Enlace Judío México e Israel – Estos últimos dos días (o más bien noches) no he dejado de recordar los días en que viví en Sderot. Recuerdo que no fue uno sino ocho los misiles que surcaron el cielo de Sderot y ocho detonaciones que les impidieron matarnos.
En la medida en que los pueblos han tenido poder material, han probado su disposición para la intolerancia en forma lo suficiente como para terminar condenando a muerte a los que somos sus contrarios, la mayoría, simples mortales. En definitiva, bueno es siempre lo que Yo pienso, y malo lo que piensan “los otros”. O como muchos opinan por estas tierras: es absurda toda creencia que no coincida con la mía.
Debo aclararles que si a algo me he resistido siempre, es a sucumbir al narcótico de las vanas ilusiones. En mi vida he intentado, (sin mucho éxito lo confieso) confrontar la cruda realidad, aún a costa de padecer el golpe que produce el desprecio de la incomprensión ajena.
Es mejor tratar de entender a fondo las ilusiones de la realidad que nos ha tocado vivir, para no caer en grandes desilusiones. Es por eso que cuando decidí pasarme por unos meses a Sderot hace ya dos años, tuve miedo, y sin embargo fui, porque como dicen: la curiosidad mató al gato. O a la gata.
Los israelíes lo saben, pero la gente que llegó de más allá de los mares no. Así que para esos, y entonces yo pertenecía a “esos”, Sderot era simplemente una ciudad del Distrito Sur de Israel. Me puse a preguntarle al Sr. Google, quien me contó que “a fines del 2011 la ciudad tenía una población de 24.000 habitantes”.
Y… he ahí el detalle, como decía Cantinflas, se encuentra, aunque ustedes no lo crean, a menos de un kilómetro de la Franja de Gaza.
La ciudad había sido blanco constante de ataques con morteros y cohetes Qassam desde hace más de 13 años, que han causado decenas de muertes y heridos. El frecuente sonar de las sirenas y las explosiones ha causado además, frecuentes casos de trastorno por estrés post traumático entre la población local. Claro que una cosa es leerlo o verlo en la televisión y otra muy distinta vivirlo en carne propia.
“Sderot fue fundada en 1951 como campo de tránsito para inmigrantes judíos de Irán y Kurdistán, ocupando las tierras de la población nativa de Najd, cuyas ruinas se encuentran a unos pocos kilómetros al sur”.
Aparentemente una ciudad como cualquier otra. Pero al llegar y con el pasar de los días, me fui enterando de otras cosas, como que en 2007, en un día en que más de 20 cohetes cayeron en la zona de Sderot, incluyendo un golpe directo a una de las principales avenidas, el alcalde de entonces, Eli Moyal, una figura que fue muy conocida en los medios de comunicación israelíes, inesperadamente anunció su dimisión, citando el fracaso del gobierno para detener los ataques con cohetes.
Nada ha cambiado desde entonces.
Yo sabía todo esto, pero de eso que dices “a mí no me va a pasar”, (lo cual me recuerda frases que decían el año pasado los adolescentes con respecto al coronavirus).
Sabía todo esto pero me estaba ya acostumbrando a la tranquilidad pastoral del lugar, cuando un día, hace exactamente dos años, una tarde en que estaba contemplando el paisaje pastoral desde la ventana de un refugio que había adoptado como mi cuarto, la quietud se convirtió en un infierno.
En la madrugada, bajo una cobija, como si ella pudiese protegerme, me dediqué a chatear mientras que afuera se oía el altavoz: “color rojo color rojo”.
Le pregunté a alguien cuyo nombre no recuerdo, que por qué los árabes lo hacían, le dije además, que tenía miedo. Me escribió que precisamente para eso, para que yo y los demás tuviéramos miedo. Y claro que lo tenia. ¿Miedo? No. Terror.
Unos días después, alejada ya de esa ciudad que llegó a parecerme infernal, pensaba que hay guerras para todos los gustos, justas e injustas, y cuya caracterización no puede ser más fácil: justa es la que hacemos “nosotros”, e injusta la que hacen “ellos”.
No importa cuántas guerras hayan habido en Medio Oriente, todas tienen un punto en común, y es que en cada nueva guerra los hombres se matan, independientemente del lado en que uno esté, y por lo tanto ninguna guerra es buena. Siempre es mejor una mala paz que una buena guerra.
Aquel día en Sderot comprendí lo que es vivir sobre un volcán que cada tanto revienta aunque haya pocos muertos y heridos. Entendí y entiendo también a la gente de Gaza, su situación, su desesperación, y supongo que ellos dirán que su guerra es limpia y justa.
Qué triste es cuando tu enemigo es tu vecino y morir por una causa no garantiza que ésta se convierta en verdadera. En realidad me parece horrible eso de morir por algo. O morir.
La matanza trae más matanza, y ya hasta me aburro de mis frases repetidas a lo largo de los años y que suenan a cliché: Sólo con el diálogo, la negociación y el debate se podrá crear un status quo sin cohetes, sin vidrios astillados y sin madres y niños asustados. La solución, que cada vez se ve más lejos, sobretodo en estos últimos días infernales, pasa por dos Estados, etc etc.
Pero mientras tanto, el odio está en ambos bandos y el odio moviliza mucho más que el amor. Por odio el ser humano es capaz de destruirse y lamentablemente muchos son incapaces de vivir sin odiar algo, personas, naciones, creencias. Y los políticos canalizan y dirigen la tremenda fuerza encerrada en corazones que odian.
Personalmente, no me dejo enclaustrar ya en la oscura cárcel de la vana ensoñación alucinante de los espejismos, que extraen los magos de sus sombreros mágicos.
He procurado, a través de los años, y sumergiéndome en las páginas de la historia de esta zona, con la mente y los sentidos bien despiertos, adquirir una visión de esta realidad medianamente clara, que me permita percibir con nitidez los trazos que configuran las piezas de esta tierra, que tendría que haber sido de la leche y la miel, pero a la que hemos convertido en una tierra ensangrentada.
Observo con tristeza cómo se ha venido configurando una funesta realidad, mientras se desdibuja otra que hizo soñar románticamente a muchos que llegaron aquí, contagiados por la magia de un ideal singular, que insufló un ímpetu soñador y utópico en la mayoría de un pueblo que se encontraba al borde del abismo.
Sueños que se desvanecen hoy bajo la conducción de los líderes políticos de ambos pueblos, que se han dedicado a la desgraciada misión de ser los sepultureros de un proyecto que fue bendecido con el significativo nombre de Salam, Shalom, Paz.
Mientras escribo esto suenan las sirenas en Sderot, Ashkelon y Tel Aviv. Pienso en los niños y en su miedo. Y en el mío.
Las opiniones, creencias y puntos de vista expresados por el autor o la autora en los artículos de opinión, y los comentarios en los mismos, no reflejan necesariamente la postura o línea editorial de Enlace Judío.
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