Enlace Judío – Cada año intento de plasmar por escrito, cuando se acerca esta fecha, mis recuerdos acerca de muchos acontecimientos que sucedieron en mi vida pasada, sobre todo aquellos relacionados con mi mamá.
Nunca me es fácil, el tiempo va desdibujando los recuerdos, y cuando trato de hablar de ellos o escribirlos, a veces me parecen piezas de un rompecabezas como esos que mi hermano coleccionaba y que estaban hechos con trozos de vidrios de colores, que, al moverlos, cambiaban de forma.
Mi rompecabezas interno está hecho de muchas personas distintas, mi papá, mis hermanos, mis tíos, mi familia toda o parte de ella, amigas de mi mamá, y por supuesto con piezas de ella.
Pienso que es muy difícil, pues hay que tener buena memoria, rehacer o reconstruir nuestra vida completa a partir de tal o cual recuerdo. Y más difícil aún es saber cómo eliminar las piezas que fueron añadiéndose después, aquellas que tal vez son producto de nuestra imaginación, o que nos contaron y las damos por hechos que sucedieron, y que muchas veces nada tienen que ver con la realidad objetiva, si es que ésta existe.
Cómo saber reconocer lo esencial de nuestra vida, lo que en verdad sucedió, en torno a lo cual poder construir nuestra historia personal, para que ésta tenga un sentido, tanto para nosotros como tal vez para nuestros hijos y nietos.
Hace pocos años mi hijo alquiló para mí un departamento en Tel Aviv. Al llegar al lugar quedé impresionada. La calle era Zamenhof y el departamento había sido en mi infancia el de mis abuelos paternos. Aquella primera noche no pude conciliar el sueño, pues mi recuerdo más nítido y que se fue repitiendo a lo largo de todos los años de mi vida no había sido el de las personas que se encontraban ahí en aquel entonces de mi infancia, sino el de la casa misma, donde viví con mis padres y abuelos.
En mi recuerdo estábamos todos, mi familia entera, en un largo corredor, mientras que afuera se escuchaba el detonar de las bombas y el espeluznante sonido de las sirenas, que anunciaban la obligación de meterse en los refugios. Nadie nunca después me creyó, que, a la edad de 1 o 2 años, podía recordar este hecho.
Pero si ese corredor no existió, ¿cómo podía yo recordarlo y describirlo? Oscuro, mortecino, lleno de gente, que se me aparecía en mis sueños infantiles, dormida y despierta, una y otra vez. Y el sonido de cualquier sirena, sea de ambulancia o cualquier otro, me helaba y me hiela la sangre hasta el día de hoy, dejando mi rostro lívido como si fuera a desmayarme.
A lo largo de mi vida me he despertado muchas veces con la sensación, tal vez falsa, tal vez real, de que me encuentro en aquel departamento de mis abuelos y de que me voy a morir. Y he aquí que volvía a esta casa sin buscarla. Cuando pregunté unos días después a una prima, con quien compartí mi infancia, qué dónde se encontraba el refugio, no me sorprendió su respuesta: “No había. Nos sentábamos en el corredor”.
Nosotros, segunda generación de aquellos padres que vivieron el Holocausto, llevamos encima un miedo recurrente, que de mí se apoderaba sobre todo en las noches de mi infancia, con sus fantasmas irreales, pero tan reales, que sólo desaparecían cuando veía, a través de la ventana, los primeros rayos de luz. Y solo entonces, nuevamente, llegaba el mundo maravilloso del sol, los pájaros y las calles de Tel Aviv. Era mi mundo. No el de mi madre.
El sentimiento de angustia causado por el miedo a la muerte ha sido una constante en mi vida, producto no solo de aquel estar en un corredor del cual no se podía salir, sino que también tiene que ver con mi madre, sobreviviente del Holocausto, y que ha sido la figura más importante en mi existencia.
No estoy segura quién me lo contó, si fue ella o si también este recuerdo como tantos otros fue producto de mi imaginación. Ni siquiera recuerdo cuándo fue que lo supe, pero de algo estoy segura, y es que fui concebida, al igual que Dany, mi amigo de la infancia, básicamente porque mi madre y su mejor amiga, Magda, a quien conoció en el hospital militar del ejército americano que se encontraba en el campo de concentración en Buchenwald, querían estar seguras de que podían concebir.
De cierta manera ambos niños fuimos un “experimento” que resultó, pues nacimos. Dany vive en Londres y yo aquí estoy, contándoles una vez más mi historia. Nací, claro que nací, como tantos otros, en un país convulsionado por la llegada de miles de inmigrantes, sobrevivientes de una guerra que los había dejado sin familia y sin hogar. Eran épocas de histérica alegría, mezclada con una profunda tristeza por lo que dejaban detrás de sí: padres, hermanos, esposos, hijos e hijas a los que nunca más abrazarían. Un pedazo muy grande de sí mismos quedó ahí, enterrado en Europa, junto con sus esperanzas de vida.
Había nacido en una pequeña ciudad, Cieszyn, que perteneció a Alemania, luego a Checoslovaquia y Polonia y que finalmente desde antes de la Segunda Guerra volvió a ser parte de Polonia.
De una familia de hijos numerosos extremadamente pobres, 12 personas viviendo en 2 habitaciones, cuando los rumores de la guerra parecían cada vez más certeros, una hermana partió hacia Francia y luego a México, y 3 emigraron a Palestina, siendo que los otros se quedaron en Polonia.
Mi madre, que era la más pequeña de entre todos, decidió no abandonar a sus padres, que se negaron a irse de su pueblo, de su país, Polonia, pues ahí habían nacido y se sentían totalmente polacos. Pero, comenzada la guerra, mis abuelos fueron llevados a las cámaras de gas. Sus otros dos hermanos fueron asesinados aparentemente en la calle. Ella sobrevivió de una u otra manera, aunque ciertos secretos se los llevó a la tumba.
Llegó a esta tierra sin querer llegar a ella. Con una mirada siempre triste. Así siempre la he recordado. Llegó como huérfana de guerra, sintiéndose derrotada por la vida. Salir de una guerra para ser llevada a otra no era cosa fácil. Su único consuelo durante aquellos años fue el cine. En un mundo de árabes y judíos peleando por un pedazo de tierra, encontró en las películas la única manera de fugarse de la realidad.
Un episodio que contaba y que se me ha quedado grabado en la mente, es el encuentro de mi madre con su amiga Berta, también sobreviviente del campo, muchos años después.
Sucedió de la siguiente manera: caminaban las 2 en sentido contrario una de la otra y a gran distancia en la calle Dizengoff en Tel Aviv, cada una con su cochecito y en él su bebé.
Mi madre me contó que estuvo segura que su amiga había fallecido en el campo de Bergen Belsen.
Berta le contó después que ella pensaba lo mismo.
En un primer momento no se reconocieron. Pero de repente las dos se miraron como tratando de encontrar tras su apariencia cansada, triste y madura el recuerdo de las muchachas lindas, jóvenes y risueñas que habían sido en otra época, cuando recién se conocieron al comienzo de la guerra.
La voz de Berta al ver a mi madre, en vez de reflejar sorpresa y alegría, sonaba lenta, triste y poco sorprendida: ¡Yetushka, estás viva! Mi mamá quedó muda y nada dijo. Las dos se abrazaron y rompieron a llorar desconsoladamente. Recordaban que días antes de que Bergen Belsen fuera liberado, los nazis habían decidido matar a la mayor parte de los judíos que ahí se encontraban.
Los subieron a 3 trenes con destino desconocido. Un tren partió hacia el Este y fue liberado por los rusos. Otro llegó a Theresienstadt en Checoslovaquia, y el tercero, donde se encontraba mi mamá, después de una travesía de 6 días sin alimentos ni agua, se paró sin explicación alguna frente a la ciudad de Magdeburgo en Alemania. Las puertas se abrieron y todos los presos, al no ver soldados, comenzaron a saltar a tierra. Mi hermano me contó que mamá, al caer al suelo vio unas botas. Cuál no sería su sorpresa cuando al levantar la vista y mirar la cara del soldado, esta resultó ser la de un americano.
Esto sucedió el 13 de abril de 1945.
Lo demás ya es historia.
Ya no está. Cuando mi padre falleció, decidió saltar por los aires, ser libre, volar, llevándose las respuestas de muchos de nuestros enigmas. Ya nada la retenía a este mundo en que básicamente solo supo de tristezas y muy pocas alegrías. Pero todavía hoy, algunas veces, como me sucedió hace años en Cálig, en una ermita de España, me despierto de repente agitada, con un sentimiento de terror, sola en las tinieblas, tal vez en una cámara de gas, sofocándome, y necesito de un tiempo para darme cuenta de que no, aquello ya pasó, nosotros, los hijos de los sobrevivientes no lo vivimos en carne propia, pero heredamos heridas incurables. Pero yo soy yo y no mi madre.
Pienso que existe una especie de cordón umbilical invisible que nos une, a mis hermanos y a mí entre nosotros y con ella, y que existirá siempre, a través del cual nos comunicamos en un mundo que fue y ya no está.
A pesar de tener una madre depresiva, mi vida ha sido alegre, probablemente porque ya desde pequeña he tenido un gran amor por la existencia, un amor que me ha definido siempre, con sus altibajos por supuesto. Y el humor que heredé de ella.
A pesar de todo.
Y así quiero recordarla.
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