Enlace Judío – El judaísmo es una religión con muchas singularidades y esta es una condición que goza desde las épocas más antiguas. Incluso en la etapa del antiguo Reino de Israel (hacia el año 1000 AEC hasta el año 587 AEC), hubo momentos de verdadera genialidad que, a la larga, habrían de dejar una fuerte influencia en el mundo.
Por supuesto, una de esas ideas revolucionarias fue el monoteísmo israelita.
¿Pero qué podría tener de revolucionario, si esas creencias ya se daban en el Egipto de Akenatón, y luego fueron retomadas por los persas mazdeistas?
Error: ni Akenatón ni los mazdeistas fueron monoteístas, sino henoteístas. Es decir, aceptaban la existencia de muchos dioses, pero sólo le rendían culto a uno.
Es cierto que el monoteísmo no se implantó en el antiguo Israel de la noche a la mañana. La propia Biblia está llena de referencias a que, durante mucho tiempo, muchos israelitas siguieron rindiéndose a las prácticas religiosas cananeas, politeístas por definición, aunque, en algunos pocos casos, henoteístas.
El monoteísmo pleno se logró establecer como creencia normativa de toda la sociedad israelita hasta el regreso del exilio en Babilonia, una época en la que los persas mazdeistas todavía eran henoteistas. Así que, en realidad, los judíos íbamos un paso adelante.
Pero más allá de lo que pueda significar religiosamente la creencia en un D-os o muchos dioses, este asunto también tiene que ver con el proceso mediante el cual el ser humano aprendió a estudiar y entender la realidad.
Parece extraño decirlo así. A fin de cuentas, la realidad es algo que todo el tiempo está frente a nuestras narices y nosotros mismos formamos parte de ella.
Sin embargo, por extraño que parezca, nuestra relación con ella ha sido difícil y el camino para comprender cómo funciona (o, mejor aún, para comprender cómo la podemos estudiar) ha sido largo, difícil, y a veces tortuoso.
Nuestros más remotos ancestros veían un mundo lleno de cosas maravillosas, pero también terroríficas, y no sabían en realidad cómo funcionaba ese todo. Cosmos, se le llamaría después en griego.
Sabíamos lo que era la explosión de un volcán, un terremoto, la alternancia de frío y calor en las épocas de invierno y primavera, pero no sabíamos el porqué de todas estas situaciones.
Ese es el contexto histórico en el que hay que entender el politeísmo. Como bien se sabe, la gente antigua le asignó una deidad a cada fenómeno de la naturaleza o, incluso, de la sociedad.
¿Por qué? Porque tenían una visión fragmentada de todo. No había una comprensión clara de las leyes de causa y efecto. Por ello no eran capaces de percibir —menos aún de entender— el modo en el que todo está relacionado.
Por supuesto, esto incluía la incapacidad para saber que cada fenómeno natural tiene una causa natural. Por ello construyeron maravillosos pero imprecisos relatos sobre cómo los dioses causaban todo lo que sucedía en nuestra dimensión material y humana.
Eso, en términos precisos, recibe el nombre de pensamiento mágico.
La magia es lo desconocido. Si le llamamos así a este tipo de pensamiento, es porque su norma es la ignorancia. Los relatos mitológicos nos hablan de personajes (divinos, semidivinos, humanos, da lo mismo) entrañables, que reflejan lo mejor y lo peor de nosotros mismos y por ello son relatos entrañables y fascinantes.
Pero las explicaciones que nos dan sobre la naturaleza (por ejemplo, que la alternancia del invierno y la primavera fue resultado de una negociación entre Orfeo, Perséfone y Hades), son simple y sencillamente pésimas. Es decir, son relatos elaborados por gente que carecía de eso que hoy podemos llamar razonamiento científico.
La primera gran revolución intelectual de la humanidad fue hace unos 2,600 años, y se dio en dos vertientes: por un lado, fue cuando en Grecia apareció la filosofía; por otro lado, fue cuando los judíos regresamos del exilio en Babilonia.
De los primeros filósofos griegos surgió la idea de que no eran necesarios los mitos para explicar el funcionamiento del cosmos. Que, en realidad, la verdad de las cosas la podíamos obtener por medio del razonamiento.
Y de los judíos de la época de la restauración del Reino de Judá surgió el monoteísmo bien consolidado como criterio religioso de todo un pueblo (aunque, por supuesto, la idea monoteísta ya existía).
Me atrevo a afirmar que, a la larga, fue más relevante el monoteísmo judío que esa primera filosofía griega.
¿Por qué? Porque el monoteísmo judío implicaba la comprensión de que la realidad es un todo integrado (y por eso no tiene sentido imaginar a muchos dioses). En contraste, la primera filosofía griega no logró llegar a esa visión del mundo.
Parménides fue el filósofo más importante anterior a Sócrates, y Platón fue el más destacado alumno del mismo Sócrates. Estos fueron los filósofos que dejaron una huella determinante, cuya vigencia fue dominante durante siglos. Parménides vivió en el tránsito de los siglos VI y V AEC. Platón, en el de los siglos V y IV AEC.
Durante los siguientes 500 años, la influencia de Platón fue la más importante, si bien sus seguidores tuvieron que competir contra los aristotélicos, los estoicos, los epicúreos y los cínicos. Pero con el siglo III EC vino una nueva revolución filosófica encabezada por Plotino, padre del neoplatonismo, y su influencia se extendió hacia Agustín de Hipona, que vivió un siglo después, y que fue el marco referencial para toda la teología cristiana en la Edad Media. De ese modo, las bases de la civilización occidental se sentaron sobre Platón.
Hubo que esperar hasta los siglos XI y XII para que Averroes, Maimónides y Tomás de Aquino le dieran un giro a la filosofía occidental y establecieran a Aristóteles como el principal referente. De todos modos, Platón nunca fue abandonado y sus ideas volvieron a gozar de un nuevo auge en el idealismo alemán, teniendo en Hegel a su principal exponente.
¿Cuál es la diferencia fundamental entre Platón y Aristóteles? Que Platón, siguiendo las ideas de Parménides —aunque sofisticándolas notablemente— entendió la realidad como algo fragmentado.
Según Platón, el mundo sensible o material es aquel que percibimos con nuestros sentidos y es una realidad engañosa. La verdadera realidad —valga la redundancia— está en eso que Parménides había llamado “el uno” y que Platón llamo el “mundo de las ideas”.
Aristóteles se rebeló contra esta noción fragmentaria de la realidad, y enseñó a sus alumnos que la realidad era una sola, en la que lo físico y lo espiritual estaban indisolublemente integrados.
Es decir, corrigió la noción fracturada de Platón. Pero lo hizo para cuando el monoteísmo judío tenía ya 200 años de haberlo consolidado como la creencia de todo el pueblo, y muchos siglos más de haberlo entendido.
A la larga, el gran desarrollo científico de nuestras épocas está cimentado en los paradigmas filosóficos que se rebelaron contra Parménides y Platón y su desdén por el mundo material.
Por eso no tiene nada de extraño que, hacia la transición entre el siglo I AEC y I EC, un filósofo judío alejandrino como Filón insistiera en que no había mayor filósofo que Moisés, ni mayor libro de filosofía que la Torá, y que él podía demostrárselo a los griegos.
El monoteísmo judío es mucho más que creer que sólo hay un Único y Verdadero.
Es, además de eso, entender que la realidad es un fenómeno integrado en el que todo funciona en permanente relación de causa y efecto, y —más importante aún— que esa realidad se puede estudiar, conocer y transformar.
Las opiniones, creencias y puntos de vista expresados por el autor o la autora en los artículos de opinión, y los comentarios en los mismos, no reflejan necesariamente la postura o línea editorial de Enlace Judío.
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