Enlace Judío – Uno de los personajes peor entendidos en la historia, y que tiene mucho que ver con el pueblo judío, es el faraón Ramsés II. Villano por excelencia de las películas Los diez mandamientos y El príncipe de Egipto, la realidad es que podemos afirmar que no tuvo mucho que ver con el Éxodo. Y, en cambio, debió tener más afinidades con los israelitas de lo que nos imaginamos.
La referencia bíblica de que los israelitas construyeron las ciudades de Ramesés y Pitom ha provocado que, por deducción, Ramsés II sea identificado como el faraón del Éxodo. Sin embargo, dicha identificación es incorrecta.
Lo sabemos por un detalle muy simple: Ramsés II fue un faraón que tuvo un dominio absoluto del territorio de Canaán, así que resulta absolutamente absurdo imaginar que los israelitas huyeron de la capital del reino de Ramsés II, hacia una provincia completamente controlada por Ramsés II.
Los hechos históricos los conocemos bien: tras la consolidación de la dinastía XVIII hacia mediados del siglo XVI AEC, Egipto comenzó a expandir sus dominios hacia Nubia (al sur) y hacia Canaán (al norte). El máximo poderío llegó con el reinado de Tutmosis III (1479-1425 AEC), el faraón más poderoso que haya existido en toda la historia de Egipto. A partir de ese momento, el imperio egipcio se consolidó como el más poderoso del mundo, y sólo tuvo un rival de su talla en los hititas, cuya capital Hattusa estaba ubicada en lo que actualmente es Turquía.
Unos 120 años después de Tutmosis III, su bisnieto Akenatón trató de imponer una reforma religiosa destinada a limitar o anular el poder del clero de Amón-Ra, la principal deidad egipcia. Para ello, promovió el culto exclusivo a Atón-Ra (aunque usted no lo crea, esa diferencia de nombre era mucha para los antiguos egipcios). No sabemos si por culpa de eso o por alguna otra razón (ineptitud, en concreto), pero el caso es que Akenatón descuidó las provincias cananeas y estas se vieron sumidas en el descontrol político.
Akenatón murió prematuramente a los 37 años, víctima de una epidemia de gripe aviar, y eso dejó a Egipto en la desorganización total, debido a los problemas de sucesión. Suppiluliuma I aprovechó la coyuntura para continuar su expansión hacia el sur, toda vez que había doblegado al imperio mitannio. Así, ciertas provincias egipcias en el norte de Canaán comenzaron a caer en manos de los hititas.
Después de un período de inestabilidad que se extendió hasta el reinado de Tutankamón, durante el reinado de Horemheb (general egipcio sin parentesco con la realeza) se comenzó el proceso de estabilización. Pero este faraón murió sin descendencia, así que el poder recayó en uno de sus visires de nombre Paramesus, que simplemente eliminó la primera sílaba de su nombre y se convirtió en Ramsés I, fundador de una nueva dinastía (la XIX).
Ramsés I apenas gobernó año y medio en Egipto, ya que era de muy avanzada edad. El poder lo heredó su hijo (adulto maduro para ese entonces) Seti I, y este fue sucedido por Ramsés II, quien culminó con el trabajo de recuperar el poderío egipcio en Canaán.
El evento clímax de este proceso fue su enfrentamiento con las tropas de Suppiluliuma I en la Batalla de Qadesh (1276 AEC), la primera batalla de caballerías de la que se tenga registro histórico. Los hititas ganaron esa batalla, pero Egipto consiguió que Suppiluliuma I pusiera fin a sus ansias expansionistas en Canaán.
De hecho, tras el gran combate entre Egipto y Hatti firmaron acuerdos de paz y establecieron una amplia colaboración comercial, situación que resultó en un amplio beneficio para ambos reinos, y gracias a ello Ramsés II (cuyo reinado se extendió por más de 6 décadas) se convirtió en el segundo emperador egipcio más poderoso y rico de toda la historia, solo por detrás de Tutmosis III.
Este es el dato que hace inverosímil que Ramsés II sea el faraón del Éxodo. Su éxito militar que culmina con la Batalla de Qadesh le dio el control absoluto de todo lo que hoy es Egipto, Sinaí, Israel, y la mitad del Líbano. Así que no era en Canaán donde los israelitas podían estar seguros de este rey egipcio.
Pero hay otro detalle que muchas veces pasa desapercibido y que, sin embargo, es muy significativo: Ramsés II (y toda la Dinastía XIX) fue un semita. Es decir, alguien cercano a los antiguos israelitas.
La presencia semita en Egipto está documentada desde el siglo XX AEC. Diversas oleadas migratorias, o la extensión de redes comerciales, hicieron que muchos semitas se establecieran en el país de los faraones y diversos registros documentales confirman que los que se quedaron a vivir allí se convirtieron en una clase social inferior. De cualquier modo, eran vistos como extranjeros.
La situación dio un giro radical cuando, por razones que no están del todo claras, hacia mediados del siglo XVII Egipto entró en una etapa de desorden social, y un grupo semítico tomó el poder en la zona norte del reino. Así inició el período de los faraones hiksos, palabra griega que se usó después para referirse a estos gobernantes que eran llamados por los egipcios “reyes extranjeros”.
Los hiksos dominaron durante un siglo completo y es muy probable que tuvieran fuertes vínculos con los antiguos hebreos. De hecho construyeron su propia capital en la zona de Goshén (sí, la misma que menciona el libro del Éxodo como lugar donde se establecieron los israelitas), y la llamaron Avaris. Interesante, porque podría tener un vínculo etimológico con la palabra ivri, es decir, hebreo.
Los hiksos fueron derrotados y expulsados de Egipto por Ajmosis I, fundador de la dinastía XVIII, y entonces regresaron hacia Canaán. Pero Ajmosis no se contentó con expulsarlos, así que los persiguió y conquistó la zona sur de Canaán. Ahí fue cuando comenzó el verdadero expansionismo egipcio hacia el norte. Los descendientes de Ajmosis —Tutmosis III entre ellos— llevarían cada vez más lejos estas conquistas.
En consecuencia, la gran mayoría de los semitas de Canaán (y también los cananeos, de paso) quedaron bajo dominio egipcio. Tutmosis III aplicó una política culturizadora muy interesante (y opresiva): se llevó a los hijos de los nobles cananeos, y los reeducó en Egipto. De ese modo, garantizó que la siguiente generación de gobernantes de Canaán fuese todavía más proclive a Egipto.
Esto provocó que los semitas comenzaran a ser vistos de un modo distinto por los propios egipcios. Siguieron siendo considerados una clase social inferior, pero dejaron de ser vistos como extranjeros. Trescientos años después de que Ajmosis expulsó a los hiksos, esos semitas extranjeros que habían usurpado el poder en Egipto, Ramsés I —tan semita como los hiksos— se hizo con el poder, y nadie lo llamó “rey extranjero”. Simplemente, lo llamaron faraón, y sus descendientes fueron vistos como algunos de los reyes egipcios más poderosos de la historia.
Por todo esto, llama mucho la atención que el nombre Moisés tenga una semejanza etimológica con muchos faraones, desde la dinastía XVIII. El propio Aj-mosis es uno de ellos. Esa misma partícula se repite en los cuatro que se llamaron Tut-mosis. Y luego Ra-mses vuelve a usar una etimología similar, misma que se repitió con varios de sus descendientes.
No quedan muchos registros históricos que nos ayuden a aclarar esta situación, y los que sí existen son difíciles de interpretar por algo muy elemental: en la narrativa bíblica hay un lógico esfuerzo por disociar a los israelitas de los egipcios. A fin de cuentas, el Éxodo es el libro que nos cuenta el nacimiento de Israel como una verdadera nación libre e independiente, y por ello el énfasis en la diferencia es de capital importancia.
Pero los egipcios de ese tiempo no veían las cosas así. Veían a los israelitas como parte de su cultura, y si acaso iban a señalar alguna diferencia, no era la étnica (¿cómo quejarse del origen semítico de los israelitas, si el propio faraón era semita?), sino la social.
Esa es la razón por la que nunca se ha encontrado —ni se va a encontrar— ningún relato egipcio que hable de un grupo de migrantes que huyeron del país hacia Canaán. Los egipcios, en realidad, debieron ver el Éxodo como un simple reacomodo de egipcios en territorio egipcio. Es decir, algo que ni siquiera llamaba la atención desde ese punto de vista.
¿Qué les pudo llamar la atención, entonces? No lo sabemos. Ahí está el reto de la arqueología. Tratar de descifrar cómo pudo haber sido visto este episodio desde la óptica de los egipcios.
Una cosa es segura: el villano no fue Ramsés II.
Tal vez, en realidad, haya sido todo lo contrario. Un faraón lejanamente (¿o cercanamente?) emparentado con nosotros.
Las opiniones, creencias y puntos de vista expresados por el autor o la autora en los artículos de opinión, y los comentarios en los mismos, no reflejan necesariamente la postura o línea editorial de Enlace Judío.
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