Enlace Judío – Qué difícil es ser europeo en este momento. Antisemitas por tradición, pero sometidos a los dólares árabes que ahora ya no están a disposición de la propaganda anti-israelí. Y, como si esto no fuera poco, con una burocracia prácticamente inútil para atender la contingencia de la vacunación contra el COVID-19, atorados todavía en los riesgos que implican sus poblaciones islámicas radicalizadas, retrasándose como nunca en la innovación tecnológica, y además teniendo que hacer comparsa con los EE. UU. para enfrentar los retos que representan China y Rusia.
Europa, la cuna de la democracia, el lugar donde nació la Ilustración, es un continente viejo, agotado, con más vocación de museo que de transformador del mundo. Pareciera que ese impulso por conquistar al planeta, y que llevó las naves europeas por todo el mundo entre los siglos XVI y XIX, se ha agotado.
Habrá quien diga que fue consecuencia del desgaste de la Segunda Guerra Mundial, pero no. No fue eso. Ha sido la filosofía posmoderna, herencia de Foucault y Derrida, la que ha sumido a Europa en la inmisericorde autoflagelación del remordimiento de conciencia por ser blancos y europeos, capitalistas y exitosos.
Así, poco a poco y desde los años 50, Europa empezó a rendirse. Se vieron milagros, claro, como la restauración de Alemania primero, y luego su reunificación. A inicios de los años 90, con la caída del Muro de Berlín y el colapso del sistema socialista soviético, todo parecía optimismo y prometedor.
Pero los años siguieron transcurriendo, y el panorama se volvió sombrío: llegó el terrorismo, se hizo evidente el fracaso de las políticas multiculturales que, lejos de crear un continente abierto, plural y tolerante, creó una red de guetos islámicos donde floreció el fundamentalismo y el odio hacia Europa y todo lo que representa.
La izquierda ha jugado un papel deleznable en todo eso. Derrotados en su lucha por los derechos y las reivindicaciones de las clases trabajadoras —que han mejorado su nivel de vida gracias al capitalismo, no al socialismo—, trasladaron sus obsesiones a la lucha por los derechos y las reivindicaciones de los grupos minoritarios y oprimidos. Y cuando estos se agotaban, inventaban otros. Es la magia de la filosofía posmoderna: es la que con mayor facilidad puede inventar víctimas donde no las hay.
Esa nueva cruzada a favor de minorías ideológicas o culturales pronto encontró en las minorías étnicas un nuevo pretexto para exigir la destrucción de occidente. Es decir, de sí mismos, porque Europa es la cuna de la cultura occidental. Incluso se llegó al nivel de poner bajo cuestionamiento la validez de la ciencia, acusada de ser un discurso imperialista para silenciar “las ciencias nativas”.
Por supuesto, los palestinos se convirtieron en una bandera obligada del nuevo sentimiento progresista europeo. El entorno no podía ser mejor: víctimas de Israel, un país de judíos, pero además un país construido con los paradigmas europeos de democracia y libertad. Justo lo que más odiaba la nueva generación posmoderna europea.
Ahí fue donde el dinero árabe se volvió tan importante. Las inversiones de los jeques llegaron a ser tan abundantes —y cómo no, si era la época de la mega-bonanza petrolera—, que los políticos europeos no tuvieron ningún empacho en doblarse a sus instrucciones.
La excepción acaso se dio en el entorno de los países escandinavos, donde se desarrollaron gobiernos muy ambiciosos con sus programas sociales. Se habló, falazmente, de un socialismo que sí funciona, cuando en realidad la socialdemocracia es un capitalismo que tiene amplios programas sociales.
Se creó la falsa imagen de que el Estado de Bienestar era lo ideal, cuando la realidad es que es un lujo para países ricos; todos los países pobres que han intentado implementarlo solo han logrado generalizar y eternizar la pobreza. Pero, sobre todo, se creó la también falaz idea de que si había un gobierno eficiente, estaba justificada una alta carga fiscal a la población.
Sí, al europeo eso le gusta. Le encanta la comodidad, así que la idea de un gobierno que te quita alrededor de la mitad de tus ingresos, pero te los devuelve en buenos servicios, no les molesta. Sin embargo, eso tiene su precio: la gran expansión económica y tecnológica está buscando nuevos lugares, porque muchas empresas o empresarios incipientes no están interesados —o no están en condiciones— de absorber esas grandes cargas impositivas. Y por eso la innovación tecnológica —el oro del siglo XXI— está en EE. UU., en Israel, en Japón, en Corea del Sur, o en Taiwán. No en Europa.
Aferrados a su visión irreal, romántica (en sentido peyorativo) e ingenua del mundo, los europeos fueron incapaces de darse cuenta que el mundo cambió. En estos momentos están despertando de un largo sueño para descubrir que Israel —ese país al que habían apostado por su destrucción— es una potencia militar que está sellando alianzas con las naciones árabes-sunitas.
¿En qué momento Israel se convirtió en el favorito de los árabes? No lo saben, no lo entienden. Pero en los últimos años, el evidente cambio en el discurso europeo —antes, siempre anti-israelí— nos hace ver que muchos políticos de por allá están pasando por una severa crisis en la que no entienden qué rumbo tomar.
Lo que son las cosas: Angela Merkel, el último ángel guardián que tuvo ese continente y la gran estadista que en muchos momentos evitó que todo colapsara, no podía tener, en su soledad política, la fuerza para resolverlo todo. Puedes ayudar mucho a todo un continente, pero si ese continente no te ayuda, no hay mucho que hacer.
Así llegaron los retos de Putin, un tirano pragmático y con un olfato político muy superior al de todos los líderes europeos juntos. Atacó Georgia, se quedó con Crimea, mantiene el cerco contra Ucrania, hace lo que quiere con los derechos humanos. Y Europa no pudo con eso. No logró contenerlo. Barack Obama también se durmió en sus laureles. Al frente de la más ineficiente y torpe política exterior estadounidense de las últimas décadas. Obama dejó que Rusia y China crecieran todo lo que quisieron.
Imagínense: mejores resultaron los saudíes para ponerle un fortísimo “estate quieto” a los rusos en la OPEC+. Ante la necedad de Putin para colaborar con políticas petroleras benéficas para todos, inundaron durante un par de meses el mercado petrolero, tumbaron los precios, y metieron a los rusos en una crisis que les obligó a doblar las manos.
Y ahora, los ajustes bizarros pero importantes que se generaron con la presidencia de Trump han obligado a Biden a entender que se requiere de un liderazgo para ponerle freno a la estrategia rusa y china, tan simpática toda ella: desestabilizan países, los empujan hacia la crisis, y luego se presentan como redentores ofreciendo apoyos y préstamos que, en realidad, es agiotismo puro.
Desestabilizarlos es muy fácil: en América Latina, por ejemplo, sólo hay que apoyar a Cuba y a Venezuela, dos dictaduras obsesionadas con expandir la revolución socialista, proyecto que no tiene ningún futuro. A China y Rusia el socialismo les importa un pepino en este momento. No les interesa ver países rigiéndose por las insensateces de Marx. Sólo quieren ver economías débiles —y para eso, el socialismo es perfecto; nadie mejor que rusos y chinos para saberlo— a las que puedan manipular con su usura.
Así que Biden no tiene más alternativa que intervenir, porque eso ya llevó a EE. UU. a un punto realmente crítico: los fracasos económicos en América Latina están generando millones de migrantes que, por supuesto, tratan de llegar al país capitalista. A nadie le interesa emigrar a Caracas o a La Habana. Todos sueñan con llegar al paraíso en Texas, California, Arizona, Florida.
Y pues pobre Europa. Otra vez tiene que levantarse para ir a la guerra —aunque esta vez es comercial—; otra vez tiene que doblarse y reconocer que EE. UU. es el gran líder; una vez más tiene que defenderse a sí misma, algo que a la generación posmoderna odia, convencida de que lo mejor que debería hacer Europa sería dejarse aniquilar por el resto del mundo.
Europa es víctima del propio laberinto que construyó durante los últimos 75 años, desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
No sabe para dónde moverse. Mientras, todos los están rebasando. Al paso que van las cosas, hacia finales de siglo Europa podría convertirse en un museo dependiente de las dinámicas comerciales y tecnológicas del resto del mundo.
Una pena. Acaso se viene un desplome similar al que hace 1,500 años se vio en la antigua Roma.
Pero es que Roma estaba, justamente, en Europa.
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