Shulamit Beigel/ Perro que ladra claro que sí muerde

Ya ni siquiera me acuerdo dónde ni cuándo, pero a mí me han mordido inclusive los perros que ladran, a pesar del proverbio aquel "Perro que ladra no muerde"

¿Una metáfora?

Indecisa, lo confieso, pues casi no salgo desde que comenzó la pandemia, no tanto por miedo al contagio sino porque eso de caminar así nomás por las calles nunca me ha gustado, (todo ha cambiado), y, sin embargo, ayer, al borde de la desesperación, el aburrimiento y la soledad, me dejé llevar y salí a caminar. El calor y la humedad de Tel Aviv me parecieron indescriptibles, pero a nadie entre los hombres (y las mujeres), en sandalias y shorts que pululaban con sus perros, parecía importarle.

No sé si ustedes lo saben, pero hay personas que tienen propensión a ser mordidas por perros. Pues la mujer que estas líneas escribe, ocupa un lugar destacado en esa lista.

Ya ni siquiera me acuerdo dónde ni cuándo, pero a mí me han mordido inclusive los perros que ladran, a pesar del proverbio aquel que “Perro que ladra no muerde”. Me han mordido perros grandes y chicos, desde un San Bernardo en Londres y hasta un Chihuahua curiosamente en la ciudad de Chihuahua en México. Me han mordido cachorros que se veían tiernos y buenos, canes adultos y supuestamente maduros, y perros desdentados que se estaban cayendo de viejos. Perros de casas ricas de las Lomas en el D.F. (me resisto a llamarlo Ciudad de México) y perros callejeros en Tepito; perros bailarines una vez cuando fui de niña al circo Atayde, (que a propósito tiene 125 años de historia) y hasta un perro de esos que guían ciegos cuando yo misma trataba de ayudarlo a cruzar la avenida Insurgentes. Con decirles que hace años en Nueva Orleans, ciudad de Luisiana en un carnaval de jazz, me mordió un perro de la policía gringa sin ser yo negra.

En esta época de pandemia, en que tenemos tanto tiempo para sopesar la importancia de las cosas de nuestro pasado, nuestras nostalgias, errores, y el significado de la vida, me he preguntado ¿por qué? -y me lo he preguntado mil veces- ¿por qué me muerden los perros? Si yo los provocase, les tirara piedras, sin tan siquiera les dirigiese la mirada, podría existir una justificación. A veces alguien caminando distraído por la calle le pisa la cola a uno, o le propina una patada para apartarlo del camino, en cuyo caso es muy natural que responda con una mordida, o un grrrr, pero yo me cuido mucho de que tal cosa no suceda. Siempre voy con los ojos muy abiertos y en cuanto veo a un perro (o alguien sin tapabocas, que esta es una nueva modalidad), cruzo rápidamente a la vereda de enfrente, miro para otro lado y hasta dejo de respirar. Ni un shalom, ni un hola. Por regla general el can o el amo se dan cuenta de mi maniobra y entonces ¡oh sorpresa!, (que fue lo que me sucedió ayer cuando finalmente decidí salir de mi fortaleza), el can se dio cuenta de mi maniobra y jaló con fuerza a su amo y señor, y juntos cruzaron con el exclusivo propósito de asustarme.

Alguien me ha asegurado que los perros, con su sentido del olfato tan extraordinariamente desarrollado, perciben de inmediato las emociones de quienes les tienen miedo, lo cual les gusta y disgusta al mismo tiempo, (ustedes saben cómo es eso del amor y el odio), y los hace atacar sin ningún trámite de “hola”. Posiblemente sea cierto. Yo conozco ciudadanos (y ciudadanas) que no le tienen miedo a los perros y éstos jamás les hacen nada. Son capaces de cruzar impasibles frente a un Dóberman Pinscher de ojos inyectados o un pastor alemán de aterradores colmillos, sin que los “animalitos” se lancen sobre ellos. Incluso les mueven la cola. La última vez (no ayer), que traté de pasar junto a un gran danés fingiendo que su presencia me era totalmente indiferente, (como a veces hago ante ciertas personas), tuvieron que darme tres puntadas en la Cruz Roja de Caracas.

Por otro lado, las reacciones de los canes, (al igual que las de alguna gente que conozco), carecen muchas veces del más elemental sentido ético. Hay quienes los patean, les pisan la cola o les retuercen las orejas, y todo lo que hacen los muy cobardes es salir aullando con el rabo entre las piernas. En cambio, alguien como yo, que los mira sonriente o les habla con dulzura y en plan amistoso, y los muy malditos arman un escándalo de ladridos y terminan por quedarse con un pedazo de mi pantalón, (o pierna) en el hocico.

Se dice que los perros, (nuevamente, al igual que mucha gente), reconocen las diferencias económicas y sociales entre las personas. Así, los de casa rica les ladran (y si pueden también muerden) a los pordioseros. Mientras que los perros de los pobres muestran hostilidad hacia las personas bien vestidas, recién bañadas y con aspecto de tener cuenta corriente en algún banco extranjero.

En mi caso particular desde el punto de vista canino, debo pertenecer a una sociedad sin clases (¿existe?) ya que lo mismo me ha mordido el perro de un pordiosero, vestida yo con blue jeens rotos y sin peinarme, que el perro de un banquero a quien fui a ver en un Buick prestado último modelo vestida con una blusa de seda de Dior, para que me financiara un negocio de arte. En ambas circunstancias los canes no se dejaron engañar por mis apariencias. Y por lo que respecta a los perros de clase media a la cual pertenezco lo confieso, es decir que pertenezco a la clase media de personas no de perros, tampoco muestran solidaridad social conmigo, ya que en cuanto pueden me sueltan un grrrr aterrador vaya como vaya yo vestida.

Los que más me asustan, sin embargo, son aquellos cuyos propietarios me aseguran que no muerden. Que fue lo que me pasó ayer. Salí como les decía, y como hacía tanto calor decidí visitar a una amiga. Llegué a su casa y me quedé petrificada en el jardín ante la presencia de un lobo estepario que mi amiga había adquirido durante el encierro, y que me miraba fijamente, además de mostrarme sus colmillos en forma que no cabía duda alguna respecto a cuáles eran sus intenciones.

Sin embargo, la dueña de la casa, mi amiga Ana, me sonreía desde la puerta.

-Pasá, pasá Shulamit. Vení por aquí con confianza. Satanás no muerde.

Y al minuto después, una vez que ocurrió el asalto, mientras Ana me limpiaba la sangre y ordenaba a gritos (no le pedía), a su marido que me traiga un té de tilo y manzanilla combinados, vino el comentario:

“-Pero ¡qué cosa más extraña Che! Este “perrito” nunca había mordido a naaadieee. Ni siquiera a los ladrones”.

Comentario que me deprimió moralmente aún más, carajo…

Tengo una duda: ¿estaré hablando de perros?

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Shulamit Beigel: Llegué de Israel a México a la edad de siete años. La primaria y la secundaria las hice en el Colegio Hebreo “Tarbut”. Mis recuerdos de aquella época son excelentes. Mi primer trabajo como periodista, lo hice recortando periódicos en la Embajada de Israel, en el departamento de prensa, a cargo en aquel entonces, de Sergio Nudelstejer. La prepa, fue en la Escuela de la Ciudad de México, en Campos Elíseos, que me permitió conocer otra gente y otros aspectos de la vida mexicana. Estudié y me gradué en antropología y en letras, en la universidad de las Américas, en Cholula. La maestría, en Antropología, fue en la UNAM. Antes de incursionar a la universidad viví en Teloloapan, Guerrero, haciendo trabajo de comunidad y siendo jefa de organización campesina para varias instituciones gubernamentales. Viví varios años en Israel. En esa época, los ochentas, fui productora de Ariel Roffe y Erika Vexler para Televisa desde Medio Oriente. Tuve una columna que se llamaba “Burbujas” en el periódico israelí en español Aurora, otra, “Al Margen” en la revista Semana, que ya no existe. Viví cuatro años en Caracas, cuando mi ex esposo fue sheliaj del KKL. Actualmente vivo entre Londres y Venezuela, he dejado de creer en la política y mi pasión es la literatura, el cine y la música. Confieso que ya no tengo grandes respuestas ante la vida, pero que soy muy feliz.