Enlace Judío – Este espacio normalmente no va dedicado al deporte, pero una ráfaga de emociones me impidió hacerlo. La semana pasada, mi emoción sobre el Cruz Azul probablemente accediendo a una final me desconcertó de tal manera que no me podía concentrar escribiendo de otros temas. En cambio, después del domingo, mis sentimientos con respecto a la eliminación de mi equipo me imposibilitaron escribir de tópicos ajenos al tema. La irracionalidad se apodera de vez en vez de todos los aficionados del deporte. En esta ocasión, me tocó a mí.
No les voy a mentir. Cometí el pecado. Este artículo lo comencé a escribir el sábado pasado, antes de la debacle de Cruz Azul contra Pumas. Iba a ser un texto dedicado a decir por qué estaba emocionado de la final contra León. Me adelanté, a pesar de que la vida me haya enseñado por las malas a no hacerlo. La historia de cualquier aficionado del deporte es una altamente personal e irracional. Para muchos, como yo, es obsesiva. A los fanáticos nos duelen inmensamente las derrotas, pero la esperanza de alguna eventual victoria nos mantiene de pie. Por más improbable que parezca, nos aferramos a la idea de ese milagro.
Mi historia con La Maquina comenzó un sábado 23 de octubre del 2004. Yo jugaba con algunos muñecos en mi cuarto cuando alrededor de las 16:55, mi papá tocó la puerta y me dijo que me enseñaría algo. Estaban a punto de jugar Cruz Azul y Tigres en el primer partido de fútbol que tengo memoria de haber visto. Después de muchos años, vi el partido en repetición, que francamente fue aburrido. Sin embargo, al yo de cuatro años no le importó. Pronto el balompié y La Máquina Celeste se convirtieron en mi principal pasión. Me aprendí el nombre de todos los jugadores y me sabía todos los marcadores. Me paraba en cada puesto de periódicos o en el Sanborns a comprar las más nuevas revistas deportivas: siempre tenía que tener las más nuevas ediciones de Fútbol Total, Soccermanía y De Sangre Azul.
No me podía perder ningún partido, incluso los que eran de noche. Desde una semana antes, pedía a mis padres permiso especial para quedarme despierto a verlos. Una instancia que recuerdo particularmente fue mi primer momento de euforia y celebración apoyando a La Maquina. Un miércoles en la noche, el Cruz Azul jugaba contra los Tecos y perdía en tiempo de compensación. El “Conejo” Pérez, un arquero histórico, metería un gol de cabeza de último minuto para empatarlo. No lo podía creer, corrí por toda mi casa gritando y le hablé a mi tío por teléfono a las once de la noche, gritando de la emoción.
La primera vez que fui al Estadio Azul fue el 17 de Mayo de 2007 para ver el partido de ida en la semifinal contra Pachuca. Aquel día representó la primera de muchas rupturas de corazón que me daría el club. Invité a algunos compañeros de clase a ver el juego conmigo, muchos de los cuáles eran americanistas, aficionados del odiado rival. Cruz Azul perdió 3–1 y las burlas no se hicieron faltar, tanto sobre el resultado como sobre el tamaño del pequeño estadio. Un día después del partido, la Liga Mexicana de Fútbol anunció que ya no se jugaría la vuelta y “la Máquina” quedaría descalificada, pues los cementeros habían alineado a Salvador Carmona después de haber recibido un examen de dopaje positivo. Yo estaba, por primera vez en mi vida, muy enojado con mi equipo.
Después de aquel torneo, Cruz Azul contrató a Sergio “El Pingüino” Markarián para dirigir al club. Su primera orden al mando del equipo fue deshacerse de las “vacas sagradas”: César Delgado, Israel López, Richard Núñez y Jared Borgetti fueron cesados. Además, el “Conejo” Pérez, uno de los favoritos de la afición, fue mandado a la banca. Esa decisión me dolió mucho. Sin embargo, Markarián logró cambiar la cultura de la institución: el Cruz Azul jugaba como el mejor equipo de la liga. Ganaba, goleaba y gustaba.
En esos tiempos, cuando iba en segundo de primaria, Markarián era mi figura favorita en el equipo, estaba seguro de que llevaría un campeonato a La Noria. Mi obsesión fue tal que le dije a un amigo de la escuela que yo había contratado “a unos pingüinos mágicos que se llamaban Markarián y me hacían todos los trabajos”. Después de unos meses de creerme e insistirme que le presente a dichos pingüinos, se dio cuenta que los había inventado y me dejó de hablar por una semana.
El Cruz Azul de Markarián llegó a una final contra Santos en 2008. Yo estaba seguro de que la ganarían. No obstante, perdieron el partido de ida 2–1 y empataron en la vuelta 1–1. Fue una instancia dolorosa, los jugadores de La Máquina lloraban en sus playeras y las aventaban al campo. Yo estaba decepcionado, pero esa derrota sólo fue una preparación de lo que me tocaría vivir después.
El siguiente torneo, Markarián renunció a causa de diferencias con la directiva y el Cruz Azul contrató a Benjamín Galindo. Los azules, sin embargo, volvieron a llegar a la instancia final, esta vez contra el Toluca. De nuevo, me volví a ilusionar en vano. La Máquina cayó 2–0 en la ida pero yo estaba despreocupado. Sabía que el poderoso Cruz Azul de mis amores iba a remontar. La mañana del día de la final de vuelta, estaba jugando fútbol con mi papá y con un primo segundo. A punto de completar una remontada, pateé el balón directo a la portería pero se desvió y cayó en un arbusto, provocando que la pelota se ponchara.
—“No hay de que preocuparse”, aseveré, “así se va a ponchar el Toluca en la final de hoy”.
Llegamos a la casa de mis abuelos justo a tiempo para ver la final. En la segunda mitad, parecía que Cruz Azul iba a lograr la remontada. Alejandro Vela y el Cata Domínguez metieron goles para empatar el encuentro. Un penal no marcado sobre César Villaluz, quien tuvo que salir en camilla, le podría haber dado el campeonato a La Máquina, en una suerte de cruzazuleada inversa.
Sin embargo, la final se decidió en una serie de penales. Los dos equipos metieron sus primeros seis tiros. El séptimo fue fallado por Alejandro Vela y era el turno de Toluca. Marcos Alemán Quiroz le pegó al travesaño pero el esférico rebotó en la espalda del portero Yosgart Gutiérrez, dándole así el triunfo a los Diablos Rojos. Apagué la tele en un santiamén, agarré la pelota ponchada y no pronuncie palabra alguna en dos horas. El camino de regreso a mi casa fue duro.
En 2009, Cruz Azul acabó en el último lugar de la tabla general con 13 puntos. Eso no me detuvo de fielmente sentarme con mi papá a ver al Cruz Azul los sábados a las 17:00, disfrutando una platajeta: plátano con cajeta, sirope de Hershey’s y chispas de chocolate.
Ese mismo torneo, Cruz Azul disputó la final de la Concachampions, el torneo de fútbol de los equipos pertenecientes a los países norteamericanos, centroamericanos y el Caribe. Era la primera final internacional que me tocaba ver. En este caso el rival fue el Atlante. Recuerdo que esa serie de partidos se jugó en la noche y pedí permiso especial a mis papás para que me dejaran verla, petición a la que accedieron.
En ambos encuentros el Cruz Azul se vio anímicamente derrotado. Por primera vez en mi vida como aficionado cementero, no tuve confianza en que competirían por el título. Tristemente, mis miedos se confirmaron y cayeron 2–0 contra el club de Cancún. Yo me encontraba desesperado, desolado y en busca de esperanza. Quería nuevos refuerzos, así como la renuncia del entrenador interino Robert Dante Siboldi (algo que once años después sigo deseando).
Mis deseos se cumplieron y la esperanza regresó rápido. El siguiente torneo, el equipo cambió de arriba para abajo: se firmó al arquero José de Jesús Corona, a Christian “El Chaco” Giménez y al entrenador Enrique Meza. Estaba tan emocionado, que cada vez que iba a casa de mis abuelos, les pedía prestado su ordenador para meterme al sitio web del Cruz Azul.
La temporada, al menos hasta su final, no defraudó mis expectativas: el delantero Emanuel Villa ganó el título de goleo, los cementeros quedaron en segundo lugar y los refuerzos parecían funcionar. Durante esa competencia, Luis Ángel Landín marcó un gol memorable de “escorpión”, mismo que yo estaba practicando con mis primos esa mañana. Mi conmoción a causa de la coincidencia fue tan grande que corrí por toda mi casa gritando los datos biográficos de Landín: su fecha de nacimiento, su lugar de natalicio y el día en que debutó.
Ciertamente, el torneo parecía estar divinamente destinado a un campeonato. Después de ganarle al Puebla y al Morelia en liguilla, La Máquina avanzaba a otra final, esta vez contra el Monterrey.
En esta ocasión, el Cruz Azul comenzó teniendo ventaja de 3–1 al medio tiempo de la final de ida.
—“No hay de otra, esta vez van a ser campeones”, me dije a mí mismo.
Finalmente, hubo de otra. Cruz Azul acabó perdiendo 4–3 la final de ida y 2–1 la vuelta, consagrándose como subcampeones por tercera vez en cuatro torneos.
Después de otra ruptura de corazón, el siguiente año me volvería a esperanzar. Cruz Azul disputaría otra final de Concachampions, en esta ocasión contra Pachuca. Ahí, se seguiría escribiendo la historia de las cruzazuleadas. La Máquina llegaba al partido de vuelta con ventaja de 2–1, y por casi todo el encuentro permaneció así. Creyendo haber aprendido mis lecciones, contuve mi emoción todo el encuentro. Sin embargo, al minuto 90′ estaba seguro de que ahora sí “íbamos a ser campeones”. Dos minutos después, Edgar Benítez me rompería esa esperanza al poner el balón en las redes a favor de los Tuzos.
Aunque la decepción haya durado bastante tiempo, en la siguiente temporada de liga hubo una instancia que me volvió a llenar esperanza: Cruz Azul le ganó al América por primera vez desde que yo veía fútbol. Desde chico, he aberrado a los amarillos: no me gusta su color ni lo odiosa que puede llegar a ser su afición, pues no gastan un segundo para restregar victorias, clamar que “son los más grandes” o pronunciar las palabras “ódiame más” (con todo gusto lo haré, por cierto). Al minuto 52′, el “Chaco” Giménez anotaría un gol poético para poner a los azules 1–0 arriba en el marcador, mismo que se mantendría por todo el partido.
Cinco finales perdidas en tan sólo dos años fueron seguidas de algo más triste: una perpetua mediocridad. Durante los siguientes tres años, los cementeros no pudieron llegar a esa instancia otra vez. No obstante, seguía viendo al equipo temporada tras temporada. De hecho, mi afición sólo se incrementó. Mis papás me llevaron a San Luis Potosí a ver al Cruz Azul jugar contra los Gladiadores. Esperé a los jugadores en el estacionamiento y me fotografié con cada uno de ellos. Uno de mis momentos favoritos de mi vida se había realizado: conocer al “Chaco” Giménez, a José de Jesús Corona y a Gerardo Torrado. Hasta hoy en día, a pesar de que no me dieron ningún título de liga, les sigo teniendo bastante aprecio.
Llegó el 2013 y francamente me comenzaba a fijar en otro deporte. Si durante mi infancia el Cruz Azul era mi prioridad, durante mi adolescencia los Tennessee Titans, mi equipo de fútbol americano, lo fueron. Eso no me impidió seguir viendo los partidos de Cruz Azul ni gritar los goles con la misma intensidad que antes.
El año pintaba para ser el bueno, los celestes habían ganado la Copa MX contra el Atlante, su primer título oficial desde 1997. El “Chaco” Giménez estaba en el mejor nivel de su carrera y el estilo de Guillermo Vázquez, quien había hecho campeón a los Pumas y ahora dirigía al Cruz Azul, era muy efectivo. Poco después de mi treceavo cumpleaños, Cruz Azul calificó a su primera final de liga en cuatro años, ganándole a los Santos. Asimismo, el equipo que más odiaba (y odio) en el mundo, las Águilas del América, entraban a su primera final en seis años. Me volvía a ilusionar. Le dije a mi papá que “la espera habría valido la pena si es que la sequía de títulos se rompía contra el América”.
Mis compañeros de la escuela eran mayormente aficionados de las Águilas, por lo que el ambiente esa semana fue tan tenso como podía estar. El jueves en la noche, día de la final de ida, el Cruz Azul se impuso 1–0 en el marcador. En el colegio, entre los azules se sentía confianza y júbilo, mientras que en los americanistas había un nervio palpable.
El domingo se jugó la segunda parte. Temprano en el partido, un jugador de los rivales se hizo expulsar y acto seguido Teófilo Gutiérrez anotaba un gol para poner a los cementeros 2–0 arriba en el marcador. El noveno campeonato se veía inminente. El juego avanzaba y el Cruz Azul seguía dominando. En el minuto 88′, ya no había duda de que por fin se rompería la maldición. Otra vez, no aprendí la lección de que nunca hay que festejar antes de tiempo. Aquivaldo Mosquera marcaría un gol de cabeza para los amarillos. Sin embargo, sólo habría que aguantar unos minutos y no pasaría nada.
No quiero hablar de eso. Fue nefasto.
De la peor manera posible, contra el peor rival posible.
Cruz Azul se aseguraría de romperme el corazón en mil pedazos, de hacer una cicatriz irreparable.
Me sigue costando trabajo, aunque no lo crean, escribir las siguientes palabras, recordando lo que sucedió. Un tiro de esquina, al último minuto del partido, rematado por el portero americanista y desviado por un defensa del Cruz Azul fue a parar al fondo de la red. El partido se había empatado. Los celestes no se recuperarían en todo el tiempo extra y perderían en finales.
Apagué la televisión inmediatamente y me retiré a llorar en mi cuarto. Kik, la aplicación de mensajería estaba llena de memes y burlas. El siguiente día, en el camión escolar, mis compañeros subían gritando con banderas del América, entonando cánticos. Yo me acurrucaba y lloraba. Durante una semana, me fue difícil recobrar una semblanza de buen humor. En el transcurso del mes, me fui recuperando del shock.
En las temporadas subsecuentes, seguí viendo al Cruz Azul, pero la emoción al hacerlo no fue la misma. Aunque finalmente hayan ganado la Concachampions en 2014, ese no fue un momento de euforia, sino de redención. Al verlos alzar el trofeo, lágrimas de alegría recorrieron mis mejillas aunque no me haya parado de mi sillón a festejar. Yo quería una final de Liga, en especial contra el América. Tuvieron que pasar años para que eso sucediera.
En 2014, llegaron invictos al décimo partido, jugando un fútbol hermoso. Calificaron a la Liguilla en primer lugar. Yo sabía que los iban a eliminar. Dicho y hecho. Así fue. Cayeron contra el León. Temporadas negras y grises prosiguieron, las apariciones en liguilla escasearon. Cruz Azul comenzó a competir por el descenso. Los refuerzos que traía la directiva no funcionaban y a jugadores como el “Chaco” se les empezaba a notar la edad.
El 2016 se destacó por dos encuentros contra el América, uno moderadamente feliz y otro extremadamente desastroso. En el primero, jugado el 20 de febrero, Cruz Azul perdía 3–1 al minuto 65′, pero gracias a esfuerzos del “Chaco” Giménez y Joao Rojas, empataron al minuto 93′. En el segundo, la suerte fue inversa. Cruz Azul ganaba 3–0 al minuto 30′ y se fueron al medio tiempo con esa ventaja. Me sentí lo suficientemente confiado para escribirle a unos compañeros americanistas tres emoticonos de balón. En la segunda parte, el América marcaría cuatro goles, incluyendo uno al minuto 91′ para remontar y ganar el encuentro. Naturalmente, mis compañeros americanistas me textearon cuatro balones. Doloroso pero merecido.
En 2017, el “Conejo” Pérez volvería a anotar un gol de último minuto pero esta vez portando la casaca del Pachuca y contra el Cruz Azul. Curiosamente, ese sería el gol que los eliminaría de la liguilla. Refrescando una frase del documentalista Jon Bois, puedo asegurar que el Cruz Azul no juega fútbol, sino que el fútbol juega con ellos.
Ese año, sin embargo, no fue del todo malo. Paco Jémez, el español contratado para dirigir a La Máquina, instaló una nueva actitud en el equipo. Con un plantel a lo mucho mediocre, lograron colarse a la liguilla de nuevo, donde los eliminó el América con dos resultados de 0–0. Fue doloroso, pero al menos no humillante.
Ante el retiro de Jémez después de ese partido, los celestes contrataron a Pedro Caixinha, un supuesto genio táctico con certificado de la UEFA. Su primer torneo al mando tuvo bastantes altibajos, pero un momento que siempre me llevaré en el corazón es el último partido en el Estadio Azul, ese inmueble pequeño en la colonia Ciudad de los Deportes que me había acompañado consistentemente en los últimos diez años. Conseguí un boleto para ese juego contra el Morelia. El Cruz Azul ganó 2–0 y su afición no dejó de cantar “Yo soy celeste” por la última media hora.
Seis meses después, Ricardo Peláez se unió como director deportivo. Unos años antes, él había rescatado al América de unos años malos, construyendo el plantel que eventualmente le ganaría la final a Cruz Azul en 2013. Una serie de contrataciones por parte de Peláez, como el argentino Iván Marcone, hicieron que La Máquina recobrara su magia, ganara la Copa MX, se quedara con el liderato del torneo y avanzara a otra final contra el América.
El escenario estaba puesto para la revancha del 2013. Las oportunidades de venganza y justicia poética no se presentan de esa manera todo el tiempo. Mi hermana y yo estábamos muy emocionados. Por fin nos íbamos a poder sacar la espina de la dolorosa derrota. En mis audífonos sonaban canciones del Cruz Azul sin parar, coloqué banderas en mi coche y daba vueltas por toda la ciudad para demostrar el orgullo por mi equipo.
El día de la final de ida, mi hermana y yo fuimos a comer con mi abuelo, un ávido americanista, al clásico restaurante El Cardenal. Estábamos seguros de que la victoria se avecinaba. La ida finalizó 0–0, dejando todo para la vuelta. Yo estaba tranquilo, sabía que iban a ir a ganar. José de Jesús Corona lo confirmó el día siguiente, cuando dijo que “se la iban a rifar” por nosotros, los aficionados. Precisamente fue él quien en el segundo tiempo erró en un pase dirigido a Marcone, permitiendo que el América anotara y sentenciara la final a su favor. Cinco años después, recordé el amargo sabor de las finales perdidas. En cuanto a la venganza por el 2013, sólo cayó más sal en la herida.
El siguiente torneo se volvió a calificar a liguilla, aunque sólo para ser eliminados de nuevo por las Águilas del América en cuartos de final. Perdieron 3–1 en la ida y un 1–0 en la vuelta no les alcanzó para remontar el resultado, a pesar de un ilustre cabezazo de Pablo Aguilar que por poco le da al Cruz Azul la ventaja en el último minuto.
Unos meses después, estaba en una clase de Química en la Universidad cuando comenzaron a flotar algunos rumores de que Ricardo Peláez, quien se había encargado que Cruz Azul fuera competitivo de nuevo, renunciaría al equipo por problemas con la directiva, en dónde hubo una lucha de poder entre hermanos. Alfredo Álvarez y Víctor Garcés le arrebataron la presidencia de la institución a Billy Álvarez por la fuerza, exponiendo casos de corrupción en los que se alega que éste ganaba dinero cada vez que la Máquina perdía finales. Ese incidente me decepcionó como nunca antes.
Un día después, presentaron a Robert Dante Siboldi como entrenador. Aunque en ese torneo no se calificó a liguilla, los cementeros humillaron al América 5–2. Ese día, me encontraba con mi hermana en casa de mi tía viendo el partido. Cruz Azul comenzó anotando 1–0, resultado que el América voltearía a 2–1 antes de que los celestes marcaran cuatro goles sin respuesta. Debo admitir que me tomé una Coca Cola después del partido, una bebida que solo tomo después de victorias grandes de mis equipos deportivos. Llevaba un buen tiempo sin disfrutar una.
A inicios de 2020, el Cruz Azul parecía la antigua Máquina que arrollaba a todos los rivales a su paso. El 15 de marzo, después de ganarle 1–0 al América, tomaría el liderato de la competencia. No obstante, el torneo sería cancelado a causa de la pandemia de COVID-19.
En julio se inició un nuevo torneo que lucía prometedor gracias al rico plantel del Cruz Azul y su relativo éxito del torneo anterior. Comenzaron como líderes, antes de bajar su nivel en la recta final y acabar con la cuarta posición general. En los cuartos de final, ganaron 3–1 a los Tigres de visitantes, un resultado que el equipo contrario no pudo remontar. Nadie sabía que otra catástrofe se avecinaba cuando cuatro días después, Cruz Azul se impuso 4–0 ante los Pumas en un partido que parecía irremontable.
En la historia del fútbol en nuestro país, nunca se había dado la vuelta a una ventaja de cuatro goles o más en liguilla. Naturalmente, el Cruz Azul tenía que ser la excepción a la regla. Era el domingo 6 de diciembre a las 18:30 y yo me sentía relativamente confiado del marcador, ya habiendo comenzado a escribir este artículo preparándome para final. Sin embargo, tenía contemplado que con La Máquina, nunca nada era seguro.
Al minuto 3′ cayó el primer gol de los universitarios y mi nerviosismo comenzó a incrementar. Después del primer tiempo, los cementeros iban perdiendo 3–0. Al iniciar el segundo tiempo, comencé a temblar y marearme del nerviosismo, no podía hablar y sentía cosquillas por todo mi cuerpo. Al minuto 80′, comencé a saltar en la cama cantando himnos del Cruz Azul para apaciguar mis nervios. Dejé de cantar súbitamente al minuto 89′. La cruzazuleada se había completado.
El siguiente torneo me volveré a ilusionar aunque probablemente me rompan el corazón de nuevo. Muchos dirán que soy masoquista, pero a lo largo de este extenso texto de aparente sufrimiento, se dejan entrever los momentos que hacen que siga amando ser azul. Los recuerdos que he formado valen más que un título y las relaciones que he creado a causa del fútbol son mucho más grandes que el sufrimiento de un subcampeonato. Además, sé que mientras más la cruzazuleé mi querido club, mayor será el festejo cuando finalmente ganen un título. Sé que lo harán, y seguiré viendo hasta que lo hagan. Así es la vida de un fanático al deporte, irracional.
Más allá de seguir a un equipo deportivo, los que lo hacemos creamos una historia junto con él, misma que se vuelve inseparable de nosotros y nuestra identidad. El Cruz Azul, aunque no lo parezca, me ha enseñado varias lecciones: tolerancia a la frustración, no saltar a conclusiones antes de tiempo, la importancia de actitud y la aversión al miedo.
Esos vínculos probablemente los comparta con muchos aficionados de mi edad, quienes como yo, no han visto al club campeonar. Ellos tienen, lo puedo asegurar, otras historias personales y otros recuerdos ante los mismos momentos que detallé en este artículo. Si los escribieran, probablemente resaltarían otros partidos e historias divertidas para ellos. Al final del camino, eso es lo que más me gusta del deporte: cómo encapsula la experiencia humana.
Las opiniones, creencias y puntos de vista expresados por el autor o la autora en los artículos de opinión, y los comentarios en los mismos, no reflejan necesariamente la postura o línea editorial de Enlace Judío.
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