Enlace Judío México e Israel – Hace más de 150 años, en 1858, Sir Charles Darwin expuso su teoría de la evolución, dejando plasmada en ella la frase “no es el más fuerte ni el más inteligente el que sobrevive, sino aquel que más se adapta a los cambios”.
El mundo cambió en diciembre del 2019, un nuevo virus, desconocido, ignorado por muchos, sacudió la estabilidad de nuestro mundo. Es difícil de creer cómo un microorganismo solo visible en microscopios electrónicos fuera a ser el causante de tanto sufrimiento, incertidumbre y muerte.
Resulta igualmente complicado entender que una sencilla medida por parte del ser humano del siglo XXI no pudo realizarse en la forma correcta.
Si el homo sapiens sapiens hubiera optado por ponerse un cubrebocas y al menos el 70% de los miembros de su especie lo hubieran portado por 3 semanas consecutivas la pandemia por el SARS-COV2 hubiera desaparecido.
Después de la muerte de Darwin en 1882, el hombre aprendió a volar, logró superar la velocidad del sonido, viajó y pisó la luna, fabricó armas de destrucción masiva, pero no pudo usar una medida tan sencilla como resultaba el cubrirse la nariz y la boca.
El Covid-19 es un virus respiratorio, se transmite en esas gotitas de secreción respiratoria que salen de la nariz al estornudar o de la boca al hablar, gritar, toser, cantar.
Una persona que mantiene una conversación por espacio de 30 minutos a menos de medio metro de otro individuo recibirá en su cara la suficiente cantidad de gotitas que alguien que recibe un escupitajo de otra persona en un segundo.
Lo primero resulta tolerable, lo segundo totalmente inaceptable. Las consecuencias sin embargo son las mismas en ambos casos.
Después de 18 meses de pandemia, el uso de cubrebocas sigue siendo rechazado por muchos, cuestionado por otros y satanizado por algunos. La falta de su uso ha dejado al descubierto no solamente las áreas por las cuales el virus se ha diseminado.
Su rechazo por líderes políticos enseñó que el narcisismo era vulnerado por algo que cubría su rostro; prefirieron desalentar su utilidad a costo de la muerte de cientos de miles de sus gobernados. Su “gran incomodidad” solo puede ser explicada por el profundo egoísmo de nuestra generación.
La gente se emociona al ver estadios deportivos repletos de personas sin cubrebocas, como si al cubrirse la vía respiratoria se impidiera seguir viendo el espectáculo. El rechazo de un gran sector de la población es solo el recordatorio de que esto no ha terminado.
¿Por qué tapar la mirada a lo que sí sucede y no cubrir la parte de la cara que lo sigue provocando? Es más fácil dejar de ver una realidad que quisiéramos negar.
La pandemia no ha terminado, las variantes del coronavirus son cada vez más contagiosas, pueden también llegar a afectar la eficacia de las vacunas que se desarrollaron como una muestra de lo que la tecnología es capaz de hacer en estos tiempos.
Me resultó emocionante ver el aplauso que recibían los investigadores que desarrollaron la vacuna de Oxford de este virus en la cancha central de Wimbledon; me resultó frustrante ver a todos rindiendo homenaje sin cubrebocas.
Esta misma semana veía con impotencia a una persona pisar 3 veces un tapete sanitizante con el cubrebocas en el cuello. Entraba a un hospital donde hay enfermos muriéndose por Covid. Cuando lo cuestioné, su respuesta fue “yo, ya estoy vacunado”. Una respuesta que expresa el egoísmo de nuestra especie.
Soberbia, ignorancia, necedad que sigue permitiendo que la pandemia continúe, no dudo que un día termine esta pesadilla incluso a pesar de haber hecho mucho para que nunca acabara. Pero la vergüenza de saber lo que no pudimos lograr quedará marcada por los millones de fallecidos por este egoísmo.
* El autor es Médico Internista e Infectólogo de México.
Fuente: Reforma.
Las opiniones, creencias y puntos de vista expresados por el autor o la autora en los artículos de opinión, y los comentarios en los mismos, no reflejan necesariamente la postura o línea editorial de Enlace Judío.
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