Judith Montefiore, la mujer que lo tenía todo -belleza, fortuna, cultura, amor- pero que jamás consiguió lo que más deseaba.
Los hermanos Barent Cohen, vástagos de una rica familia judía de Amsterdam en el S XVIII, fueron de aquellos judíos de los Países Bajos que, cuando Inglaterra permitió el regreso de los judíos, dejaron las orillas del Amstel para pasar a vivir a orillas del Támesis. En poco tiempo, y en mucha fortuna, el mayor, Levy, fue conocido no sólo como uno de los mayores hombres de negocios de Londres, sino también como uno de los mayores benefactores de la gran sinagoga askenazí. La familia, además, se unía mediante enlaces matrimoniales con otras grandes familias judías. Solomon, su hermano pequeño, tuvo una hija, Nanette, que fue la abuela de Karl Marx; en 1806, Levy casó a una de sus hijas, Hanah, con Nathan M. Rothschild, el más rico de la dinastía y, un poco después, en 1819, a otra de sus hijas, Judith, con otro gran potentado de la época, sir Moses Montefiore.
Judith nació a fines de marzo de 1784 -reinando sobre el Reino Unido H.M. George III. Sabemos, por sus propios diarios, que en su infancia y adolescencia destacaba por ser una niña de inteligencia vivaz, con dotes para el estudio de literatura universal y lenguas extranjeras -incluida el hebreo- porque en su casa eran muy observantes y ella misma y su marido lo serán durante toda la vida.
Se casó el 10 de junio de 1810, cuando tenía 26 años, con un judío de origen italiano y sefardí de su misma edad, sir Moses Montefiore. Su matrimonio se celebró tarde para la época porque entonces no estaban bien vistos los matrimonios entre askenazíes y sefardíes, pero al final consiguieron la aprobación y se casaron en la más antigua sinagoga del Reino Unido, la sefardí de Bevis Marks, en la cual guardan hoy en día reliquias de Lady Montefiore. Durante 13 años vivirán en New Court, el distrito londinense conocido como los Cuarteles de los Rothschild.
En 1820, sir Montefiore decidió retirarse del mundo de los negocios y dedicarse a gestionar su fortuna mediante distintas formas, pero todas ellas bajo un mismo denominador común: la filantropía. Como suele decirse, detrás de todo gran hombre hay una gran mujer, y en realidad ambos se embarcaron juntos, para el resto de su vida en común, en una gran actividad filantrópica por muchos lugares del mundo. La gente les adoraba, eran inteligentes y educados, viajaban por el mundo y ayudaban a muchas personas -la Reina Victoria concedió una baronía a Montefiore por los apoyos a la comunidad judía- eran un matrimonio que lo tenía todo; una gran fortuna, grandes relaciones sociales, enormes posibilidades de poder….
Pero había algo que anhelaban y que nunca pudieron tener: descendencia. Y esto, para un matrimonio judío de la época, era considerado una maldición. Por eso en 1837, cuando realizaron el segundo de sus cinco viajes a Israel, (el primero fue en 1827) fueron en peregrinación a la Tumba de Raquel Imenu, entre Jerusalén y Belén. Rajel es símbolo de la maternidad que suplica misericordia, y el Rosh Jodesh de Marjesván -el primero de mes de Marjesván- se peregrina a su tumba. Judith pidió a su esposo reformara el santo lugar de la Tumba de Raquel, por eso hay allí una placa que conmemora el acto. Muchos años después, cuando sea Lady Montefiore quien fallezca, sobre su tumba, que también es la de su esposo, esparcerán tierra de la Tumba de Raquel.
Tras aquella primera peregrinación a Jerusalén en 1827 el matrimonio pasó a ser muy religioso. Además del rezo diario, cuidaba la kashrut de tal modo que viajaba con su propio matarife privado. Su apego a la ortodoxia era tal que los Montefiore fueron de los primeros grandes obstáculos para la creación del movimiento de la Reforma.
Para 1831, la pareja adquirió una mansión en Ramsgate, una antigua hacienda de la reina Carolina de Brunkswick cuando era la Princesa de Gales, aún no esposa de George IV. La magnífica propiedad la vendería -por 5500 libras- el hermano del Conde de Wellington (el vencedor de Napoleón en Waterloo) Ramsgate, en las costas del condado de Kent, era entonces en lugar de moda donde la aristocracia y la nobleza iban a practicar la entonces moderna práctica de airearse bajo sombrillas y mojarse los pies en agua de mar. Construyeron su propia sinagoga. La consagraron invitando a doscientas escogidísimas personalidades de la sociedad judía de Inglaterra, con novedades como fuegos artificiales y jardines iluminados por cuatro mil bombillas. A los párrocos de las iglesias circundantes se les entregó dinero para que lo repartieran entre los pobres. A los dos días, anunciaron que querían ser enterrados en su sinagoga. Es lo único que queda: la mansión fue derruida tras ser vendida por los herederos de los Montefiore.
Lady Montefiore no vivía ajena a la realidad de su tiempo. Sabía que la Revolución Industrial había cambiado el mundo y que las cosas, en muchos sentidos, habían evolucionado. Una de ellas era la vida social; así que se las ingenió para conciliar las nuevas modas con la ortodoxia judía y en 1844 editó un libro que fue un gran éxito que permitía dar grandes cenas sin perder un ápice de kashrut. Y es más, no era un simple recetario, que también, era un manual para la mujer moderna, con consejos y trucos que hoy son clásicos, consciente de que todos eran por el bien común de las personas, no por una mera cuestión de convencionalismo estéticos de saber estar en sociedad sino porque eran, a todas luces, beneficiosos. Tikún Olám. Concilió la más estricta tradición sefardí de la kashrut con lo que en su tiempo podemos llamar modernidad. Es decir, demostró que se podía ser moderna y judía, que se podían celebrar eventos culinarios de copete sin perder un ápice de tradición halájica, y además hacer una apología de los beneficios para la salud de guardar la kashrut. ¿Cómo aderezar carne con una bechamel, entonces tan en boga? ¿Qué hace una anfitriona judía con una veluté? Hasta el mismo Thomas Jeferson, el presidente de Estados Unidos, de paso en Londres, escribió a su casa que estaba encantado de comer pescado a la manera judía (y se llevó a EE.UU la receta del famoso fish&chips, que le dio Lady Montefiore). Para nosotros hoy es un poco irrelevante, pero para ellos era, por ejemplo, una sensacional modernidad.
Su libro sirve también como manual de estilo para todo lo que envuelve los eventos diseñados por una anfitriona aportando una serie de capítulos bajo el epígrafe de La Toilette: asuntos sobre cómo una señora debe cuidarse, o si se prefiere, sus maneras, su saber estar. Recomienda baños regulares -incluso en leche- abluciones rituales semanales -mikavot- hacer ejercicio diario y al aire libre – transpirar, como método de purificación- evitar el viento, el sol, el humo, todo lo cual aportará un especial brillo de la piel. Y pasear por las playas de Ramsgate, entonces puerto balneario de la clase alta londinense descubriendo la novedad del yodo marino de las olas y la arena sobre el sistema circulatorio.
Se involucró mucho en la filantropía, acompañada de su marido, en Jerusalén, en Roma, Damasco o San Petersburgo. Durante el viaje a Rusia, en 1846 quedó estupefacta ante la miseria que vio en todas partes. Escribió junto a su marido unos Diarios en los que hay detalle de todo.
En los últimos años, su quebradiza salud iba de mal en peor y llegó un momento en que ya no podía emprender los entonces agotadores viajes. Tuvo una cierta mejoría para la celebración de sus bodas de oro, pero pocos meses después, el 24 de septiembre de 1862, falleció. (Z”L) Fue enterrada como era su deseo en un panteón que replicaba la Tumba de Raquel.
Su marido, que la sobrevivió muchos años, sin nunca volverse a casar, ordenó erigir en su nombre la yeshiva de Ohel Moshé en su memoria, que luego fue un centro de estudios en Londres.
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