Enlace Judío México e Israel – Rev Avrom (Abraham) Gerson era un hombre de estatura pequeña y dimensiones inmensas.
SARA GOLDSMIT
Llevaba la barba blanquinegra, siempre cuidadosamente recortada. Vestía invariablemente un terno de lana, y como todos los judíos ortodoxos, invariablemente usaba sombrero.
Así lo vi siempre, en días de trabajo y en los días festivos, en la ciudad de México y también cuando íbamos a Xochimilco, también en Cuautla, solo que ahí su traje era de color claro.
Resguardados por pobladas cejas, sus ojos miraban como relámpagos. Eso lo delató. Así fue como adiviné, antes de saberlo con certeza que él se comunicaba con D-s.
Siempre se dirigió a mí en ídish. ¿Te duele la cabeza?… Me preguntó en una ocasión, sabedor de la respuesta, mientras estaba yo sentada sobre sus piernas; no tuve que contestar ¿Ya se movió tu intestino? (¿fuiste al baño?).
Luego de esas frases, escuchadas cuando yo no tenía más de cuatro años, supe que existía una relación incuestionable entre el dolor de cabeza y los caprichos del intestino, por supuesto aquella pregunta del más que sabio Rev Avrom dio el resultado que él esperaba.
Mis abuelos salían poco. Él iba al Shul (templo) dos veces al día, siempre caminando, pero la verdad, ignoro si mi Babi iba con él, quiero pensar que a veces lo acompañaba.
Seguramente asistían a reuniones relacionadas con asuntos de índole comunitaria, porque Rev Avrom a lo largo de toda su vida, participó activamente en comités y patronatos de diversas instituciones.
Mis abuelos casi siempre comían en casa en aquellos años, no recuerdo que hubiera tantos restaurantes, quizá estoy equivocada, pero así me parecía, además, ellos seguían rigurosamente las leyes de Kashrut.
Sin embargo, cuando mi madre los invitaba a comer, y cocinaba especialmente para ellos, empleando trastos nuevos. El abuelo comía sin miramientos; lo más importante para él era no ofender a su nuera.
Vivían frente al parque España, en el número 123 de la calle del mismo nombre, ellos ocupaban el primer piso y mi tío Salomón con su familia el segundo. Así crecimos, todos juntos, en compañía.
Los fines de semana papá nos llevaba en el coche, con las bicis en la cajuela, y juntos con los primos, recorríamos las veredas del parque.
El umbral de la casa de los abuelos marcaba la frontera entre dos mundos: el de la cotidianidad y el otro, el resguardado y protegido; un mundo que era parte de otra geografía y de otro tiempo, en el que se preservaban recuerdos y costumbres milenarios y que se habían librado de la extinción gracias a la audacia, la previsión y el arrojo de Rev Avrom.
En esa casa todo parecía ser viejo, pero no decrépito y mucho menos antiguo; simplemente anticuado, a otra usanza, que era lejana y distante; así me parecían también los aparatos de teléfono, el refrigerador y hasta la televisión, que una vez colocada en la sala de los abuelos perdió su modernidad.
El piso era de duela de madera oscura y estaba cubierto por grandes alfombras persas decoradas con guirnaldas, volutas y ramos en tonos de azul obscuro y guinda, con flecos en las orillas, los cuales siempre tuve la idea trenzar, pero nunca me atreví a hacerlo.
Los sillones y el sofá con tapicería obscura tenían armazones de madera también oscuras, igual que las mesitas; allí todo era como yo pensaba que había sido en Vínnytsia, aunque en realidad, ellos eran oriundos de un pequeño poblado ubicado cerca de esa ciudad, que se llamaba Sopen y que nunca he conseguido encontrar en ningún mapa.
Creo que trajeron con ellos almohadas y edredones, pero no estoy segura. Por ser la primera nieta, mi prima Raquel heredó los candelabros de la bisabuela, yo, la segunda, recibí los que mi abuela utilizó todas las veces que la liturgia exigía que se encendieran velas.
Los guardo con reverencia y orgullo, en el entendido que llegado el momento pasarán a ser custodiados por mi hijas. A pesar de su aspecto macizo, son sumamente ligeros, porque son huecos, manufacturados a base de una frágil calamina de plata, que en algunos sitios está ya rota.
En uno de los costados, ostentan un sello de 1857 que certifica su antigüedad y también el hecho de que igual que yo, mi abuela también los heredó, porque en ese año, aún no había nacido.
Zeide Avrom y Babi Feigue trajeron con ellos el alma de un pequeño poblado de Ucrania que en aquellos años era parte de la Unión Soviética y la conservaron en su casa.
Allí adentro, el aire era diferente y la luz era dorada. Con solo entrar, desde aquellos años intuí que había algo valioso por preservar y continuar. Se respiraba solidez y solvencia.
Estábamos protegidos, pero también teníamos que cumplir. Los dominios de mi abuelo se extendían con su presencia, siempre estuve convencida de que en donde estaba él, no podía sucedernos nada malo.
Mi abuelo rezaba en el Shul de la calle de Yucatán, en el segundo piso; en la planta baja rezaban judíos oriundos de otros lares.
El espacio interior del recinto estaba dividido por una Mejitzá: una cortina que separaba el área de las mujeres de la de los hombres.
Mi abuela, Babi Feigue, se sentaba en el segundo lugar de la segunda fila; la recuerdo anciana, a los sesenta y pocos años, encorvada y con el escaso cabello recogido en un escuálido chongo.
En Rosh Hashaná yo me sentaba a su lado, en un espacio que ella me hacía, arrimándose hasta la orilla de su asiento.
Leíamos juntas; ella con la pronunciación ashkenazí, yo, con la de hoy, la de de Israel, la sefaradí; no me miraba, ni se detenía. Al continuar con la lectura, me demostraba que ella sabía que yo sabía; de inmediato, se me inflaba el pecho.
Mientras recitábamos Unesane Soikev, Unetane Tokef, en el silencio de una multitud callada y vehemente, con el Aron Hakodesh (el arca en donde se guardan los rollos de la Torá) abierto.
Yo atisbaba los rollos sagrados vestidos de terciopelo de color azul marino, decorado con letras doradas y coronados con fastuosos adornos de plata, mi abuela y yo repetíamos en un unísono disonante, la plegaria milenaria, con la certeza de que El Señor estaba pendiente.
El recuerdo más sobrecogedor que tengo de mi abuelo, fue de un Yom Kipur, fecha por demás solemne, que quedó grabada firmemente en mi memoria. En esa ocasión, por motivos que entonces no logré dilucidar y por lo tanto quedaré sin saberlo nunca, en nuestro Shul no hubo ni Jazan (cantor) ni rabino.
Mi abuelo, Rev Avrom, se hizo cargo de dirigir todo el rezo. Samuel, Salomón, José y Pedro mi padre, lo acompañaron cantando con él; León hizo únicamente el coro, él no tenía buena voz pero no podía quedar fuera.
Aquella noche, la solemne plegaria de Kol Nidrei hizo que se abrieran las puertas del cielo desde la primera vez que fue entonada por mi abuelo y sus hijos; la tercera repetición reverberó en las paredes del pequeño recinto como un trueno.
El corazón amenazaba con salirse de mi diminuto pecho de seis o siete años. El recuerdo de la entonación de esa súplica litúrgica, me invade de añoranza.
El día siguiente transcurrió de igual manera: mi abuelo estuvo de pie, durante la mayor parte del día, y en su entorno, resguardándolo con amorosa devoción, mi padre y mis cuatro tíos. No estuvo solo ni un instante durante las muchas horas que dura el rezo ese día.
Por supuesto, los cinco ayunaron desde la víspera. Años después, cuando alguno de los hijos relató aquel evento lo escuché decir que llegó a temer que su padre se desmayara, no tanto por la falta de alimento sino por la deshidratación que después de cantar durante todo el día, seguramente se habría agudizado.
Yo nunca dudé de su fuerza, Rev Avrom podía con eso y con más.
Ese Yom Kipur, más de sesenta años, las puertas del cielo permanecieron abiertas, hasta la conclusión de Neilá, la última plegaria de ese sagrado día). Y, sin lugar a dudas,
El Señor escuchó las plegarias de todos los feligreses, encabezados por mi abuelo.
Yo confirmé mis sospechas: obtuve la certeza de que mi abuelo hablaba con D-s.
Las opiniones, creencias y puntos de vista expresados por el autor o la autora en los artículos de opinión, y los comentarios en los mismos, no reflejan necesariamente la postura o línea editorial de Enlace Judío.
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