar un hospital, estoy dado de alta.
Sí, es cierto, la Comunidad se aparece cuando te casas y cuando te mueres; y sí, para pedirte dinero. Pero lo cierto es que también está ahí cuando te enfermas y no sabes a quién hablarle. Tal como una madre amorosa con un hijo berrinchudo, te vuelve a abrir las puertas de su casa, aún después de haberte ido de mala gana y hablando pestes de ella, no questions asked.

Ahora entiendo que la Comunidad es un aparato gigantesco, con tentáculos muy largos que se extienden a todo lo largo y ancho de la vida de sus miembros, haciendo malabares y moviendo hilos para garantizar servicios y apoyos de todo tipo a sus socios. En el mundo material en el que vivimos, se necesita materia para hacer que las cosas sucedan y, para bien o para mal, viene en forma del dinero. De ahí la necesidad que tiene la organización de recaudar fondos y de la importancia de pagar nuestras cuotas.
Considerando lo anterior, así como en el pasado cuestioné qué hacía por mí o en qué me beneficiaba a mí la Comunidad, hoy me toca preguntar qué puedo hacer yo por ella. ¿Dónde está mi responsabilidad? ¿Cómo puede contribuir Eddie al desarrollo comunitario? Y sea lo que sea, lo haré con gusto.

A manera de reflexión final, confieso que de lo mucho que no logro entender da la condición humana, me sorprende de sobremanera que tengamos que enfrentarnos a una situación adversa o a una crisis para entrar en conciencia o aprender una lección. ¡Qué paradójico! Y toda experiencia de vida trae consigo aprendizajes y, sin excepción alguna, no hay mal que por bien no venga (de nuevo, libré una ardua batalla para encontrar un sinónimo en español de la expresión “silver linings” en inglés, pero los antiguos refranes de las bobes salieron al rescate).

Si algo nos ha venido a enseñar este gran reto de supervivencia, es que todos somos iguales ante la naturaleza y ante D-os, y que no controlamos nada en absoluto, salvo nuestra actitud ante determinada circunstancia.

En lugar de quejarnos de que estamos encerrados, que la situación económica es precaria (y sí que la es), que el actuar del Gobierno es cuestionable (por decir lo menos), que el pedido del súper llegó a la mitad y 3 horas tarde, que tenemos que vivir unos meses sin personal doméstico y que no podremos viajar en el futuro cercano, mejor veamos lo bueno que nos ha traído todo esto. Les aseguro que ahí está. Solo es cuestión de querer verlo.

Por ello, l@s invito a hacer una lista de al menos 3 cosas que han aprendido, empezado o retomado desde el inicio de la pandemia y la cuarentena, y compartirlo con su familia y amigos. Yo, por ejemplo, retomé la escritura, empecé a cocinar y estoy aprendiendo a dejar mi casa rechinando de limpia.

Pero son las palabras del filósofo y pensador judío Ajad Ha’am que me recuerdan mi mayor aprendizaje de estos días: “más de lo que los judíos han guardado ShabatShabat ha guardado a los judíos”; aunque yo me olvidé de mi Comunidad, mi Comunidad no se olvidó de mí.

 

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