Enlace Judío México e Israel- “Yo, de niño, era muy travieso, demasiado travieso”, dice Víctor Kamhine, en una charla íntima que versará de sus propias hazañas, sí, pero ante todo, de la poderosa figura de su padre, Moussa Kamhine.
Quienes hayan sido sus alumnos en la Yavne, o aquellos a quienes haya preparado para su bar mitzvá, seguramente tienen grandes recuerdos del maestro Moussa Kamhine. De su pasión por el hebreo, por la historia y las tradiciones judías y, sobre todo, por el sionismo.
Pero es probable que muchos ignoren que ese maestro dedicado, apasionado, que siempre andaba con un libro nuevo bajo el brazo, y al cual incluso los rabinos acudían en busca de consejo, fue también un espía de la inteligencia israelí, un líder comunitario y un miembro de altísimo rango de la masonería.
Aunque han transcurrido ya casi tres décadas desde que su padre murió, Víctor Kamhine lo recuerda vívidamente, y nos traslada en el tiempo hacia un Líbano convulso, el de su infancia, al periodo iniciático en que los niños judíos se convierten, como por decreto, en hombres.
Víctor Kamhine
“No me gustaba la escuela”, admite el hijo del maestro, quien solía encontrarse entre los últimos de su clase. Y si logró ascender hasta ocupar el cuadro de honor fue por razones que nada tenían que ver con el hambre de conocimiento que caracterizaba a su padre.
Porque, quizá, no es que el joven Víctor fuera travieso, sino que era más bien rebelde y soñaba con la emancipación. Y resultó, nos cuenta, que un buen día, él y sus compañeros recibieron la invitación de un hombre para ir a estudiar a Marruecos, lejos “del yugo de mis padres”.
Claro que ellos, sus padres, tenían planes diferentes para el muchacho y se negaban a dejarlo ir. La estrategia de su padre, el maestro Kamhine, para impedir el viaje, fue condicionarlo: “Si llegas a estar en el cuadro de honor, entre los tres primeros de la clase, puedes ir.” Seguro como estaba el maestro de que su hijo no conseguiría pasar del lugar 29 o 30 al segundo o al tercer, ya no digamos al primero, calmó a su esposa, la madre de Víctor, quien airosa le reclamó que no se hubiera negado al viaje de su hijo de una forma todavía más rotunda.
“Tranquila”, le decía, “nunca lo va a lograr”. Ya habrá anticipado el lector que la determinación de libertad del joven Víctor sería inversamente proporcional a su pasión académica, y que, tres trimestres más tarde, al maestro Kamhine no le quedaría más opción que ver cómo su hijo ganaba la apuesta, ocupaba el cuadro de honor y migraba a Marruecos.
En ese país “tenían organizaciones sionistas a escondidas porque no había relaciones con Israel. Yo iba mucho con ellos; cada semana teníamos una o dos juntas y nos enseñaban muchas cosas sobre Israel, sobre kibutz y todo.”
En eso se parecía Víctor a su padre, en la pasión por Israel por el sionismo. En el compromiso de quien se reconoce como parte de un pueblo que quiere reivindicar su pertenencia histórica a una tierra en disputa, a la que tantos consideran sagrada.
Así, en 1966, el joven Kamhine viajó desde Marruecos al sur de Francia, a un Kibutz, donde fue entrenado en el curso de un verano para ordeñar vacas, manejar tractores y realizar todas las actividades propias de los kibutzim.
Una vez completado su entrenamiento, el joven se trasladó a Israel, a bordo del barco “Theodor Herzl”. Y quizá hubiera permanecido en un kibutz, como estaba planeado, si la Guerra de los Seis Días no se hubiera interpuesto en sus planes.
El joven, que había accedido a integrar las fuerzas de defensa israelíes, fue destacado a Jerusalén, donde sirvió a su país antes de volver al kibutz, a las vacas y los campos de cultivo.
De todo eso, su padre no sabía absolutamente nada. Para que sus padres no supieran que estaba en Israel, el joven les enviaba cartas desde Israel pero las hacía pasar por Francia, primero, y luego por Marruecos.
Por esa época, Víctor y sus amigos comenzaron “a tomar clases con nada más y nada menos que Yigal Allon, un militar de altísimo rango que llegó a ocupar de manera interina el puesto de primer ministro, antes de que Golda Meír asumiera dicho cargo.
Testigo de la historia:en esta foto, Mijael Hanegbi, Yigal Allon y Yeruham Cohen llegan a una ceremonia militar (Foto Wikimedia Commons).
El joven Kamhine había logrado la ansiada independencia pero el destino quiso que eso no durara mucho tiempo. Y resulta que, un día, cuando él y sus amigos volvían de las clases con Allon, el taxista que los llevaba de vuelta al Kibutz, y que escuchó la conversación que los jóvenes sostenían en francés, le dijo:
“Tú eres el hijo de Moussa Kamhine. Tienes la misma cara.” Víctor lo negó a ultranza pero, poco tiempo después, recibió un citatorio para entrevistarse con Yeruham Cohen, un funcionario que, años atrás, había reclutado a su padre como espía de lo que después se llamaría el Mossad, la mística inteligencia israelí que tanto ha capturado la imaginación de los amantes del espionaje y la trama internacional.
De alguna manera que no queda clara, la presencia del joven Kamhine en Israel comprometía la seguridad de su padre en el Líbano, por lo que la instrucción que recibió de Cohen fue dejar el ejército por tres años y no volver a su país natal. “Fue lo primero que hice”, recuerda con una risita socarrona el hijo del maestro.
Y es en ese momento, cuando Víctor Kamhine vuelve al Líbano, contradiciendo las órdenes superiores, donde el destino del padre y del hijo se anudan en una trama de espionaje de la que tendremos, comprensiblemente, pocos detalles.
Una pareja de judíos libaneses, Isaac el Mann, Moussa Kamhine y Selim Jamous ( Foto Gan Eden)
Moussa Kamhine
Un día, Víctor Kamhine recibió un citatorio intimidante. La inteligencia militar libanesa requería su presencia en algún cuartel. Su padre, aterrado, quiso impedir que se presentara. “Te voy a sacar del país”, le dijo, pero el joven decidió asistir a la cita.
“Entré y (el militar) fue muy amable. Se levantó, me saludó de mano, me dijo ‘bienvenido. Discúlpame un minuto, ahorita vengo’, y salió de la oficina.”
Mientras esperaba, Víctor Kamhine notó que sobre el escritorio de su interrogador había un documento: la copia de su contrato con el Ejército de Israel. “Pensé: ’me va a interrogar. Para qué mentir, si ya sabe todo.’ Entonces entró y me dijo, ‘mira, necesitamos un maestro de hebreo para que enseñe a unos oficiales’.”
Al principio, Víctor quiso disuadir al oficial. “¿Por qué no mejor ponen a palestinos? ¿Cómo van a tener confianza conmigo?”. Claro, los judíos no eran muy bien vistos en un país que desconocía el derecho de Israel a existir.
Pero el oficial tenía planes concretos y no iba a ceder. “Nosotros queremos que (nuestros soldados) hablen como israelíes, no como palestinos”. Básicamente, le estaba pidiendo que entrenara, al menos en el idioma, a quienes servirían como contrapartes de su padre en la carrera de inteligencia entre ambos países. Y Víctor no podía negarse.
Sin embargo, el trabajo abarcaba dos turnos y Víctor vio en ello una gran oportunidad: su padre podía integrarse al equipo de maestros para instruir a los libaneses. Al fin y al cabo, su padre ya era maestro. El oficial, que también tenía un largo expediente sobre Moussa Kamhine, no tuvo, sin embargo, ninguna objeción.
Pronto, padre e hijo comenzaron a trabajar como maestros de hebreo para la inteligencia militar libanesa. Quizá para evitar un conflicto de intereses o una pesadumbre moral, el maestro Kamhine instruyó a su hijo para devolver íntegramente el sueldo de ambos y donarlo “para las viudas de los soldados”.
Ahora faltaba que la inteligencia israelí aprobara el asunto. Y lo hizo, claro, porque uno quiere tener cerca a sus amigos pero más cerca a sus enemigos, y la presencia de no uno sino dos soldados de Israel en el corazón de la inteligencia libanesa era una oportunidad que no podía despreciarse.
Así, por iniciativa de su padre, Víctor y él mandaron llamar a un fotógrafo para hacer fotos grupales de la pareja de maestros y sus estudiantes. En una trama estrambótica de inteligencia y contrainteligencia, ahora los israelíes tenían en sus manos un documento invaluable.
Nacido para brillar
No es posible saber si el brillo inmenso que el maestro Moussa Kamhine emanaba le había sido concedido por Dios, si era ese un destino escrito para él y para su pueblo, o si fueron solo las circunstancias de su vida las que lo convirtieron en el hombre que fue.
Lo que sí se sabe, al menos por el relato familiar, es que, al nacer, Moussa ya venía cargado de un vaticinio: la suya sería una existencia significativa.
Para contar la historia, Víctor debe dar un salto en el tiempo y llevarnos hasta la Primera Guerra Mundial. El Imperio Otomano enfrentaba una guerra cruenta en el frente ruso y, para ello, había reclutado, casi siempre por la fuerza, a tantos hombres como podía armar para que sirvieran “como carne de cañón” en la línea de fuego.
Shlomo Kamhine, padre de Moussa, abuelo de Víctor, fue uno de los muchos judíos y no judíos que enfrentaron esa suerte. Pero para que hoy, tantos años después, el nieto de aquel recluta pudiera contar la historia, el destino de Shlomo debía ser otro que el de morir en las heladas estepas cubiertas de sangre.
Junto con algunos compañeros, Shlomo logró escapar y realizar una larga travesía a pie hasta El Líbano. Víctor no lo conoció porque murió antes de que él naciera, pero sabe que no había sido un hombre muy ortodoxo. “Bueno, normal”, dice, antes de explicar que su experiencia lo hizo acercarse a la religión.
Shlomo tuvo un hijo y tres hijas antes de que Moussa naciera. Pero su primer hijo murió de niño. En una cultura patriarcal por definición, eso suponía un pesar para el alma de Shlomo, quien un buen día buscó el consejo de un rabino.
“¿Cuál es tu deseo?”, le preguntó el rabino. “Un hijo es lo único que quiero”, respondió. “Vas a tener un hijo pero no solo eso: va a destacar mucho.” Aquel rabino predijo lo que luego se confirmaría.
“Y así, al año, nació mi papá, y nació con algo muy especial: nació con la circuncisión hecha. Son cosas raras que a veces pasan, pero existen, son hechos. Entonces, lo que hace el Mohel, a los ocho días, nada más le hace un corte para que salga sangre, se lo enseña a todo el mundo y se hace el bris. Se llama ‘el bris de la luna’, en árabe. Y así nació el famoso Moussa Kamhine.”
Pierre Gemayel en un acto oficial
¿Cómo quieren vencer a un pueblo que lleva cinco mil años siguiendo las mismas tradiciones?
Cuando habla de su padre, a Víctor se le enciende la mirada. Puede verse la nitidez con que lo recuerda y, si se mira con atención, también es evidente que los 28 años de su ausencia le pesan, que su muerte le duele como si hubiera ocurrido unas otras atrás.
“No por ser mi papá pero, la verdad, de todo lo que yo sé de él, no voy a encontrar a alguien que haya hecho todo lo que ha hecho. Era algo increíble”, dice. E intenta darle forma a un relato que salta en el tiempo, que da vuelcos y regresa en busca de pistas perdidas, datos íntimos y hechos históricos.
“Él, creo que empezó, trabajó en un circo, de acróbata, con un maestro ruso”, nos cuenta. Dice que le encantaban los deportes y, en un afán de conjunción de pasiones, entró al movimiento macabeo libanés, desde donde no solo practicó sino que impulsó el deporte entre los jóvenes judíos de su país.
No era una población muy grande. “Casi el 90% de los judíos vivían en una calle con dos, tres transversales”, recuerda Víctor. Se trata del barrio de Wadi Abu Yamil. En ese pequeño barrio había un templo cada 20 o 30 metros. Aunque el más famoso es la sinagoga Maguen Abraham, uno de los edificios históricos que sufrieron daños a consecuencia de la gran explosión que sacudió al puerto de Beirut el año pasado.
“Vivíamos en paz, medio tranquilos. El rico y el pobre casi vivían igual. No había los lujos de México y todo esto, no existía mucho ahí, en Líbano. Cuando había una boda, se hacía un coctel después de la boda; se tomaba unas copas, no había ni canapés ni nada. Y parados. Así era la mayoría de las bodas. No había banquetes y todo esto. Nada. Y la bar mitzvá era en la casa.”
La tranquilidad que gozaban los judíos libaneses podía verse interrumpida, sin embargo, cuando Líbano sufría algún roce con Israel. Entonces, los árabes iban al barrio judío a “tratar de hacernos daño para protestar (…). Cuando murió Nasser, llegaron a querer destruir… No lo lograban porque el ejército defendía (a la gente), los gendarmes no los dejaban entrar. Y sobre todo los falangistas…”
Y es donde entre en la historia otra de las interesantes facetas del viejo Kamhine. La Falange era un partido católico cuyo fundador llegó a gobernar Líbano antes de morir asesinado.
Los cinco mil judíos del barrio representaban un botín electoral que los falangistas apreciaban. A cambio, estos instruían a los jóvenes en el uso de armas y les enseñaban a defenderse en un territorio que a veces resultaba hostil para ellos.
El papá de Víctor, Moussa Kamhine, llegó a ser jefe del partido en el distrito donde se encontraba Wadi Abu Jamil.
Una vez, el presidente del partido Falangista, Piere Gemayel, fue a la casa de los Kamhine a darle el pésame a Moussa por la muerte de su madre, la abuela de Víctor. Cuando este se negó a ponerse de pie (por tradición durante la Shivá), Gemayel salió a la calle donde lo esperaban los periodistas, y les dijo: ‘¿Cómo quieren vencer a un pueblo que lleva cinco mil años siguiendo las mismas tradiciones?’
Esas intrincadas relaciones políticas hacían de Moussa un personaje aparentemente intocable, y no pocas veces le valieron la libertad en un país que no terminaba de decidir si Kamhine era amigo o enemigo.
El juicio de Moussa Kamhine
Quizá el momento de mayor incertidumbre lo vivió Moussa cuando, un buen día, recibió un pequeño cargamento de armas proveniente de Israel, “de las primeras fabricadas” en ese país.
Las armas tenían el propósito de servir a los judíos libaneses en caso de que debieran defenderse de una agresión. Finalmente, eran una minoría enquistada en el corazón de una ciudad multicultural pero no necesariamente hospitalaria para ellos. O al menos, no siempre.
Moussa le encomendó a un partidario que, llegada la noche, enterrara las armas. Las sombras serían sus aliadas en un barrio populoso frecuentado por curiosos y hostiles.
Pero aquel hombre no resistió la tentación de abrir las cajas y ver su contenido, y corrió a enterrarlas a plena luz del día. Previsiblemente, alguien vio la operación y llamó a la policía. Un bofetón bastó para que el encomendado soltara el nombre del responsable de la importación ilegal: Moussa Kamhine.
No queda claro por el relato de su hijo cuánto tiempo estuvo ahí. Pero se sabe que trabó amistad con dos soldados israelíes que, en su momento, llegaron a comandar a las FDI, uno en Haifa y el otro en el Sinaí.
Sus amigos falangistas le enviaban a la cárcel cigarros, café, dulces y otros productos que él intercambiaba por protección. También le asignaron un abogado defensor para ayudarlo a enfrentar el juicio.
Según Víctor, su padre estaba seguro de que su destino era la horca. Quizás ignoraba que Joseph Shader, su defensor, era uno de los abogados más famosos y hábiles de Beirut.
Llegado el día del juicio, el abogado desplegó su alta capacidad retórica y puso a los juzgadores en un predicamento del que no lograron librarse.
Su argumento ante el jurado fue demoledor: “¿Nosotros (El Líbano) reconocemos a Israel?”. La respuesta no podía ser más que un no rotundo. El Líbano se negaba a reconocer la existencia del Estado judío. “Entonces, estas armas que llevan la leyenda ‘hecho en Israel’, no son armas sino trozos de fierro.”
Acorralados en la contradicción, los perseguidores no pudieron sino liberar a Kamhine.
Esa fue una de las seis ocasiones en que el padre de Víctor, estuvo preso. En otra ocasión lo estuvo acusado de espionaje. A estas alturas, ya sabemos que la acusación tenía fundamentos sobrados.
Un espía en Líbano
Respecto a la actividad clandestina de su padre, Víctor tiene más lagunas que certezas. Recuerda que, cuando era niño, su padre era un tipo hermético que tenía un misterioso cuarto secreto en la azotea.
Luego supo que ahí, su padre escondía un radio de onda corta que le servía para comunicarse con sus superiores en Israel. La forma en que ellos le transmitían instrucciones era por demás pintoresca.
Y es que de niño, Víctor no sabía por qué su padre estaba tan obsesionado con escuchar las noticias de Israel en el radio. Cada noticiero, cada día, todo el tiempo. Años después supo que era a través de los noticiarios que su padre recibía instrucciones encriptadas en aparentes noticias absurdas que pasaban desapercibidas para todos los demás.
De vuelta en el segundo encuentro con la justicia, Víctor recuerda que a su padre lo liberaron sus contactos. Un buen amigo de la familia resultó ser, a su vez, amigo de infancia del juez en turno, quien liberó a Kamhine sin más requerimiento que la negación de este a todos los cargos que se le imputaban.
El maestro
Sí, los exalumnos de Moussa Kamhine encontrarán esta parte de la historia más familiar y, quizá, más verosímil. Porque es cierto que el hombre fue un patriota, que amaba a Israel y arriesgó por ese país su vida en muchas ocasiones, pero Kamhine fue, ante todo, un maestro.
“Su meta era que todo mundo supiera hebreo, que fuera sionista”, recuerda su hijo Víctor. Pero aprender requiere herramientas y una de las más importantes son los libros. Y ¿qué hacer si los libros necesarios vienen de Israel? ¿Cómo hacer que los niños libaneses, aunque judíos, tengan acceso a los libros que fabrica el enemigo?
Como importarlos era imposible, la única solución posible era fabricarlos. Pero eso llevó a Kamhine a un nuevo problema: las imprentas en El Líbano no contaban con caracteres hebreos.
Pero los problemas suelen ser los padres de la innovación, y fue así que al maestro Kamhine se le ocurrió adaptar una máquina de escribir en árabe y cambiarle los caracteres de esa lengua por los hebreos, y luego transcribir él mismo los libros que, después, los propios estudiantes ayudaban a encuadernar con técnicas artesanales.
Historia, religión, sionismo… hasta un diccionario Hebreo-Francés lograron fabricar. Víctor no duda en definir, con esta frase, la influencia que su padre tuvo para los judíos del Líbano:
“Yo creo que cualquier libanés que habla hebreo se lo debe a mi papá.”
Baila, baila, baila
Moussa Kamhine fue más que un maestro. Tenía todos los signos distintivos de un gran líder comunitario y sabía que la enseñanza es un trabajo de tiempo completo. Por eso, en shabbat, organizaba fiestas para los muchachos.
“El sábado en la mañana, después del rezo, él compraba frutas de varios tipos y nos íbamos a la sala de fiestas, que era un cine también. Y ahí había canto, había historia y todo. Y había fruta para ofrecer a los muchachos. Y se llenaba todo el tiempo.”
En fiestas especiales, Kamhine hacía incluso más, aunque no lo hacía solo. “Mi mamá ayudaba mucho. A enseñar a bailar a las muchachas y a los muchachos, y a hacerles la ropa. Ella la tejía.”
Festivales de danza judía, recitales de poesía, celebración de la identidad en un pequeño barrio circundado por la otredad. Bajo su tutela, los jóvenes judíos de Beirut hablaban un buen hebreo y aprendían a bailar las danzas de sus ancestros. Así de grande fue Moussa Kamhine.
Moussa Kamhine con su delantal y medallas de masón.
Una deuda saldada
Israel quiso abrazar al viejo Kamhine muchas veces. Le ofrecieron una casa y un sueldo en aquel país pero, por razones comprensibles, el patriota prefirió mantenerse alejado de la tierra prometida.
“Mis hijos no van a ir al Ejército. Yo ya pagué por toda la familia”, les respondía. Aún así, visitaba Israel una vez al año. Y la historia de uno de esos viajes nos lleva a la otra faceta del magnífico Moussa: la masonería.
Según narra su hijo Víctor, Moussa Kamhine se encontraba en Nueva York, a punto de tomar un vuelo hacia Israel, cuando le llamó por teléfono desde una caseta en el aeropuerto. Conversaron brevemente y colgaron. Y todo habría sido intrascendente de no ser porque, minutos después, el maestro Kamhine se dio cuenta de que había olvidado, en la caseta telefónica, su pequeña mariconera, en la que guardaba sus documentos, su cartera, su boleto…
Primero entró en pánico. Luego buscó la ayuda de un oficial de policía. Sin embargo, Kamhine entre los muchos idiomas que hablaba Kamhine no se encontraba el inglés.
“No English, French”, le dijo al policía. Y aquel entendió lo suficiente para llevarlo ante uno de sus superiores, que hablaba francés. En un dedo de la mano, Kamhine llevaba un anillo extraño. Pero para aquel otro oficial, el francoparlante, no lo era tanto.
Era un anillo de la masonería. Y quiso el destino que aquel policía perteneciera también a la hermandad. Como si el anillo no bastara como identificación (finalmente, pueden falsificarse), el policía le hizo a Kamhine una señal que este respondió, y así, luego de un largo intercambio de mensajes crípticos, el oficial comprendió que Kamhine no solo era masón, si no que había escalado al nivel más alto de la jerarquía de la logia.
“De lo más bajo, llegó hasta el grado 33, que es lo máximo, y luego fue el mero mero de la logia durante varios periodos. Destacó mucho.”
Como la primera misión de los masones es ayudarse mutuamente, aquel policía trató a Kamhine “como si fuera el rey de Roma”. A la media hora, apareció la mariconera, con todo su contenido intacto.
Si muero lejos de ti
México fue el último capítulo de la vida del incansable Moussa Kamhine. Cuando la situación en Líbano se volvió insostenible, el maestro optó por seguir a su hijo Víctor hasta este país donde hoy, décadas más tarde, intentamos reconstruir la historia.
No queda claro por qué Moussa optó por México y no por Estados Unidos o Francia, donde vivían la hermana y el hermano de Víctor, respectivamente.
El caso es que así fue. Los padres de Víctor llegaron a México, en una primera ocasión, en 1974. Y pese a que consiguieron el difícil y costoso FM2 (un documento migratorio que en aquel entonces costaba $5000 dólares, nos cuenta su hijo), la estancia no fue duradera.
“Llegó mi papá la primera vez y no le gustó no tener trabajo.” Para un hombre acostumbrado a ganarse la vida, vivir a expensas de su hijo era inaceptable.
Por ese tiempo, llegó a la Presidencia de Líbano Amin Gemayel, un viejo amigo de Moussa, quien pensó que eso abría la oportunidad de conseguir trabajo en su país. No valieron las súplicas de Víctor: los Kamhine, padre y madre, volvieron al Líbano.
Sin embargo, al poco tiempo estalló la guerra civil en ese país. Kamhine no consiguió trabajo y, de hecho, Gemayel no pudo hacer absolutamente nada por él.
Desesperado y en angustia, Víctor le llamaba a su padre para intentar convencerlo de volver. Nada parecía funcionar pero, entonces, Víctor empleó un método de convencimiento que no podía fallar: “o vienen o por ustedes (a un país en guerra). Y tengo hijos.”
“Yo no puedo concebir la vida sin trabajar. Yo voy a trabajar hasta el último día de mi vida”, fue la respuesta del viejo Kamhine. Víctor se comprometió a encontrarle un trabajo en México y, finalmente, la pareja volvió para pasar en este país el resto de sus vidas.
Según Víctor, Moussa Kamhine llevó la enseñanza de la Torá a un nuevo nivel en la Yavne. Lo recordarán sus alumnos. Muchos de ellos se lo dicen a Víctor cuando se encuentran por ahí.
Siempre con algún libro en la mano. Siempre lleno de historias. Siempre sorprendido por un nuevo suceso, por alguna noticia, por algún descubrimiento.
“Iba al templo de Monte Sinaí en Polanco. Era muy amigo del rabino Hilu. Muchísimas veces venía gente del nivel del rabino Hilu, en paz descanse también, a preguntarle a mi papá…”
Los rabinos acudían con el sabio y le transmitían las dudas que a ellos les hacían los miembros de sus comunidades. Esas preguntas de difícil respuesta a las que todo rabino se enfrenta más de una vez, en esta cultura, la judía, tan proclive a la discusión, a la retórica, al cuestionamiento perpetuo de todas las cosas.
Pero Moussa no se apresuraba a dar una respuesta. “Mañana te respondo”, les decía. Luego iba a su casa y revisaba sus libros. “Tenía una biblioteca de toda la pared”. Al día siguiente, prestaba el consejo solicitado.
En un homenaje póstumo, el rabino Barylka dijo sobre Moussa: “ojalá se pudiera transferir todo su conocimiento para ponérmelo en mi cerebro.”
Así lo recuerda Víctor Kamhine hoy, 28 años después. “Era un hombre muy sabio”, dice. Luego calla. Algo en su mirada brilla nuevamente. Quizá si nos acercáramos un poco más podríamos ver también algo que tiembla. Algo que no se va de ahí con el paso de los años.
Hay ausencias que el tiempo no logra enterrar nunca.
Reproducción autorizada con la mención siguiente: ©EnlaceJudío
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