Conozca al insólito maestro de Spinoza en “El impío”, novela histórica de Andrés Spokoiny

Enlace Judío México e Israel – El impío, novela histórica de Andrés Spokoiny, es una oportunidad para repensar el judaísmo, el origen del pensamiento moderno y la importancia del cambio y de la libertad en un mundo que avanza en espiral. 

El mundo sefardí se encuentra en la base de la cultura judía y de la cultura hispana pero también del mundo moderno, dice Andrés Spokoiny, en entrevista con Enlace Judío, para hablar de El impío, su primera novela. Una novela histórica sobre un personaje hasta cierto punto olvidado que, a decir del autor, tiene una gran importancia para el desarrollo de la filosofía moderna.

Se trata de un personaje que, como algunos de sus contemporáneos, “eran un poco de todo y no eran un poco nada. Y esto es un poco lo que nos pasa, lo que le pasa al ser humano moderno.” Lo dice un judío argentino radicado en Estados Unidos, experto en filantropía judía, que ha trabajado en el sector privado y que ahora debuta como escritor: “Tengo muchas identidades. Esto que para nosotros es normal, los primeros que tienen esta esta riqueza, digamos, identitaria, son los judíos sefaradim del siglo XVI, que están forzados a vivir fuera de la sociedad y por eso desarrollan un pensamiento crítico hacia la sociedad, que es la base del pensamiento judío.”

En general, dice Spokoiny, “el pensamiento judío es un pensamiento crítico, es un pensamiento que está adentro y afuera. Las innovaciones en la historia del mundo de los humanos siempre vienen de gente que tiene un pie adentro y afuera.”

Uno de esos judíos fue el médico Juan de Prado, personaje central de El impío. quien para el autor “es un poco de todo y eso es su tragedia. De alguna manera, su riqueza y su tragedia es precisamente esto, que vive en todos los mundos y no vive en ninguno. Entonces tiene esta dualidad, digamos, identitaria que nos acompaña hoy a todos, pero que hace 300 años era muy poco frecuente. Me parece que la hemos perdido“.

Según ha logrado documentar Spokoiny, el atrevimiento intelectual de Juan De Prado lo convirtió en un hereje de su tiempo. Ese iba a ser el título de la novela, confiesa, pero lo cambió por uno menos manido. Hereje significa, dice, “el que elige”, y De Prado eligió la libertad de pensamiento en un contexto histórico en el que dicha libertad estaba penada.

Nos situamos al comienzo del siglo XVII, que “es cuando vive Juan de Prado, es el momento en el cual el ser humano empieza a tomar decisiones por sí mismo. En el mundo tradicional uno no tomaba muchas decisiones. La Iglesia, el rey, te decían lo que tenías que hacer. El ser humano no tenía mucha libertad como individuo.”

Y no fueron pocas las decisiones que Juan de Prado tomó a lo largo de su vida.

Un hombre que duda es un hombre que elige

“Juan de Prado es un es un hombre que duda, que duda de todo, que no acepta ningún dogma y eso lo convierte en un impío, en un hereje. Es decir, él es católico y no acepta el dogma católico. Después pasa a ser judío y no acepta el dogma judío. Después crea sus propios dogmas filosóficos y duda de hasta sus propias ideas filosóficas. Entonces, es un dudador permanente y es (la suya) una duda dolorosa. Él sufre con estas dudas, pero no lo puede evitar. Una vez que ha comenzado a dudar, eso no tiene un botón de off.”

Es, en ese sentido, un personaje típicamente judío, si hemos de pensar en el sentido crítico que caracteriza a esta cultura milenaria, abundante en contradicciones y dualidades, y de cuyas filas han brotado numerosos pensadores revolucionarios que, cada uno en su momento y en su contexto, debieron desafiar las ideas predominantes.

“Abraham empieza el pueblo judío cuando destruye los ídolos, ¿no es cierto? (…). Y cada tanto viene alguien que sacude, que dice “no nos olvidemos que el judaísmo también es cuestionar, es dudar, es romper los ídolos mismos, los ídolos que nosotros mismos creamos.”

Pero, ¿es el judaísmo de De Prado similar o distinto al que practicamos hoy? “Es similar y es distinto”, dice Spokoiny, cuya voz denota una pasión que, si no fuera por su origen, parecería contradecir su profunda racionalidad. Para abundar en la idea, el autor nos cuenta un poco sobre el personaje de De Prado y sobre el libro en que se le hace justicia al fin.

“Juan de Prado es un es un médico judío sefardí. Crece como católico en su juventud y descubre que él en realidad viene de una familia judía, vuelve a su judaísmo y se convierte, no solamente vuelve a su judaísmo, sino que se convierte en un líder de la comunidad marrana, de la comunidad crioptojudía en toda España. Tiene una
vida, digamos, sumamente pintoresca, con muchas aventuras.”

Sigue: “La Inquisición le pisa los talones durante diez años, (pero él) consigue escaparse. Finalmente llega a Ámsterdam. En Ámsterdam puede volver al judaísmo en forma abierta, pero ahí se da cuenta de que el judaísmo que él imaginó en la clandestinidad, no es el mismo judaísmo que se practica en la comunidad de Ámsterdam, en el judaísmo, digamos, ortodoxo de su época.

Entonces empieza a desarrollar algunas ideas. Lo que posteriormente se llamaría el deísmo, una corriente filosófica del siglo XVII, del cual él es uno de los primeros precursores.” Y es justamente” en la yeshivá donde él estudiaba, enseñaba, (que) conoce a Spinoza y se hacen amigos. Y él pone en la cabeza de Spinoza estas ideas revolucionarias. Claro, Spinoza es mucho más inteligente que él, es mucho más sistemático.”

Son quizá esos rasgos de su carácter —los que contrastan con Spinoza—, los que hacen de De Prado un personaje entrañable, cuya esencia ha querido desnudar Spokoini en El impío. Se trata de “un hombre
de grandes pasiones, (que) es inconstante, no es un filósofo clásico, es un hombre con una vida muy colorida”.

Y no tiene la constancia, la disciplina que tiene Spinoza para poner las ideas en práctica. Entonces, Spinoza pasa a la historia y Prado queda, digamos, olvidado. Pero los dos tienen un quiebre importante. Spinoza, cuando los excomulgan a los dos, está más que contento. Él no quiere ser judío, no le interesa ser judío. Prado dice ‘No, de ninguna manera. Yo soy judío y no acepto que me echen de la de la comunidad‘.”

Si ya antes había logrado eludir a la Inquisición para luchar por su identidad, De Prado tuvo que pelear también contra la comunidad judía de Ámsterdam por su derecho a ejercer esa identidad de forma libre, “más acorde a la razón y a la ciencia.” De Prado “aboga por un judaísmo que es el que de hecho practicamos un poco todos hoy. Un judaísmo que cree que no está en contradicción con la razón. Un judaísmo que en algunos casos es un judaísmo laico también. Él cree más en la importancia del pueblo judío. El él es un protosionista. En cierta manera, él cree que el pueblo judío es importante como pueblo más allá de la religión”.

Su influencia sobre Spinoza

“Hay un poco de debate sobre cuán importante fue Juan de Prado sobre Spinoza. Yo, para para escribir el libro, y esto también es una parte interesante, tuve que hacer una tarea detectivesca. Estuve, por ejemplo, en los archivos inquisitoriales en Sevilla. Tuve que buscar muchísima información” porque Juan de Prado fue olvidado por la historia, relegado a un sitio secundario, detrás de la sombra de Spinoza, a quien, a decir del autor, en realidad precedió y sobre quien ejerció una influencia determinante.

El trabajo de investigación que Spokoiny llevó a cabo a lo largo de 10 años le permitió descubrir que “en el siglo XVII se reconocía que Juan de Prado había tenido una gran influencia sobre Spinoza. Lo llaman ‘el corruptor de Spinoza’. Hay que pensar que Spinoza era el joven modelo de la comunidad. Estudiaba en la Yeshivá. Alumno modelo, iba a ser el próximo jajam de la comunidad. Y viene Juan de Prado de España y lo corrompe. Le pone ideas raras en la cabeza.”

Pese a que las versiones más extendidas entre los historiadores apuntan a que fue el filósofo holandés Franciscus Van den Enden quien instruyó a Spinoza en el pensamiento más crítico de su tiempo, para Spokoiny queda claro que, antes, fue De Prado quien le metió “esas ideas en la cabeza (…). De Prado lo ayuda, de alguna manera, a salir del clóset.”

Spinoza, dice Spokoiny, “tenía dudas porque era una persona sumamente crítica, sumamente inteligente, pero no se animaba mucho a decirlas, a expresarlas. De hecho, Spinoza era una persona muy tímida, muy cauta. Y yo hablo mucho sobre el anillo que tenía Spinoza, que decía la palabra caute, “cuidado” en latín. En el libro hay una escena en que Prado se lo da. Pero esto es de mi propia invención. Pero el anillo es real. Spinoza, una persona muy, muy cauta. Pero Prado como que lo incentiva a que salga con sus ideas a la luz.”

Así fuera solo por su peso sobre Spinoza, la figura de De Prado habría de ser valorada mucho más de lo que se le reconoce. “Es muy probable que sin Prado no hay Spinoza. Y sin Spinoza, la historia del mundo moderno hubiese sido muy, muy distinta. Porque la filosofía espinoziana es la filosofía que da un poco la base, por ejemplo, al Estado laico y secular, con el tratado teológico político, etcétera.”

Mejor que la ficción

Según lo describe Spokoiny, el proceso de escritura de El impío fue casi tan fascinante como el propio personaje que lo inspiró. Vemos a un autor que intuye, que se atreve a imaginar, a llenar huecos que, luego, con el trabajo de documentación, se revelan como verdaderos… solo que mejores que la imaginación:

“Había pensado en hacer un personaje ficticio, no en Juan de Prado. O sea, basarme en Juan de Prado para inventar un personaje así. Claro, porque digo ‘inventando un personaje voy a estar mucho menos atado y voy a poder escribir lo que quiera y voy a poder inventar escenas’. Lo que me pasaba era que pensaba una escena y después me daba cuenta que en la vida real de Prado había pasado, pero mucho mejor de lo que a mí se me había ocurrido.”

Por ejemplo, “cómo se escapa él del Santo Oficio es increíble. No se me hubiese ocurrido nunca una cosa así. Entonces, yo me mantuve siempre en la idea de que todos los acontecimientos que se cuentan en el libro, todos sucedieron. Son todos reales, hasta cosas menores.

Por ejemplo, hay un momento donde Juan de Prado se junta con algunos amigos portugueses en Alcalá. Los nombres son reales. Todos existieron. Hay, digamos, indicios firmes sobre sobre todos y sobre cada uno.

Lo que sí, obviamente yo ficcionalicé algunas escenas. Agregué, por ejemplo esto, el anillo de caute, se sabe que Spinoza tenía un anillo que decía caute, (pero) en ningún lugar dice quién se lo dio. Cuando hay un gap, ahí puedo inventar.”

Y si el autor decidió atenerse a los hechos fue “no solamente por fidelidad histórica, sino porque la historia es tan buena que no la quería arruinar. Hasta las escenas más falaces y picarescas son reales. Juan de Prado era mujeriego. Un hombre de muy fuertes pasiones. Se metía en problemas de faldas muy seguido. Y es real. Está documentado, muchas veces por sus detractores.”

Y, claro, no le faltaban detractores en una época en la que ser judío implicaba ir a contracorriente de quienes no lo eran, y ser un judío que se resiste a admitir ciertos dogmas era ir a contracorriente del resto de los judíos. Por eso, “él era muy criticado, la gente escribía cosas sobre él.”

Un ejemplo se puede encontrar en un poema de Daniel Levy de Barrios —cuya esposa modeló para el cuadro “La novia judía” del mismo Rembrandt—, que “le pega muy fuerte Juan de Prado, y yo me baso mucho en ese poema para contar algunas escenas que pasaron.”

El descubrimiento

La forma en que Spokoiny encontró a De Prado parece una pieza más en el largo entramado de coincidencias que enlazan al personaje histórico y su contexto con la mente del autor y la época en que vive, este mundo de incesantes transformaciones que, como la Europa del siglo XVII, ve nacer ideas nuevas, al tiempo que contempla impávido el resurgimiento de un oscurantismo digno de la Edad Media.

“Lo descubrí en una nota al pie de página. Estaba leyendo un libro de Karen Armstrong (…) sobre los orígenes del
pensamiento moderno hacia el pensamiento religioso moderno. Y ahí habla sobre Spinoza y dice ‘La actitud de Juan de Prado era distinta a la de Spinoza, porque Prado no rompe con la religión judía, o sea, no rompe con el judaísmo. Es un hereje pero quiere permanecer dentro del pueblo judío‘.”

Seguramente identificado con ese personaje que apenas se le revelaba, Spokoiny decidió investigar más sobre De Prado, “porque obviamente conocía la historia de Spinoza, conocía la historia de otra gente que salió de la comunidad, pero lo que me interesó fue precisamente alguien que rompe, pero que también se quiere quedar adentro, que quiere seguir siendo parte de eso. Y eso fue lo que me despertó la idea de ir a seguir buscando y ahí me conecté con gente increíble, estudiosos o por ejemplo, hay un gran autor que se llama este Jaime Meschoulam, Joseph Kaplan y muchos, muchos autores que investigan la vida judía en Ámsterdam y los sefaradim del siglo XVII, y que me dieron muchísima información.”

Pero no solo De Prado fascina a Spokoiny: “el judaísmo sefardí siempre me fascinó (…). La diáspora sefardí es una  doble o triple diáspora. Una cierta es una diáspora judía, es una diáspora española. En Ámsterdam, lo judíos sefardim eran identificables por conservar el atuendo español e iban con los sombreros de ala ancha, con las lechuguillas, etcétera. Es decir, (conservaban) una fidelidad a esta herencia sefardí increíble.”

Y también, claro, “una dualidad. España era la tierra de la gran opresión, pero también era una tierra a la que miraban con mucha, con mucha nostalgia. Hay una parte en el libro, por ejemplo, donde la madre de Juan de Prado le canta la canción de ‘Árboles lloran por lluvia’. ‘Y lloro y digo qué va a ser de mí en tierras ajenas. Yo me voy a morir…’ O sea, está esta nostalgia por los orígenes.”

Nostalgia compartida por alguien que, como Spokoiny, vive lejos de su país de origen. “Me pareció muy, muy fuerte. Pero el judaísmo sefardí me parece que siempre fue un judaísmo que fue bisagra entre mundos distintos, una cierta bisagra entre Oriente y el Este y Occidente, bisagra entre la tradición y lo moderno, bisagra entre entre el mundo judío mizrahí y el mundo judío ashkenazí.” Un judaísmo que sirve de puente porque “une mundos distintos.”

Spokoini concibe al judaísmo sefardí de aquellos tiempos como una matriz que se permite una “evolución natural” pues, a diferencia del ashkenazí, no entra en colisión con el mundo moderno y, por lo tanto, no se ve forzado a resguardarse, a implotar ni a explotar, sino que sigue lenta e inexorablemente un camino de transformación inspirado por nuevas ideas, por un mundo que cambia, pero del que jamás se ve totalmente excluido.

También es un mundo sensorial. “Hablo mucho sobre las comidas, porque me fascina la comida sefardí, como ashkenazí, que comemos papa hervida vida todo el tiempo, la cocina sefaradí me fascina. Entonces en el libro hablo mucho sobre eso. Es un judaísmo muy sensorial, el judaísmo sefardí, (…) que se conecta con el mundo. Las grandes obras del pensamiento sefardí son obras terrenas. Hay poesía sobre el amor, sobre la medicina, sobre astronomía, sobre el funcionamiento de la bolsa…”

Aquellos días, estos tiempos

El convulso universo que habitaron los sefardíes de Ámsterdam, y que da contexto a la existencia de un personaje tan singular como De Prado, se parece al nuestro en su capacidad de producir reacciones antagónicas, resistencia al cambio, fundamentalismo.

“Todos esos cambios generan, por un lado, pensamientos díscolos, los pensamientos impíos, pensamientos herejes. Pero también genera muchísima inseguridad, muchísima angustia. Entonces, tanto hoy como en el siglo XVII, vemos las dos cosas. Vemos pensamientos creativos, iconoclastas. Y por otro lado, vemos una vuelta a los fundamentalismos, no porque la gente sea mala, extremista, sino porque la gente tiene miedo, la gente le tiene miedo a los cambios. Entonces se refugia en la seguridad, la falsa seguridad, pero seguridad al fin, que les dan los movimientos fundamentalistas.”

Así como los españoles del siglo XVII se refugiaban en la Inquisición, en la religión y el autoritarismo de los reyes, dice Spokoiny, “hoy en día tenemos lo mismo, esto de buscar el hombre fuerte que nos guíe, que nos saque de los problemas, lo vemos en todo el mundo. Lo vemos en Estados Unidos, obviamente, pero lo vemos por otros lados.”

Y si bien los cambios que sacudieron al pensamiento y a la sociedad europea del siglo XVII son distintos a los cambios que hoy en día vivimos en Occidente, la manera en que los humanos reaccionamos en ambas épocas, dice Spokoiny, es similar. Y esa similitud es, en opinión del autor, una posibilidad de aprendizaje:

“Podemos aprender que, por ejemplo, suprimir las nuevas ideas no sirve porque siempre encuentran un camino,
que la tentación autoritaria siempre termina en tragedia. Pero por otro lado, también tenemos que aprender que en momentos de cambio, mantener la cohesión comunitaria es importante.”

La imagen que emplea el autor de El impío para describir el miedo que producen los cambios está llena de poesía y debería de motivar nuestra curiosidad por su libro, que próximamente será presentado en México y en persona por Spokoiny:

“Imagínate un trapecista que está agarrado de un trapecio y salta y tiene que agarrar el otro trapecio. El momento que más miedo te da es el momento donde el trapecista vuela entre los dos trapecios. Esos son los momentos de transición y ese es el momento que se vivía en el siglo XVII. Y ese es el momento en el que nosotros vivimos también. Un mundo en el cual el viejo mundo ya no existe más. Pero el nuevo todavía no nació. Entonces estamos en ese vacío y se genera muchísima ansiedad, muchísima angustia.”

Reproducción autorizada con la mención siguiente: ©EnlaceJudío

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