A veces, unir las palabras de otra manera puede crear una chispa, una expansión del pensamiento. ¿Esto ha debilitado el impulso de COVID-19? Por supuesto que no, pero hemos fortalecido un poco nuestro sistema inmune. Discurso del reconocido escritor israelí David Grossman sobre la esperanza en la ceremonia inaugural de la Feria del Libro de Frankfurt transmitida en línea.
A veces, en medio de mi jornada laboral, levanto la vista del teclado y pienso en uno o dos escritores que conozco, amigos míos y otros con los que siento afinidad por sus libros.
Pienso en que deben estar sentados ahora frente a la pantalla de una computadora, como yo, buscando una sola palabra, o un rasgo de personalidad en un personaje que aún no han descifrado. Imagino el tamborileo de sus dedos en el escritorio, cómo preparan otra taza de café, o pasean por su habitación en apuros porque sienten que lo que acaban de escribir no es el mensaje que deseaban transmitir.
Me imagino a mis amigos escritores, en sus casas de Nueva York o Shanghai, en Praga o Teherán, Munich o Gaza. La pandemia hace estragos en su ciudad, tal vez llame a su propia puerta, pero están completamente concentrados en afinarse, como se afina un instrumento, para lograr precisión.
Imagino una especie de red invisible, delgada pero fuerte, tejida por miles de personas, escritores y poetas, que viven en todos los rincones del mundo. Algunos han publicado varios libros, otros están escribiendo su primera historia. La mayoría ni siquiera sabe de la existencia de los otros, pero juntos están realizando un acto vital: una pequeña reparación de la disonancia general, de la gran perturbación de la realidad. Están haciendo arte.
Les hablo desde mi hogar en las afueras de Jerusalén. Cuando me pidieron que hablara sobre la esperanza, pensé: Actualmente, Israel tiene el mayor número de casos de coronavirus per cápita del mundo. ¿Cómo puedo hablar de esperanza cuando la realidad trae tanta desesperación?
Y luego pensé: Pedir hablar de esperanza es algo bueno. Tal vez así es como puedo encontrar la fuerza para actuar contra la gravedad de la angustia y la tristeza, que he sentido desde que COVID-19 entró en mi vida.
Esperanza, pensé una y otra vez, tratando de despertarla dentro de mí. La llamé, en voz alta, en hebreo, quizás habla hebreo, tikvá, tikvá. Pensé en el himno nacional de Israel, llamado “Hatikva” – “La Esperanza” – y habla de la esperanza de los judíos durante los 2000 años en el exilio, la esperanza de poder vivir un día en su propio país. Era una esperanza que los mantuvo vivos.
Esperanza. Es un sustantivo, pero contiene un verbo que lo impulsa hacia el futuro. Siempre hacia el futuro. Siempre hacia delante.
Uno podría ver la esperanza como una especie de “ancla”, lanzada desde la desesperación, hacia un futuro mejor y más libre. Hacia una realidad que aún no existe, que está hecha principalmente de deseos. De la imaginación. Cuando el ancla se echa, se apodera del futuro, y de los seres humanos, a veces toda una sociedad comienza a adherirse a ella.
Es un acto de optimismo: cuando echamos esta ancla imaginaria más allá de nuestras circunstancias concretas y arbitrarias, cuando nos atrevemos a albergar la esperanza, demostramos que todavía hay un lugar en nuestra alma donde somos libres. Un lugar que nadie ha sido capaz de suprimir.
Y gracias a este enclave de intrepidez, de libertad, en el alma de los que tienen esperanza, saben cómo es la realidad de la libertad. También saben lo importante que es luchar por ella.
Hoy, en la inauguración de la Feria del Libro de Frankfurt, nosotros – autores y poetas, traductores, editores, agentes y, no menos importante, lectores, comparamos tristemente las circunstancias de hoy con las de años anteriores, y nos preguntamos dónde estamos en esta realidad de coronavirus. ¿Podemos ofrecer una contribución única para aliviar la carga? ¿Podemos crear algún tipo de “anticuerpo” o “inmunidad espiritual” contra el virus? ¿Tenemos algo significativo – que podamos sostener contra la sensación de restricción y supresión que ha traído la pandemia?
Creo que este “algo” es nuestra habilidad de observar. La forma en que percibimos el mundo. La observación es el núcleo de nuestro arte. Es lo que nos hace escritores, y es quizás lo que nos hace las personas que somos.
Tal vez no tengamos muchos otros talentos. La mayoría de los escritores y poetas que conozco, incluyéndome a mí, son vergonzosamente torpes cuando se trata de comprometerse con la realidad. Pero sabemos cómo observarla. Nadie puede quitarnos eso.
Y hay mucho que observar, mucho que poner en palabras. En casi todos los ámbitos de la vida, los cambios ocurren y seguirán ocurriendo. Sistemas económicos, políticos, sociales y culturales se derrumbarán o serán reformados, tomarán diferentes formas.
Millones de personas han perdido, o aún perderán, sus empleos. En muchos países, la clase media se empobrecerá, y los pobres quedarán en la indigencia. La privación y tal vez la hambruna impulsarán más olas de migración.
Probablemente también se producirán cambios en las relaciones interpersonales, en las familias, en los lazos de amistad y amor. En las nuevas decisiones. Nuevas opiniones.
Tal vez nuestra proximidad a los fundamentos de la existencia, nuestra proximidad a la muerte, hará que la gente vea sus vidas bajo una luz diferente una vez que la pandemia termine. Tal vez les haga insistir en las vidas que quieren vivir, y no desistir más. Y quizás mujeres y hombres descubran lo significativas y relevantes que son sus relaciones.
Pero hasta entonces, el coronavirus continúa su destrucción. Y como sucede cada vez que se sacuden los cimientos de la sociedad, cada vez que la seguridad personal y nacional se ve amenazada, me temo que podemos ser testigos de una ola de nacionalismo, fundamentalismo religioso, xenofobia y racismo, de graves daños a la democracia y a los derechos civiles.
Y observaremos, y escribiremos y documentaremos. Haremos advertencias en donde nuestro lenguaje esté corrompido, donde estemos sujetos a manipulaciones lingüísticas y cognitivas. Donde nuestros derechos civiles, y nuestros derechos humanos, estén amenazados. Digo esto como ciudadano del mundo, pero también como israelí que observa con profunda preocupación los acontecimientos en mi país.
Un evento como la pandemia de COVID-19 llega quizás una vez en un siglo. El destino quiso que esto ocurriera en esta era. Es devastador, y la mayoría de nosotros nos sentimos impotentes. Mirarla directamente, y sus repercusiones, es casi como mirar directamente al sol. Pero muchos de nosotros hemos mirado frecuentemente a un sol u otro, y hemos contado lo que observamos. Esa es la naturaleza de nuestra extraña profesión. Queremos mirar los soles, las personas y los procesos, las relaciones y las heridas.
Queremos estudiar esta era y recordar cómo estábamos en ella. Cómo la superamos, o no. Dónde se revelaron nuestras fallas, como individuos, como sociedades. ¿En qué momentos nos encontramos más débiles de lo que creíamos y cuándo fuimos más fuertes de lo que creíamos?
Seremos testigos: testigos activos y curiosos. Testigos incisivos.
La habilidad de los artistas de hacer frente al enorme desafío de esta pandemia, como cualquier estado arbitrario, no resulta necesariamente del contenido de lo que crean, sino del acto de creación. Del sentido de abundancia y profundidad humana que un escritor siente cada vez que describe una situación humana. Abundancia, profundidad y complejidad.
A veces, y esto es más raro, también ganamos una sensación de vuelo, de inspiración, libertad.
Todos estos sentimientos pueden haberse desvanecido un poco en los últimos meses, en estos días de miedo y supresión.
Bajo estas circunstancias debemos insistir en los matices. Revivir más y más sutilezas de personalidad, relaciones, situaciones. Del lenguaje. Debemos intentar recuperar lo que el coronavirus ha confiscado. Esto es algo que podemos hacer.
La escritura, aunque no esté directamente involucrada con la pandemia, es nuestro medio de resistencia. Es como resistimos a los clichés, a las consignas vacías, a las declaraciones indiscriminadas y generalizaciones, que allanan el camino a la incitación, los prejuicios y el racismo.
Hace unos días escuché en la radio que la cifra de muertes en todo el mundo había “sobrepasado el millón”. Recordé el escalofriante comentario atribuido a Stalin: “Una sola muerte es una tragedia; un millón de muertes es una estadística”. Estas palabras aluden a lo que hacemos en nuestro trabajo: Nosotros, autores y poetas, gente de la literatura, luchamos por extraer el drama del individuo, la peculiaridad y singularidad del individuo, de las estadísticas muertas.
¡Qué afortunados somos! En un mundo cada vez más encerrado en “cápsulas” separadas, un mundo impulsado por el miedo a reducir su contacto con el exterior, en este mundo podemos encontrar riqueza, creación.
A veces, unir palabras de otra manera puede crear una chispa en nuestra mente: como si dos palabras que nunca se han combinado, que nadie antes pensaba que pudieran combinarse, se hubieran encontrado de repente y creado una sorprendente expansión del pensamiento y el sentimiento.
¿Este acto ha debilitado el impulso del coronavirus? Por supuesto que no. Pero hemos fortalecido en algo nuestro sistema inmune. Nos recordamos a nosotros mismos quiénes éramos antes de la pandemia. Y nos nos recordamos cuánta bondad, y luz, puede tener el mundo cuando esta pesadilla termine.
Antes de concluir, me gustaría compartir con ustedes una historia de Abraham Sutzkever, uno de los más grandes poetas idish, nacido en 1913, en Bielorrusia. Durante el Holocausto, vivió en el Gueto Vilna.
Y esto es lo que Sutzkever comentó de su escape del gueto: “Aprendí el gran poder de un poema en marzo de 1944, en los bosques de los partisanos, cuando tuve que atravesar un campo de minas terrestres. Nadie sabía dónde estaban enterradas las minas. Vi a gente despedazada. Vi un pájaro tonto que se acercó demasiado. Donde miraba, donde ponía el pie, cualquier movimiento podía significar la muerte.”
“… y sostuve en mis adentros una melodía,” continúa Sutzkever, la “melodía” era poesía, o incluso a un poema en particular, “y caminé por el campo de minas al ritmo de esa melodía durante un kilómetro entero, y lo atravesé”.
Y luego Sutzkever dice la siguiente línea sorprendente: “Pero tal vez usted podría recordarme cuál era la melodía… No la recuerdo…”
Puedo imaginarlo sonriendo ligeramente, como diciendo que esta melodía siempre se olvida, que esta es su esencia. Y que debemos reinventarla de nuevo, cada uno con sus propias palabras y su propia melodía, cada uno a través de su propia lucha. Para que por un momento, incluso en medio de un campo de minas, no estemos indefensos. No seremos derrotados. Seguiremos teniendo esperanza.
Fuente: Haaretz
Las opiniones, creencias y puntos de vista expresados por el autor o la autora en los artículos de opinión, y los comentarios en los mismos, no reflejan necesariamente la postura o línea editorial de Enlace Judío.
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