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lunes 25 de noviembre de 2024
Torá

Irving Gatell/ La Biblia: el primer verdadero libro de historia

Enlace Judío – La historia es, simple y llanamente, nuestro intento por comprender la realidad. Tratamos de entender nuestro pasado tan solo porque queremos explicar nuestro presente. Nos interesa lo que sucedió en otras épocas, simplemente porque tenemos la necesidad de saber cómo llegamos al punto en donde estamos hoy.

Por supuesto, el ser humano no apareció sabiendo historia. Ni siquiera sabiendo cómo debía conceptualizar la historia. Es algo que hemos aprendido poco a poco, con el paso de los siglos.

El gran parteaguas en la comprensión de la historia fue Karl Marx. Sus aportaciones por medio de eso que luego fue llamado materialismo histórico han sido cruciales para la evolución de la filosofía de la historia.

¿Por qué? Porque fue Marx quien señaló que la realidad que estudiamos, históricamente hablando, es la realidad material.

Más aún: también señaló que todos los eventos históricos están entrelazados unos con otros. Hasta su época, la idea generalizada era que los eventos históricos eran una suerte de arbitrariedad. Ocurrían ajenos unos de otros y lo único que les daba sentido era la explicación religiosa de que “D-os así lo quiere”.

Pero Marx señaló que, en realidad, se puede entender la historia si entendemos la forma en la que operan las dinámicas sociales. Su idea —revolucionaria en su momento, aunque ya superada— fue que todo giraba en torno a los medios de producción y, sobre todo, a su consecuencia más evidente: la lucha de clases.

Desde entonces —mediados del siglo XIX—, los filósofos de la historia continuaron ampliando nuestras perspectivas sobre el tema y la historia se consolidó como una disciplina académica en forma, con métodos rigurosos y objetivos y estrategias bien definidos.

¿Realmente Marx fue el primero en hacer ese planteamiento?

No. Primero lo hizo la Biblia.

Empecemos por ubicarnos cronológicamente. Los textos bíblicos comenzaron a escribirse desde hace más de 3,000 años, pero hubo un punto crítico a inicios del siglo VI AEC: los babilonios invadieron Judá y dejaron profundamente afectado el patrimonio escritural israelita. La generación que volvió del exilio un siglo después tuvo, entre otras cosas, que recuperar lo que había sobrevivido, restaurarlo, reordenarlo, y dejarlo listo para su uso práctico.

Por eso, hablar de la Biblia nos obliga a hacer una precisión: aunque mucho material proviene de antes del exilio, su redacción y edición final se dio en el siglo V AEC.

Y esta es la parte interesante: la labor de esos escribas que, según la tradición judía, trabajaron bajo la guía de Ezra.

En ese tiempo todo lo que el ser humano razonaba —incluyendo la Historia— estaba filtrado por aquello que llamamos “pensamiento mágico”. Este consiste en la incapacidad de percibir la realidad como una todo integrado y, en consecuencia, la tendencia inevitable a buscar explicaciones mágicas. Digamos que se trata de responder sin responder.

Por ejemplo: ¿Por qué explota un volcán?

Bajo los paradigmas del pensamiento mágico, la respuesta es sencilla: porque alguna deidad telúrica está furiosa. Vamos, que tanta destrucción no puede ser por otra razón. Entonces, hay una respuesta, pero es totalmente incorrecta. No tiene la mínima noción de lo que es la geología y, en consecuencia, responde sin responder.

La gente antigua vivía inmersa en un mundo en el que todo lo que sucedía era mero capricho de los dioses.

Por eso la visión de la historia que se desarrolló en esas épocas fue, básicamente, incorrecta.

¿En dónde estaba el error? En la figura del héroe.

El héroe es el elegido por los dioses para devolverle el orden al cosmos. Para poder cumplir su destino, deberá pasar por un largo periplo en el que, antes que nada, deberá conocerse a sí mismo y derrotar su propia debilidad. Esa será su más grande lucha. En el camino conocerá la sabiduría, el amor, la tentación, la maldad, la lealtad, la traición y toda una serie de arquetipos que, en la mitología clásica, son usados de un modo magistral para reforzar el dramatismo de los relatos.

¿Quién no se ha sentido fascinado con las historias sobre Hércules, Perseo, Ulises o Aquiles, si nos referimos a la mitología griega? Así, todas las mitologías tienen sus héroes.

El héroe es un personaje indispensable porque es el modo en el que estos relatos mitológicos tratan de explicar por qué existe el caos en el mundo. En consecuencia, los mitos son relatos en los que todo gira en torno al héroe que debe devolvernos al orden, traer la armonía, restaurar el equilibrio.

Eso, por supuesto, sólo ocurre en los mitos. Y, sin embargo, la influencia de la cultura grecolatina ha sido tal en la civilización occidental que, con mucha facilidad, nuestra perspectiva de la historia sigue siendo mágica, mitológica.

Por ejemplo, si te preguntan sobre la independencia de tu país —hablemos de México, que es donde yo nací y crecí—, la respuesta de inmediato es hablar de Miguel Hidalgo, José María Morelos, y luego otros héroes menos conocidos hasta llegar a Vicente Guerrero y Guadalupe Victoria.

Es decir, de inmediato hablamos de lo que hicieron los héroes. Repetimos el paradigma de la mitología griega dando por sentado que el orden —es decir, la independencia— derrotó al caos gracias a lo que hicieron estas personas.

Casi nadie respondería a una pregunta sobre la independencia de México, explicando las dinámicas sociales que confluyeron a finales del siglo XVIII e inicios del XIX, para llevar a este país a los mismos movimientos libertarios que venían fomentándose desde la guerra de independencia de los Estados Unidos y la Revolución francesa.

Casi nadie te hablará de la importancia que tuvieron las ideas de la Ilustración. Menos aún de que esas guerras eran inevitables debido a la evolución política y social que había empoderado a la burguesía frente a las aristocracias dinásticas de origen feudal. Ni qué decir que era la época en la que se estaban sentando las bases del capitalismo industrial. Y menos aún que todos esos eventos están entrelazados y el único modo de comprenderlos cabalmente es explicándolos a todos juntos.

¿Por qué nadie lo hace? Porque, en realidad, no sabemos casi nada de Historia.

Saber de historia no es saber lo que hizo una persona, dar una fecha, mencionar un evento como una batalla, por ejemplo. Saber de historia es entender las dinámicas sociales que produjeron los acontecimientos más importantes, los que nos trajeron al punto en el que estamos hoy.

Y eso es lo sorprendente con el texto bíblico: sus héroes nunca logran traer el orden al mundo. Apenas cumplen con lo que les reta su propio momento histórico, pero no existe uno solo que, por ejemplo, restituya el orden perdido en el jardín del Edén. Al contrario: son personajes de carne y hueso, fallidos y torpes, que tienen que luchar contra sus propias limitaciones y defectos todo el tiempo. Y allí donde muere uno, continúa el otro.

¿Por qué? ¿Qué orilló a los editores finales del texto bíblico a presentarnos a héroes que, en términos estrictos, no son héroes?

Sencillo: esos escribas del siglo V AEC tenían un objetivo muy complejo, que era explicar al pueblo judío por qué D-os había permitido la catástrofe. Es decir, la invasión babilónica y luego el exilio.

Los escribas lo contestaron del modo más lógico para la religión judía: porque el pueblo de Israel no se había mantenido fiel al pacto con D-os. ¿Pero acaso no se celebraban todos los rituales en el Templo de Jerusalén? ¿En qué se había fallado?

Ahí es donde trasciende el duro y agresivo mensaje de los profetas: se había fallado en la dimensión social. Críticos del sistema político de su tiempo, los profetas siempre insistieron en que la obediencia a la Torá solo podía ser entendida en términos de justicia social. Defender a la viuda, cuidar del huérfano, ayudar al extranjero. Sin ello, nada de lo demás tiene sentido.

Y por eso la catástrofe: porque el pueblo de Israel había fallado en eso, por lo que todos sus protocolos litúrgicos resultaban irrelevantes, si no es que molestos, para D-os.

Fíjate qué impresionante: con los recursos intelectuales de su tiempo, estos escribas nos están hablando de dinámicas sociales como motor de la historia. Pasó lo que pasó, y estamos como estamos, por el modo en el que se han comportado nuestras sociedades.

En ese nivel de análisis no caben los héroes en el estilo de Hércules. Al contrario: como se ha entendido que el devenir histórico es un asunto que atañe al modo en el que se comporta toda una sociedad, es imposible que un ser humano de carne y hueso sea “el elegido para devolverle el equilibrio al mundo”.

No, el mundo es algo que desequilibramos entre todos; por lo tanto, hay que equilibrarlo entre todos. Y por ello el enfoque típico de la Biblia y luego del judaísmo: ¿Quieres que todo mejore? Obedece las ordenanzas —Mitzvot— de la Torá, porque su objetivo no es nada más que te portes bien, sino que seas partícipe de dinámicas sociales virtuosas.

Todo ello define a la Biblia como el primer verdadero libro de Historia. Muchos siglos antes de Marx.

Bueno, a fin de cuentas Marx fue judío. Tampoco tiene nada de raro que haya tenido ese arrebato de lucidez a la hora de hablar de Historia.

Seguro de algo le sirvió venir de una destacada familia rabínica alemano francesa.

 


Las opiniones, creencias y puntos de vista expresados por el autor o la autora en los artículos de opinión, y los comentarios en los mismos, no reflejan necesariamente la postura o línea editorial de Enlace Judío.

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