Enlace Judío México e Israel – La memoria traumática de la expulsión sefardí, la conversión forzada, los estadios y caracteres del marranismo, las vicisitudes de los criptojudios y los derroteros dramáticos de los anusim, han configurado uno de los mayores aportes históricos a la compleja subjetividad moderna.
Implicaron una escisión psíquica y una negatividad visionaria, condiciones fundamentales para esa “cultura de la extrañeza” que el filósofo Manuel Reyes Mate registró como un acceso implícito a la modernidad. Puede considerarse un exilio interior que replicó ecos históricos, y abrió el espacio propicio para una alteridad europea, renovada y de carácter humanista.
El filósofo citado había advertido que la historia judía, y en especial el tenaz rechazo cristiano, que tuvo su ápice en la expulsión de 1492, guardaba una vasta “zona ciega” de la cultura, una suerte de negativo revelador de las creencias. Esa otredad que constituía el judío, el sitio ignoto del mal, retenía los irritantes sedimentos de apertura que renegaba la historia europea.
Para el entusiasta epistemólogo Edgard Morin, el marranismo, que guardaba la riqueza del Otro omitido, se deslizaba excediendo por varios siglos al resplandeciente y ambiguo “Siglo de Oro” español. Morin considera “marranos” a Marx, Freud e incluso a Heinrich Heine.
Nos sugiere que los saltos y rupturas epistemológicas, que habían categorizado minuciosamente Bachelard o Foucault, requieren asimismo un cambio particular en el mobiliario subjetivo que luego habitará el epistema. Lo cierto es que la idea de epistema, como un conjunto cultural que imprime la modernidad, no da cuenta de los procesos singulares de grupos e individuos.
Una disposición psicológica para gestar nuevos pensamientos demanda una microhistoria de la subjetividad. Entre los rasgos de esta hospitalaria interioridad, se advierte una transformación de la distancia que media la presencia mítica y cultural con el pensamiento, del pensamiento con la palabra, y entre la palabra y su expresión material, claves que podrían escucharse como nuevos susurros entre el ser y el parecer.
El cambio del vínculo expresivo entre representaciones, la transformación de signos y símbolos, fermentaría, entre otros efectos, nuevas ideologías.
Por mi parte, en una investigación anterior (“Los fantasmas precursores”, F. Yurman, Debate, Random House Mondadori, Caracas, 2010) había podido advertir, en esta silente y tumultuosa metamorfosis, la específica influencia sefardí en las ideas precursoras de la Independencia en América Latina.
En aquella oportunidad, repasando características coloniales y sefardíes, había considerado la importancia de la memoria traumática de la Inquisición en muchas formulaciones libertarias.
En la presente ensancharé este foco, procuro señalar que un efecto de aquella expulsión, enmudecido pero vivo, como suele ocurrir con los traumas, fue también una mayor conciencia individual, una renovada reflexión política y social y un aumento cualitativo de la intimidad.
Más allá del tema americano, esta dimensión nutrió una conciencia que habría de tener su ejercicio en el siglo XVIII europeo. Se gestó una nueva identidad, replegada e implícita, pero extraordinariamente porosa y apta para los cambios culturales, técnicos y cognoscitivos heredados del Renacimiento.
Este empeño requería una subjetividad que tratase de otro modo las creencias ajenas y las propias, privilegiando las convicciones racionales y permitiendo un suspenso identificatorio extremadamente fértil, una inédita soltura para dejar las esferas cognoscitivas girando libremente.
Los manifiestos de la conciencia moderna
La conciencia moderna se ha vinculado muchas veces al nacimiento de la novela moderna, a su nueva organización del tiempo narrativo, que reclama la declarada unidad del “Yo”; También con el arte en general, por su capacidad, como sostuvo T.S. Eliot, de fungir como “antena de la sociedad”.
Es reconocido el aporte fundamental del Quijote de la Mancha a la desmitificación de los ideales medievales y la Erásmica tolerancia que promovía. El controversial Américo Castro fue quizás el mayor revelador del carácter critico de la obra, y la insoslayable pluralidad que difuminaba.
La centraba, con buenas razones, en la atmosfera liberal promovida, a comienzos del siglo XVI, por pensadores como Tomás Moro, Juan Luis Vives y su amigo Erasmo de Rotterdam.
El último, llamado “príncipe” de los humanistas, se sostuvo en el filo de la reforma y contrarreforma, no salió del catolicismo, pero lo impregnó del tacto tolerante que irradiaba.
Entre la dimensión de “sinergia”, que sostenía la Iglesia, y la de “monorgia” del naciente protestantismo, su inteligencia había elegido la filosofía del camino medio, como Montaigne o Vives, una vía moderada derivada del “camino real” o “del medio”, que había dictado Maimónides siglos atrás.
A su vez, cabe señalar que la obra de Cervantes hereda, más allá de la debatida limpieza de sangre del autor, el espacio que la posición marrana fertilizó en la subjetividad europea: el punto de vista móvil, la identidad incierta, la duda escéptica y el dialogo de opuestos.
La dimensión carnavalesca medieval que el crítico ruso Bajtin detectó agudamente en los juegos de disfraces del Quijote, es, según proponemos, no solo un momento fugaz de la ceremonial mezcla de estratos y jerarquías que permitía la mítica “fiesta” popular, también una constante y autentica transformación de la interioridad y del Otro como referente identificatorio.
La literatura habría blanqueado y amonedado en los consagrados enmascaramientos rituales, la microhistoria en sordina del marranismo.
Un horizonte de significados en claroscuro, que de pronto adquiere comicidad o profundidad reflexiva, que multiplica los sentidos habituales e incluso que, como había argumentado el converso Fernando Rojas al retitular como tragicomedia su “Comedia de Calixto y Melibea”, suspende los géneros establecidos para transfigurar la historia.
Los debates en el Quijote, el encuentro entre el autor y sus personajes, múltiple mascarada de la ambiciosa y feliz Segunda parte, el pasaje de la Primera parte por el brusco Capitulo 9, ese giro narrativo que siembra la incertidumbre del origen, eleva como novela mayor su pujanza picaresca.
La misteriosa autoría del Cide Hamete Benengeli, el traslado latente del relato castellano al manuscrito original anterior, constituye la maravillosa crónica oculta de la Historia, una saga de orígenes en cajas chinas que entrega una nueva captación simbólica de la realidad.
Esta modalidad literaria ya había sido practicada rudimentariamente por los mismos y profusos libros de Caballería, que Cervantes denostaba en su cavilosa enseñanza. Fueron su tribuna critica, a pesar del minucioso conocimiento y secreta admiración (como la que profesaba por “El Amadis de Gaula”, nombre que inspiró titular “El Quijote de..”. También profesaba gran devoción por el “Orlando Furioso” de Ludovico Ariosto, cuya imaginación desenfrenada y la espontanea convocatoria mítica, según el crítico Arnaldo Momigliano, era parte indisociable de su constante resplandor poético.
Mientras el Furioso despliega una gigantesca locura desde una gigantesca melancolía, como una gran ola poética que se derrama incesante, y a la que Cervantes rinde confesado tributo literario, la “locura” de su Quijote no es poética. La crítica a estas novelas por irreales no tiene por ello consistencia, excepto como excusa para la crítica general de la ideología epocal.
El uso de historias ocultas, leyendas del origen del héroe, sucede en las novelas de Caballería, y en especial en su paradigma literario, el Amadís de Gaula, pero tienen un sentido no homologable.
La diferencia es que en las novelas de Caballería este recurso es una parte mitológica del origen, tramado ocasionalmente con el nacimiento del Héroe, como Moisés , Edipo, Jesús, Orlando, Amadís, que indica un secreto linaje imaginario (Rocinante como biznieto de Babieca, el caballo del Cid, es una muestra irónica de esta genealogía fantástica).
Pero cuando trata la historia, Cervantes la ubica sobre la precisa, oscura y olvidada historia española de sus contemporáneos, sin geografías imaginarias ni arrebatos que suavicen la opacidad cotidiana.
La descripción de la Mancha, su economía y sus caminos, sus ventas y molinos, enseña un paisaje seco de ensueños. Ludovico Ariosto nunca salió de Toscana, pero su arrollador poema se desplaza como una sinfónica vorágine por una vertiginosa Europa de grabados y tapices alegóricos.
Cervantes, que atravesó vivamente reinos, guerras y varias culturas nacionales, organiza su historia en la más sustantiva y sumisa realidad local.
La burla a las novelas de caballería, que como ilustraron investigaciones más recientes, eran obras muy exitosas y continuaron recibiendo el favor de los lectores buena parte del siglo XVII, parece haber representado en efigie los ideales desvaídos del oscurantismo español.
El cuestionamiento de la hiperbólica caballería permite la crítica por elevación a los valores contemporáneos, tal como el cuestionamiento de “las malas costumbres del amor juvenil” permitió al converso Fernando Rojas evadir la Inquisición en su gran obra única, novela que inicia el Renacimiento literario y es la centenaria anticipación del Quijote.
Cervantes sostuvo que esa novela de Rojas es admirable, “divina” si no tuviera tantos aspectos “humanos”. Esa descripción se aplica al mismo Quijote, y quizás tanto o más al “Guzmán de Alfarache”, del converso Mateo Alemán.
Las coincidencias no son casuales, y aluden siempre a dos registros de la misma cultura. Así sucede también con la confrontación cervantina entre la literatura como escritura viva y la canonizada realidad literaria de aquella España, asimismo a su ironía sobre los profusos y envanecidos legados editoriales.
Estos aspectos indicaron a muchos críticos e investigadores el carácter rotundamente moderno del personaje leído, e incluso de las personas lectoras. Una característica notable de esta novela, es su total pertenencia a la era de la imprenta, iniciada un siglo y medio atrás. Las prensas tuvieron plena y a veces tácita influencia en las intrigas identitarias.
La transformación soterrada de la idea de plagio y del consiguiente esplendor autoral, la literatura contemporánea concebida como entidad, la noción de público, la convención de letra paga y exitosa, la pérdida caligráfica de los escribas ( a pesar de que seguían circulando las novelas manuscritas), el cambio larvado del registro visual, el vigor simbólico de la retórica vulgar, son testimonios de la inscripción pública de la letra que formulaba la imprenta.
También cabe enfatizar el cruce de géneros, los nuevos grados de la ficción, la trabajosa realidad cotidiana y el imaginario acompañante, un nuevo sentido del tiempo y de la distribución del saber.
Pero estas claves fundamentales subsisten no solo por la diferencia entre lo general y lo particular, condición inmanente de la letra impresa y su prestigiosa sanción. Su mayor ofrenda permite la paradoja de cesar con la lectura en voz alta, colectiva y pública, y alentar la de una lectura íntima, solitaria y silenciosa, erizada con guiños y dobles sentidos.
La diferencia entre letra pública y privada remarca la exigencia y posibilidad de vivir entre la sacralización del texto, que la imprenta continuaba de los manuscritos religiosos, y el lenguaje profano que ahora podía enunciarlo. Eran dos lecturas, dos imágenes y dos lenguas, que también complementaban la conversión forzada y ahondaban la duplicidad mental del marranismo.
La esgrima picaresca, los deseos velados, criticados y finalmente expresados como ejemplos edificantes para el “sano” reproche, ya habían ejercitado y legitimado largamente la interioridad de los Criptojudíos.
Tanto o más que en el Quijote, en el Guzman de Alfarache de Mateo Alemán (descendiente de conversos), aparecen con enorme riqueza léxica y retorica la alternancia de las dos lenguas, moralista y vulgar, transgresora y prescriptiva, imperativa y persuasiva, benevolente y maligna, en marcada oscilación.
Contra el carácter pasivo, litúrgico y reverencial de los escritos sagrados, emerge en estos textos la ambivalencia, la incertidumbre vivencial, la subversión notoria de un sujeto. Las polémicas de la escolástica ya no sucedian afuera, la contradicción se había instalado en “el viaje interior” que predicaba Montaigne.
Eran los efectos de una lectura íntima y bifronte. Lo sagrado será trasmutado luego a lo literario, donde la condición clásica adquiere esa devoción por una letra no contingente, pero deja respirar a cambio la contingencia singular del lector.
La ruptura del carácter monolítico de los significados, cuando la identidad era en sustancia una configuración religiosa, amplificó enormemente el ejercicio conceptual. Los judíos tenían en su haber la reserva racionalista de Moisés Maimónides, que siglos atrás también había padecido la intolerancia, y sostenía reflexivamente su creencia.
El trabajo analítico racional, la capacidad de encontrar significados profundos en enunciados crípticos mediante la vía de la lógica, había dejado una vasta herencia interpretativa. El influjo aristotélico, que compartía con Averroes, fue poderoso, e influyó incluso en los cristianos, pero para los judíos devino también un valioso organizador conceptual de la identidad secreta.
Si antes había emergido alguna confrontación entre el racionalismo de Maimónides y la fuerza de la fe, ahora por el contrario se fusionaban. Las construcciones racionales crecían en la tierra de nadie, ofertada por la suspensión identificatoria del incipiente mundo nuevo, como ocurrió con el espacio laico de Baruch Spinoza.
La lógica que había alentado Maimónides se revitalizó secretamente en el marranismo, y muchos desvíos sincréticos Cryptojudíos eran derivados de complejos debates de este tenor.
Por ejemplo, las censuras y sospechas inquisitoriales que rodearon la traducción que hizo Fray Luis de León de la biblia hebrea al latín, su aislamiento inquisitorial, ilustró esta guerra entre lenguas que promovía la multiplicidad de la imprenta, y trasuntaban las sordas identidades religiosas superpuestas.
Cabe recordar las confrontaciones de traductores del griego, el hebreo, el arameo y el latín en la biblia poliglota española de 1516, la tortuosa traslación griega de Erasmo y su derivación en alemán popular por Lutero.
La lucida critica de Juan Luis de Vives a la “Carta de Aristea”, que determina su autoría por un judío y no por un griego (tal como hoy lo aseveran los expertos de la Universidad Hebrea), indica algo de esta tensa reivindicación. Eso palpita en el Quijote, como lo “otro” sumergido en el gran choque de versiones.
También se advierte una influencia del enfoque medico de Vives sobre las emociones escritas. Si Erasmo constituyo la locura en valor ético por su elogiado ensayo, Vives le dio argumento tolerante y la humanizó en el suyo. Viene al caso observar que los historiadores de la psiquiatría del siglo XX llegaron a considerar a Vives un “padrino de Freud” y precursor de la psicología moderna, como documenta su lucida captación del efecto de la memoria sobre la percepción y el presunto efecto traumático.
Cabe por ello recordar que su infancia quedo traumatizada por la quema de casi toda su familia, y en su adultez soporto el desentierro y la quema de los restos de su madre judaizante. Esa memoria no era ajena a su reveladora filología, ni a su prudencia con las intrigas eclesiásticas.
La política, los intereses reales, los reclamos campesinos y los poderes de la iglesia, cruzaban estas lecturas que alimentaron la reforma, la contrarreforma y los enfrentamientos sangrientos hasta la definitoria paz de Wefftalia. Aunque en esta atmósfera electrizada de intrigas se mantenía oficialmente una diferencia entre “lo hebreo”, como origen sagrado, y “lo judío” como un maldito extravío, nada podía impedir su mezcla en la amplia penumbra de sospecha que rodeaba los textos.
Incluso en Florencia, feliz cuna del renacimiento, se destacaba claramente, en la colección de los Médicis del Palacio Pity, el retrato contemporáneo de un rabino holandés, pintado respetuosamente por Rembrandt; compartía el espacio con los retratos de hebreos bíblicos en otras pinturas; la diferencia señalaba también la diversidad entre Florencia y Ámsterdam, y su presencia adelantaba el tiempo tolerante de la modernidad.
A finales del siglo XVI, será también una pintura, “El cementerio judío” , del flamenco Jakob Van Ruisdael, la que repone el sentido del tiempo moderno, el valor enigmático de la ruina para entrever la crónica.
La imagen rezuma la vaguedad que inicia el romanticismo, y configura otra identidad al historiar a los judíos europeos. Ese cementerio es una de las primeras señales de vida de los judíos reales de Europa.
El sentido filosófico de las ruinas, como poderosos testigos del tiempo, fue pensado desde Gibbon a Winckelman, de Goethe a Benjamín, pero es este último quien le devuelve el sentido judío del tiempo abolido. Relaciona la historia social con la memoria, y ésta con la redención y el mesianismo.
Sin embargo, las ruinas, que Benjamín valora especialmente, e incluso usa para definir “ lo que la ruina es a la historia, la alegoría es al lenguaje”, tuvo antecedentes sordos poco indagados. Son anteriores al “Cementerio Judío”, y aparecen descritas en “el Licenciado vidriera” y en “el Amante liberal”, dos de las novelas ejemplares de Cervantes.
Aunque no exalta lo ruinoso con el patetismo existencial de la pintura o literatura romántica, que nutrieron luego las pinturas de Piranesi o Friedrich, la literatura gótica inglesa o el frenesí poético de Holderlin, sugiere una temprana contemplación reflexiva.
Asimismo “el Greco”, coetáneo preciso de Cervantes, adelanta ese paralelismo y muestra la desolación mística en las pinturas “ Monte Sinai” y en “Vista de Toledo” de 1597.
Casi contemporánea de las novelas ejemplares, esas semblanzas pictóricas, cuando el paisaje estaba prohibido por el Concilio de Trento, ilustra una nueva subjetividad en este descubrimiento del “exterior” : un espacio que trata el tiempo.
Nos organizan un sentido precursor del pasado, del “resto”, de la vasta historia perdida, e indirectamente del tiempo futuro de la modernidad. Sus contemporáneos valoraban la antigüedad clásica, griega y romana, el esplendor imperial, pero no las ruinas.
Probablemente, en las ruinas latinas de Cervantes, estaba preformada la memoria del Segundo Templo, la perdida bíblica, rememorada por rituales, que los judíos sefaradíes habían mezclado en su vasta nostalgia.
Se sabe que de Cartago quedo solo el nombre, y de Jerusalén los nombres de la historia bíblica, pero aquí estaban fusionados con la caída de Sefarad. Paul Ricoeur sostiene que en la realidad hay “estructuras pre-narrativas”, una suerte de “protofiguras historicas”.
En nuestra perspectiva se trata de formas inconscientes fantasmáticas que determinan las lecturas generacionales de un trauma colectivo.
La temporalidad histórica
La fusión del exilio bíblico con el destierro de España fue fundamental para la subjetividad sefaradí, para un nuevo sentido de la temporalidad que resonaba en la cultura de la época. Una dimensión teológica de la historia que repicó sus ecos en los siguientes siglos, en especial por la influencia del porvenir redentor, el futuro como instancia de mejoría o justicia.
Este fervoroso talante ascendió con rapidez, se advierte tanto en las visiones del Rabino Menaseh Ben Israel de Amsterdam en el siglo XVII como en la defensa de los conversos del Padre Antonio Vieira, desde El “mesianismo” que configuraba “ el Sebastianismo” portugués hasta las visiones utópicas de Tomas Moro o de “la edad de Oro” en los primeros cronistas de América.
Estas “aleaciones” intelectuales, transformaciones de gran vigor, que más adelante habría de advertir Walter Benjamín en el análisis de la historia y también Gershon Sholem en su análisis histórico de las tendencias místicas del judaísmo, tuvieron paralelas influencias.
La dimensión imaginaria de las memorias grupales tiene mayor peso que la memoria histórica: son testimonios las fusiones en el Inca Garcilaso del mundo incaico con la Jerusalén del Segundo Templo, la Revolución Francesa y las antiguas reivindicaciones de las Galias, la confrontación nazi-comunista con la memoria épica de invasiones entre germanos y eslavos, la lucha de Oriente y Occidente con la guerra de griegos y persas.
La memoria colectiva, según el historiador Maurice Halbwach, es particularmente fructífera porque se sostiene entre grupos de pertenencia.
A su vez, Roger Bastide alude a la interrelación de las memorias individuales, y enfatiza que la memoria colectiva no existe como entidad sustantiva, pero existen marcos compartidos que hacen interactuar entre sí los recuerdos. La memoria requiere del Otro, que renueva sus perfiles en esa interacción.
En su clásica obra, “El pensamiento salvaje”, Levy Strauss había indicado que, a través de los ritos, los mitos transforman el acontecimiento en estructura y permiten fusionar el pasado con el presente. Esta actividad caracterizo milenariamente al pueblo judío durante su aislamiento de la historia general.
La simple filiación era el eje de su cronotopia, y devanaba el tiempo esencialmente por la oración, arqueándolo entre la caída del Segundo Templo y la llegada mesiánica. La poderosa dimensión mítica absorbía todos los sucesos.
El juego, por el contrario, aclaró convincentemente el mismo antropólogo estructuralista, invierte el proceso y retoma el tiempo transformando la diacronía en sincronía, el mito en viva dimensión histórica.
No casualmente, en estos tiempos difíciles que estamos tratando, fue historizado el mesianismo a través de Sabetai Zevi ( un antecedente proto sionista), y hubo profundos cambios en la trasmisión del judaísmo.
Es como si la larga historia repetida hubiera adquirido una tercera dimensión, como si el mito y el rito hubieran pasado a juego del tiempo real.
Esta mutación, tan rica de apasionados sentidos, y derivada de la hecatombe, fue casi profetizada líricamente por el poeta sefardí del Siglo XIV, Don Sem Tob de Carrion ( Yitzak Ibn Ardutiel, iniciador de la lirica castellana) : “ Cuando se seca la rosa/que ya su sazón sale/ queda el agua olorosa/ rosada que mas vale”.
El residuo filosófico de la caída de ideales y jerarquías medievales sucedía de manera incesante, y como en los versos de Don Sem Tob, se depositaban en la lengua. El castellano de Cervantes, de Mateo Alemán, de Fernando Rojas, labraron estas figuras.
La ambigüedad irónica, el perspectivismo, el cotidiano intercambio de imágenes, los espacios de certeza sin saturar, la relativización de los valores trascendentes, las apetencias y dolores del cuerpo real, indicaban un nuevo horizonte individual, racionalista y de mayor complejidad.
Esta interioridad es presentida en la palabra, y se transparenta, en modo magistral, del cervantino dialogo teatral de los personajes vulgares. El sentido no viene de la salmodia, el monologo o la revelación trascendente, sino del intercambio equivoco, la comicidad y falta de cierre de la enunciación de los personajes, ágilmente esbozados, pero sin compactar, abiertos y ávidos de interlocutor.
“El lector se puede hacer amigo del Quijote, pero no de Hamlet” decía Borges, y esa aguda captación, que también se aplica a Montaigne (descendiente de expulsados y mártir educativo del forzado latín de su infancia), es la percepción inmediata de una poblada contemporaneidad horizontal. Notablemente, Montaigne es uno de los primeros y rotundos defensores de los aborígenes de América, tolerancia que asimismo atraviesa a Cervantes en la comparación equitativa de Venecia con México-Tenochtitlan, en “El Licenciado vidriera”.
También emerge esa equidad en el trato político coloquial de Sancho en la Ínsula. El diálogo que vertebra los vínculos en personajes del Quijote no sanciona las identidades, solo las esboza irónicamente, superpuestas y encontradas para el cercano lector.
Esa mezcla de narración y técnica teatral, que inicio magistralmente Fernando Rojas, permite confluir, como hizo asimismo Cervantes en sus novelas, el tiempo vivo del presente con el de la memoria.
Nada lo enuncia mejor que la respuesta al Quijote del Galeote Gines de Pasamonte, que hablaba de su nutrida biografía, cuando el primero pregunta si ya la terminó : “ como podría terminarla si todavía estoy vivo”. Esa vívida pluma aporta una temporalidad que no define el desenlace.
El interrogante central sobre la identidad, configura una nueva identidad, la moderna, expectativa histórica que el marranismo diseminaba.
Tanto el Quijote, con sus sobresaltadas mascaras e identidades, como “ El licenciado vidriera” , cuya fragilidad es por el contrario su delirio de transparencia cristalina, indican una dialéctica entre lo mostrado y lo oculto que Cervantes captó como pocos de su tiempo.
La aparición de lo sensato en lo loco o lo loco en lo sensato, más allá del influyente “Elogio de la locura” de Erasmo, era una experiencia intrínseca del choque de visiones y creencias alucinatorias que cuajaban el espíritu de la época (un reciente converso, según una documentación archivada, cuenta que un pariente fue apaleado a muerte por expresar en la misa su duda de que el reflejo de la vela sea, en verdad, consagradas lágrimas de la virgen; por otro lado, obispos conversos como Pablo de Santa María habían renovado dogmas cristianos con influencias griegas no declaradas, procedentes de Maimónides o Averroes).
“Atreverse a conocer por cuenta propia” es, como definiría Kant tres siglos más tarde, un impulso naciente en este polémico burbujeo de la fe.
Secreto e intimidad
Otras ingeniosas novelas ejemplares de Cervantes, las bizantinas vicisitudes del Guzmán de Alfarache, la escabrosa astucia editorial de Fernando Rojas, señalan ese constante desdoblamiento que obliga el marranismo, pero que también inicia la modernidad general.
El ejercicio de espionaje y diplomacia de los criptojudios, los cambios y engaños con los nombres y apelativos (prestidigitación que en el Persiles se torna vertiginosa), indica la presencia de una intimidad reservada y distinta, cuya libertad interior excede la condición social.
Guzmán de Alfarache, cuyo autor es de reconocido origen converso, a pesar de sus incesantes encubrimientos, ilustra esta precaución en las santurronas afirmaciones conservadoras de su iracundo texto.
La función del secreto es transformadora. Reconfigura las fronteras de la pertenencia y de la alteridad. Kafka había observado con agudeza que el ejercicio de escribir cartas había generado un cambio subjetivo fundamental, porque definía el sujeto a contraluz, era una declaración para el mismo escribiente. Esa demora, una reflexión sincopada de los sujetos, agudiza el interrogante identificatorio.
Posteriormente, Jacques Lacan aprovecho este chispazo al enunciar “toda carta llega a su destino”. El “secreto” implica siempre una esperanza de “ verdad” y una posible “equivocación” en el otro, lo que promueve la duda y la exigencia de premisas propias.
Esas premisas fueron paradigmáticamente logradas en la lógica del moderno laicismo por Spinoza, extraídas del “a priori” geométrico euclidiano de su Etica. Sin la fascinante autonomía de Espinoza, hay otros ejemplos de pensamiento propio sin apoyo trascendente convencional, como en las notables deducciones cervantinas o en sentencias de Fernando Rojas.
Hay un desprendimiento interior de la creencia impuesta, que los marranos necesariamente sostenían, y que requería un importante esfuerzo de la razón.
La discriminación entre esencia y apariencia, que atraviesa desde los “atributos” de Spinoza hasta la ideología en Marx, posiblemente fue generada desde el marranismo del siglo XVI, que complejizó siempre las diferencias entre el exterior y el interior y las mezcló para que debatan puntos de vista.
Esta mutación en los vínculos no es ajena a la aparición de la autoría en los artistas europeos, un sujeto subversivo que, a diferencia del artesano anónimo, o del Yo deducido por Descartes, emerge pujante con la creación, construye su propia referencia intima en la obra.
Rembrandt, en la apasionada pesquisa de sus numerosos autorretratos, es tal vez la vertiente visual de esta revelación que tendrá en las Meninas de Velázquez su cumbre pictórica. Cruce de miradas, diferencia entre ver y mirar, ser visto y verse en el que ve. El adentro afuera funda el individuo.
Esta busca en presente de la mirada, confrontada con la escritura como sancionadora de la identidad y la historia, atraviesa muchas escenas en el Quijote y hace eclosión en los misterios y oscuridades de su obra final. Cervantes lo enfatiza de manera paradigmática en “el Persiles”, al duplicar el relato con su figuración pictórica, alternando la narración y la visualización de los peregrinos novelado.
Lo no dicho sostiene el enigma. El claroscuro dosificado eficazmente en “Los trabajos de Persiles y Sigismunda”, atisba esta diferencia entre lo visto y lo escrito: letra y mirada que articulan los ejes de la identidad y sus muchos encubrimientos.
El ángulo de apertura entre el registro imaginario que alienta la mirada y el simbólico que sostiene la narración, se van abriendo en esta época cuando la pintura sugiere “otro relato” de la escena, y la escritura desata la descripción desde el ojo móvil del narrador.
La aproximación de Cervantes en el Persiles, que anticipa sin duda los relatos de Edgard Allan Poe y de Oscar Wilde, “El retrato ovalado” y “el retrato de Dorian Grey”, remarca en nuestra perspectiva la diferencia entre el rostro vivido y la imagen con lo escrito y hablado, el críptico hilo narrativo de símbolos que envuelve la atmosfera que respiraba el marranismo.
Es interesante que Cervantes, que escribió el prólogo del Persiles tres días antes de su muerte, y la considera su obra mayor y su testamento, incorpore en esa narración el asesinato de un “portugués” que “no habría muerto si no fuera portugués”, y cuyo epitafio esta en la losa vacía de una capilla que solo conmemora la ausencia, porque los restos están perdidos en el exterior.
Para aquel entonces, los portugueses eran considerados judíos marranos, tanto en España como en América, donde habían extendido sus circuitos comerciales.
La subversión de la duda
Investigadores de diverso orden han señalado el carácter subversivo del marranismo, fenómeno también registrado en el politizado secreto islámico de los Jóvenes turcos antes de la revolución de Ataturk, en los armenios cristianos sobrevivientes en Turquía, como asimismo en la deriva hacia el anarquismo del siglo XIX o la Revolucion francesa del XVIII de muchos seguidores sabetaistas de Jacob Frank, según analiza Gerson Sholem.
Esa dimensión subversiva del sabetaismo es un capítulo que falta explorar de las gestaciones utópicas. Por otro lado, Freud o Marx han sido considerados también una suerte de marranos modernos para algunos historiadores de las ideas, ya que su condición sospechosa los convirtió en “maestros de la sospecha” por sus construcciones intelectuales.
Implica el arrastre de una expectativa agazapada en una aceptación. Es una dimensión del tiempo íntimo, reformulada por la espera, particularidad subjetiva que sucede en Marx, Bergson, Freud o quizás en Einstein, que heredan para la modernidad una aguda conciencia del vasto tiempo mesiánico.
En su apartado “Los recuerdos encubridores”, Sigmund Freud sostiene que un recuerdo anterior puede representar uno posterior, porque la memoria crea el tiempo y no al revés. Esta observación, fundamental para las actuales teorías del trauma, se aplica especialmente a las experiencias colectivas.
En esos casos la memoria es elaborada conjuntamente, y es impulsada por los vínculos con el otro. Los expulsados fusionaron la memoria inmediata del trauma con la ancestral del relato bíblico, y una dorada nostalgia cubrió a Sefarad tanto como un mesianismo libertario descendió sobre muchas visiones políticas.
El trabajo de duelo es el que convoca la pérdida, replantea y enriquece conceptualmente las relaciones, y tiene un impacto ulterior sobre creencias e ideologías. En los duelos colectivos este proceso deriva hacia la cultura, los valores y la memoria compartida.
Según el antropólogo Marc Auge, el derrotero de los olvidos, tanto individual como colectivo, toma formas emblemáticas que el define como “Del retorno”, “Del suspenso” y “Del recomienzo”; implican rituales de iniciación y un sistema narrativo que los ordena.
Este modelo antropológico es particularmente apto para nuestro caso, que incorpora dimensiones políticas, religiosas y míticas. De manera dispersa y desigual, estas transformaciones se registran.
En Ámsterdam y Hamburgo la memoria adquirió un vigor crecientemente político y el traslado de los exilados a diversos y sucesivos destinos amplió la visión cosmopolita.
Debe destacarse que la novedad de América gestó utópicos recomienzas que fusionaban temas bíblicos y políticos, como las alegorías sobre tribus judías perdidas o el hallazgo del “Edén” en el mapa de Américo Vespucio, donde confluían la antigua redención y las promesas renacentistas.
Esto alentó al ensayista Samuel Trigano su tesis del marranismo en connivencia con la modernidad, argumentada a través del mesianismo que Sarah Leibovici había encontrado en el descubrimiento colombino.
El presente aporte procura contribuir en esa perspectiva, en el develamiento de una elaboración en sordina de la cultura sefardí.
El tesoro crítico y reflexivo que inauguro otra temporalidad, tonificó y legitimó la intimidad, y especialmente agudizó la conciencia reflexiva y la modernidad que ofrendó luego la ilustración europea.
Las opiniones, creencias y puntos de vista expresados por el autor o la autora en los artículos de opinión, y los comentarios en los mismos, no reflejan necesariamente la postura o línea editorial de Enlace Judío.
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