Enlace Judío México e Israel – ¿Cómo es posible que ningún torero haya salido del armario? ¿Por qué la historia pretérita y contemporánea de la tauromaquia no acredita el caso de un matador gay? ¿No plantea este insólito fenómeno el oscurantismo aún vigente en ciertos sectores del mundo taurino?
Las cuestiones son inquietantes porque demuestran o demostrarían que un torero homosexual sería observado con recelo y se expondría a las chanzas y las discriminaciones. Estadísticamente hablando, es imposible que no haya ni haya habido toreros homosexuales, tanto entre las primeras figuras como entre los que adquirieron menos fortuna.
Solo puede mencionarse un par de ‘casos’ representativos. Y de etapas bastante más remotas, o sea, cuando la homosexualidad se perseguía y se planteaba en la clandestinidad. Le sucedió al diestro neoyorquino Sidney Franklin (1903-1976), que nació en Brooklyn y que se inició en la tauromaquia después de haber asistido a una faena de Rafael Gaona en la plaza de Veracruz. Su padre, judío itinerante, se había instalado en México. Y había facilitado la afición del chaval, cuyos progresos en el oficio de novillero explican que alcanzara a presentarse en la plaza de Sevilla.
Estadísticamente hablando, es imposible que no haya ni haya habido toreros homosexuales
Era bastante evidente que lo apodarían El Yanqui. Pero no estaba tan claro que un yanqui pudiera llegar tan lejos. El Estudiante le dio la alternativa en 1945. Prosperó en algunas plazas. Recibió cornadas desgraciadas. Y escribió una autobiografía, ‘Bullfighter from Brooklyn’, donde exponía su honda amistad con Hemingway y donde en absoluto mencionaba la homosexualidad. La silenció consigo hasta la tumba. Y la sacó a la luz una investigación bastante reciente de Rachel Miller en su despacho de la American Jewish Historical Society. Concluye Miller que Franklin pudo ‘esconderse’ allí donde más difícil parecía: la España de Franco y de la posguerra, en un misterio y oficio reservado al macho ibérico.
Por eso reviste tanto interés el ‘expediente’ de Mondeño. Es el apodo de Juan García y el sobrenombre de un matador que nació en la extrema pobreza de Puerto Real (1934) y que desconcertó a los espectadores del Nodo cuando trascendió la noticia de que iba a convertirse en fraile.
E ingresó, efectivamente, en la orden de los dominicos, aunque la experiencia, iniciada en Caleruega (Burgos), únicamente se prolongó unos meses entre 1964 y 1965. Sacudió la noticia la sociedad de aquellos años. Porque el insólito cambio de ‘hábitos’ y porque Mondeño, un torero de valor seco y bastante carisma, había adquirido bastante notoriedad y popularidad en el escalafón. Después sobrevino la desaparición, su trasiego en diferentes países —México, particularmente— y su vida de prosperidad y coches de lujo en París. El periodista Luis Nieto lo entrevistó en 2009 para el ‘Diario de Sevilla’, aunque fue el entrevistado quien hizo la primera pregunta: “¿Cómo me ha encontrado?”. De lo que no se hablaba en la entrevista es de la homosexualidad del matador. No hay huella alguna en las biografías oficiales. Representa un antiguo tabú que solo pudo romperse en los ámbitos de más confianza del propio diestro gaditano.
Una absurda relación
Las puertas del armario se han abierto en otros ámbitos de la sociedad, no digamos en los culturales, pero la tauromaquia parece haber consolidado una absurda relación entre la heterosexualidad y la virilidad. Sería la homosexualidad una especie de cortocircuito al estereotipo del matador macho, promiscuo y conquistador. No existe un torero que se haya ‘declarado’ homosexual, insistimos. El tabú se prolonga con los años para desprestigio de la Fiesta y para satisfacción de quienes la observan como un espacio cavernario y siniestro donde una sociedad moderna no tiene sitio.
El primero en hacerlo sería un valiente. Y daría un paso de gigante en la normalización de la tauromaquia. Siendo como es esta un reflejo de la sociedad, el silencio de la homosexualidad reanima sus connotaciones antiguo régimen. Podría suceder que algunos toreros se negaran a anunciarse con ‘maricones’ como hasta hace poco han hecho con las mujeres, aunque esta clase de remilgos y de precauciones no hacen sino redundar en el malentendido de la virilidad.
¿No puede ser viril un homosexual? Todos los hombres lo son, de acuerdo con la RAE
¿No puede ser viril un homosexual? Todos los hombres son viriles de acuerdo con la definición técnica de la Real Academia Española. ‘Viril’, en su primera acepción, quiere decir “perteneciente o relativo al varón”. La segunda acepción es menos redundante de lo que parece: “Propio de varón o que posee características atribuidas a él”. Quiere decirse que una mujer torera podría ser viril en sentido trasladado. Es más, a la novillera cordobesa Rocío Romero no le gusta llamarse torera. Prefiere llamarse torero, como si el sustantivo no identificara tanto un género como una categoría.
Consciente o no, Rocío Romero conectaba con los escritos de Simone de Beauvoir respecto a la tauromaquia. El icono del feminismo e intelectual francesa frecuentó los espectáculos taurinos en España y trascendió en sus reflexiones las nociones de género. No le pareció que la tauromaquia fuera el espacio donde habría de presentarse la hoja de reclamaciones.
El torero no representa al varón, representa la condición humana sin restricciones ni discriminaciones. Su razón de estar y de ser en el ruedo obedece al antagonismo entre la inteligencia y la ferocidad. El hombre —lo humano y, por tanto, también lo femenino— danza con lo animal —lo bestial—, de tal manera que el camino de representación y de identificación no implica la exclusión de las mujeres. ‘Torero’ es una vocación, un misterio, una filosofía, cuya originalidad trasciende las convenciones y cuya capacidad transgresora debería sobrepasar los tópicos y clichés discriminatorios. La virilidad no es solo el sustantivo que se deriva de lo masculino. También alcanza la etimología latina de la virtud, precisamente porque la virtud se relacionaba con el valor, el compromiso, la destreza y hasta la integridad. Unas y otras habían de ser la aleación de un guerrero en su connotación épica y ética. La virilidad no es solo la hombría, es incorruptibilidad.
La propia masculinidad que identifica al torero no contradice la ambigüedad de su terno. Podrá decirse que el tejido ajustadísimo de la taleguilla —el pantalón, por así llamarlo— resalta los atributos viriles y expone los genitales como las mallas de un bailarín, pero la indumentaria del espada, mezcla de atributos militares y religiosos, también se recrea en peculiaridades femeninas. Es el caso de las medias rosas. O del lacito que adorna las zapatillas. Parecen tan femeninas estas últimas que existe un calzado equivalente en el armario de las mujeres: las manoletinas. Nada que ver con el muletazo que hizo célebre Manolete —y que inventó el torero cómico Llapisera—, o sea, unos zapatos de mujer desprovistos de tacón y bastante flexibles que redundan en el lado femenino de la indumentaria taurina.
¿Quién es la hembra y quién es el macho en la reunión de los movimientos?
No le importa al torero macho llevar capote de paseo bordado con motivos florales, ni contraviene su imagen viril un capote rosa cuyos fulgores desengañan a la res cuando sale del toril. El matador y los banderilleros se amaneran muchas veces cuando ponen banderillas. Está su indumentaria recubierta de lentejuelas, de alamares. Y proliferan las suertes de la lidia que se asemejan a una coreografía sensual con los papeles cambiados. ¿Quién es la hembra y quién es el macho en la reunión de los movimientos? ¿El torero o el toro? ¿A quién corresponde la masculinidad, lo viril, en la cópula de una faena?
(…)
La espada otorga al matador el símbolo fálico. Es el torero el que penetra al toro. Quien se vale de un estoque para llevar al extremo el último gesto voluptuoso. La danza del Eros y Tánatos se resuelve con un espadazo: el torero sería el hombre, el toro la mujer, pero esta clase de conclusiones mitológicas o freudianas no contradicen la hegemonía del macho como centro de gravedad de la tauromaquia. Y el macho es el toro, provisto de sus evidentes atributos y de la plenitud física y atlética. El toro es el símbolo de la fertilidad. El transporte iniciático al que recurren los mozos en la promiscuidad de los encierros. Tocar al toro, acariciarlo, provee al corredor de adrenalina y de sensaciones extremas. Pone a prueba el valor. Y se vincula a los comportamientos ancestrales de la fecundidad.
El toro es el origen de la creación misma, la expresión iconográfica de la reproducción. Bien lo supo Bigas Luna cuando concibió la trama voluptuosa y truculenta de ‘Jamón, jamón’ a la sombra de los huevos del toro de Osborne, cuya efigie y sombra en las carreteras de España prevalece como un poderoso tótem pagano.
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‘El fin de la Fiesta’ es el título del ensayo de Rubén Amón que publica la editorial Debate y que plantea la crisis de la tauromaquia en una sociedad que abjura de ella, quizá porque los toros plantean con descaro todo lo que la sociedad misma teme: la muerte, la liturgia, el heroísmo verdadero, la reivindicación de lo masculino, la jerarquía y el escándalo estético. Son muchos los malentendidos que amenazan la tauromaquia, ninguno tan elocuente como la manipulación política en que incurren sus detractores y benefactores, pero el más clamoroso es el medioambiental y el ecológico. Pocos fenómenos engendran mayor cualificación ‘verde’ que la tauromaquia.
Fuente: El Confidencial.
Las opiniones, creencias y puntos de vista expresados por el autor o la autora en los artículos de opinión, y los comentarios en los mismos, no reflejan necesariamente la postura o línea editorial de Enlace Judío.
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